miércoles, 1 de abril de 2020

Cuarta entrega de «200 años de compromiso del sindicalismo europeo»




José Luis López Bulla

Reeditamos “por entregas” el texto de la Conferencia  en la Facultad de Ciencias Sociales y del Trabajo. Universidad de Zaragoza. 18 Octubre 2011.


Cuarto tranco

Tras la Segunda Guerra Mundial se construye un nuevo contexto. De un lado, se recuperan las libertades democráticas y sindicales en Alemania, Francia e Italia; de otra, se ponen en marcha toda una serie de planes económicos y sociales: nacionalizaciones de importantes sectores estratégicos en el Reino Unido, Francia e Italia entre los más importantes, establecimiento de los salarios mínimos garantizados…  Por lo general, el sector público va adquiriendo en cada país un considerable grosor. Ahora bien, tengo para mí que lo más significativo es que todo un elenco de importantes derechos, que antes habían sido ferozmente perseguidos, entran en las Cartas Magnas y los ordenamientos jurídicos: el asociacionismo sindical, la huelga, el derecho al trabajo y la salud … El informe de Lord Beveridge pone los cimientos, con Keynes como fuente de inspiración del Estado de bienestar que tiene como indicios lo que antes hemos explicado de los suecos. Llamativa es, en ese sentido, la propuesta del gran dirigente sindical italiano Giuseppe Di Vittorio con su planteamiento del Piano del Lavoro que se inspira tangencialmente en las políticas de lucha contra la crisis del presidente Roosvelt, concretamente lo que dio en llamarse el New Deal.


Esta nueva situación tiene importantes repercusiones en las condiciones de vida del conjunto asalariado. Se abre el periodo de los Treinta gloriosos (
1945-1973): una expresión de Jean Fourastié que designa a un periodo de tiempo en el que algunos países experimentaron una notable expansión económica y que, gracias al dirigismo alcanzaron su apogeo y se aproximaron al pleno empleo permanente. Muchos países vivieron lo que se llamó localmente el milagro económico. Son los años en que se inician los primeros síntomas de lo que posteriormente llamamos el neocapitalismo. No hace falta recordar que en España (también en Portugal) existe una feroz Dictadura que ha descabezado (incluso con la muerte) posteriores a los dirigentes sindicales y políticos: dos ejemplos, Joan Peiró, el tantas veces citado dirigente de la CNT y Lluis Companys, ambos fusilados.


Lo más novedosos de esta larga etapa son las grandes movilizaciones italianas de los sucesivos otoños calientes de finales de los sesenta y principios de los setenta con la aparición de nuevas formas de representación unitarias en los centros de trabajo, el resurgir de un nuevo movimiento de trabajadores en España en torno a Comisiones Obreras a mediados de los sesenta y las acciones de los sindicatos franceses, en el contexto del Mayo del 68, que concretan una importante victoria con la creación de las secciones sindicales en el centro de trabajo. Vale la pena recordar que, durante este proceso largo, surgen movimientos pansindicales de resistencia en los países del Este, por ejemplo en Polonia con Solidarnösc.

Si me detengo un poco en los avatares de Comisiones Obreras no es por orgullo de pertenencia. La razón es ésta: la discontinuidad que provoca en el sindicalismo español y la poco referida aportación de un sujeto sociopolítico que va practicando, no sin altibajos, su deseo de independencia y autonomía; más todavía, a su intervención propia en toda una serie de terrenos que, hasta aquellos momentos, estaban dejados en las manos de los partidos políticos. De ello hablaremos más adelante.

El movimiento de Comisiones tiene un `origen´ indirecto: las posibilidades legales que permite la Ley de Convenios colectivos de 1958. Dicho texto, aprobado por las Cortes franquistas de la Dictadura, abre la posibilidad de que, en los centros de trabajo de una determinada dimensión, los representantes de los trabajadores, elegidos en las elecciones sindicales, puedan negociar el convenio colectivo de centro de trabajo y, con más restricciones todavía, los acuerdos colectivos de ramo profesional. Naturalmente se trata de una legislación restrictiva en un contexto de ausencia de libertades democráticas; más todavía de dura represión de las mismas: una represión amplia que va desde los despidos patronales a las detenciones y encarcelamientos. Esta ley del 58 da voz (también la quita) a los jurados de empresa (la representación de los trabajadores) para poder negociar directamente con la patronal, substituyendo las reglamentaciones salariales que se decidían unidireccionalmente desde el Ministerio de Trabajo. Como es natural, la ley era una medida que necesitaba la peculiar forma de capitalismo de entonces que, a la chita callando, iba dejando de ser autárquico en España; por tanto, la medida convenía a las formas de desarrollo económico que, aunque muy retrasadas con relación a Europa, empezaban a disfrazarse de neocapitalismo a la española. De manera que, en la gran empresa, con sus particulares características proto tayloristas, empiezan a crearse ciertas condiciones para la reivindicación, cuyo objetivo es el intento de negociación, y para ello es necesaria la auto-organización de los trabajadores. Los sindicatos democráticos clandestinos no ven –no pueden o no saben ver-- las novedades que se abren. Aunque no estoy en condiciones de aclarar el orden de prelación de estas dificultades, diré que los motivos de esta dificultad son los siguientes: 1) la represión política que sistemáticamente descabezaba todo intento de organización que, por lo demás, era clandestina; 2) la natural desconfianza con relación a las medidas de la Ley de convenios y la de las elecciones sindicales, y habrá que recordar que el planteamiento de los sindicatos clandestinos, en relación con ambas leyes, era de boicot. Ahora bien, apunto –desde luego, con los ojos de hoy-- a otra explicación que, hasta la presente, no ha sido ni siquiera insinuada. Pero, a mi juicio, lo más determinante era que el sindicalismo democrático tradicional –me permito esta absurda expresión, `sindicalismo´ y `democrático´ porque el sindicalismo sólo puede ser democrático— era, dicho de forma contundente, un sujeto externo al centro de trabajo. O, si se prefiere de una manera bondadosa, un sujeto parcialmente externo al centro de trabajo. Así pues, las centrales sindicales, anteriores a la guerra civil, eran unas organizaciones externas al centro de trabajo. Porque no consiguieron capacidad contractual en el interior de la fábrica. Así pues, las organizaciones clandestinas (UGT y CNT, perseguidas implacablemente por la dictadura, al igual que las fuerzas democráticas), además de ser lógicamente recelosas de los tímidos cambios que se iban operando, eran por situación (la clandestinidad) y por inercia (sujetos externos al centro de trabajo) organizaciones que no podían ver lo que estaba apareciendo en la realidad.

Mientras tanto, iba apareciendo un movimiento natural: ante cada problema surgían unas comisiones de obreros –unas comisiones obreras, que debemos escribir en minúsculas— que tomaban nota de las aspiraciones del personal, hablaban con la dirección e intentaban, negociando, sacar algo en claro para los trabajadores y sus familias. Conseguido el petitorio o agotado éste, de una u otra forma, el conflicto desaparecía la comisión obrera. Era pues un movimiento fugaz y pasajero. La novedad de estas comisiones de obreros (o comisiones obreras) es que eran un sujeto que estaba en el interior del centro de trabajo y, por lo tanto –ya fuera por necesidad, intuición o sentido común--, el análisis de aquel microcosmos y la reivindicación estaban en aproximada consonancia con los cambios que se iban operando. Comoquiera que no estamos aquí para establecer una cronología de los hechos, diré que se van incrementando las situaciones fugaces y pasajeras y, unas y otras, van adquiriendo una moderada estabilidad. Esto es, lo fugaz se va transformando en permanente. Las comisiones obreras acaban sacando unas mínimas ventajas de constituirse, en los centros de trabajo, en organismos que no se disuelven una vez acabado el conflicto, es decir, se mantienen en grupos estables y permanentes. Empiezan a ser Comisiones Obreras (así en mayúsculas).

El camino que se abre es: si somos un sujeto interno en la fábrica ¿qué orientación central se da a ese movimiento? ¿debe ser clandestino, semiclandestino, abierto? Un movimiento clandestino tiene, en teoría, la ventaja de ser menos vulnerable a la represión; en cambio si es abierto y público, la evidente ventaja es que la conexión directa con los trabajadores es, como hipótesis, mayor, aunque más vulnerable a los diversos tipos de represión. La solución a esta incógnita viene con una primera maduración de nuestras experiencias: el aprovechamiento de los resquicios legales que (parcialmente) posibilita la Dictadura y su combinación con formas ilegales o paralegales de acción colectiva. Por así decir, esta opción era más fiable que organizarse clandestinamente y, desde ahí, convocar por ejemplo un acto ilegal, como lo era la huelga, considerada como delito de rebelión. Por ahí fuimos, especialmente porque, en ese sentido, el comunismo español y catalán se esforzaron en que esa vereda era la más apropiada, y tenían razón. Entre paréntesis, diré que esta fue la orientación que Giuseppe Di Vittorio, a mediados de los años veinte, impuso al sindicalismo italiano en su lucha contra Mussolini, de un lado, y –según supimos posteriormente-- este camino fue el que intentó poner en marcha Joan Peiró, el gran dirigente de la CNT, en la lucha contra la dictadura de Primo de Rivera. Cierro paréntesis. Aclaro, hasta donde yo me sé, nosotros no conocíamos los planteamientos de Giuseppe Di Vittorio ni nadie citó las orientaciones de Joan Peiró. Bien, se trataba de optar por consolidar la línea fuerza que, tendencialmente, era la expresión autónoma de aquel movimiento original que teníamos en las manos. Nuestro movimiento debía ser abierto y no clandestino, capaz de combinar las posibilidades de la legislación franquista con las formas paralegales e, incluso, ilegales. Naturalmente esta opción también estaba expuesta a la represión. Pero la solidaridad con los represaliados era mayor si el movimiento tenía esas características públicas. Soy de la opinión que la discontinuidad histórica que representa aquel movimiento es, precisamente, ser un sujeto interno del centro de trabajo. Lo demuestra la preocupación fundamental: la elaboración de la plataforma reivindicativa, basada (como se ha indicado anteriormente) en las condiciones de trabajo. Es, a partir de esta consideración, de donde se desprenden las originales características de aquella acción colectiva. Tal vez la primera sea la relación entre representatividad y representación de las ya Comisiones Obreras. Llamo `representatividad´ a la capacidad de asumir las anhelos de los trabajadores; y defino la `representación´ como el nivel de apoyo que tales trabajadores ofrecen, de manera fugaz o estable, a los grupos coordinadores de CC.OO., que es de lo que estamos hablando ahora. Ya que esos grupos son un sujeto interno en el centro de trabajo y, comoquiera, que hay un vínculo estrecho entre representatividad y representación, la conclusión evidente es la naturalidad del quehacer democrático y participativo de los trabajadores en aquella acción colectiva, en aquel movimiento. Es lo que he llamado, en otras ocasiones, la democracia próxima, vecina. La representatividad y la representación se concretan en la asamblea en torno a un bidón, un andamio, una mesa de despacho o un pupitre: la democracia próxima, vecina, que construye la plataforma reivindicativa y diseña el (hipotético) ejercicio del conflicto social. Ahí se dibuja la independencia de esa asamblea y el establecimiento de su propia autonomía. La independencia no como elemento en negativo, sino como expresión positiva de depender sólo y sólamente de la representatividad y representación que se ostentan cotidianamente. La auto-nomía como catálogo implícito de unas normas rudimentarias, aunque sólidas que consuetudinariamente se entienden con naturalidad como obligatorias y obligantes, no como mandato estatutario. Es decir, la independencia sindical no es el resultado de un constructo abstracto sino la consecuencia (y, a la vez, el origen) de la elaboración de la plataforma reivindicativa, decidida y apoyada en la asamblea de todos los trabajadores. Es, desde ahí, como se va edificando el andamio de la independencia frente a todos y todo lo que no sea el interés concreto de ese conjunto asalariado. Una prueba de la sofisticación de nuestro análisis aparece por escrito en la Asamblea de Orcasitas (Abril de 1967). Allí se dejó escrito que propugnábamos un sindicalismo de clase, independiente de la patronal y de todos los partidos políticos (incluidos los partidos obreros); que apostábamos decididamente por las libertades sindicales y el derecho de huelga en todos los países, con independencia de su carácter social e institucional. Estábamos afirmando que, incluso en el socialismo, el sindicalismo y el movimiento de los trabajadores debían ser plenamente independientes, autónomos y contar con el ejercicio de los derechos (incluida la huelga) de todo tipo.

Durante todo el proceso anterior, esto es, los “treinta gloriosos” el movimiento sindical está, por lo general, a la ofensiva. Tras la crisis del 73, la crisis del petróleo, surgen dos situaciones de cesura que se irán consolidando con el andar de los tiempos. De un lado, se va gestando una potente innovación-reestructuración de los aparatos productivos que es la madre de la globalización acelerada y, de otra, un equilibrio inestable en la relación de los sindicalismos europeos con sus contrapartes tanto institucionales como patronales. Frente a la cada vez más acusada interdependencia se estructuran la Confederación Europea de Sindicatos (a la que Comisiones Obreras nos incorporamos tardíamente) y más tarde la Central Sindical Internacional, de la que nosotros somos miembros fundadores; de otra parte ese equilibrio inestable, todavía de ofensiva, es capaz de construir un nuevo paradigma todavía insuficientemente estudiado: es la capacidad de intervención del sindicalismo con una extensión de su poder contractual en esferas que tradicionalmente se había autorresevado para sí papá-partido en la famosa y contraproducente división de funciones entre el partido lassalleano y el sindicalismo.

El sindicalismo (especialmente en Italia y, tras la legalización, nosotros españoles) interviene en amplios escenarios del Estado de bienestar: Seguridad Social, enseñanza, sanidad, etc. Que nos convierte en lo que podríamos denominar “legisladores implícitos”, que va redimensionando el papel de los partidos políticos, especialmente los considerados amigos del sindicalismo. La conclusión es que, tras esa nueva capacidad, el sindicalismo va adquiriendo un nuevo metabolismo que, desde su propio quehacer, va adquiriendo importantes zonas de propuesta: se va gestando la independencia y autonomía del sindicalismo así en Europa como en nuestro país. El ejercicio del conflicto social ya no está supeditado a las contigencias de la lucha política partidaria. Como botón de muestra está en España la nueva placa tectócnica que se consolida tras la famosa huelga general del 14 de diciembre de 1988. UGT, por ejemplo, ya no será como antes. Comisiones Obreras tampoco.

Continuará mañana…





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