Me
avergüenzo de no haber tratado nunca sobre las muy precarias condiciones de los
miles y miles y miles de ancianos que están aparcados
en lo que impropiamente llamamos residencias. Ni siquiera cuando leí que la
mitad de los fallecidos por el coronavirus han sido, hasta ahora, esas personas
aparcadas. Mea culpa. Tuvo que ser la repetida experiencia de mis viajes en
ambulancia al hospital de can Ruti, que expliqué
ayer, cuando tomé conciencia real del problema (1). Real, no retórica.
Hoy
el principal problema que tenemos es la malísima situación de las condiciones
de vida de nuestros ancianos en esos establecimientos, algunos de ellos
auténticos camaranchones. Es, además, un problema moral.
Me
niego a creer que el gobierno de la Generalitat no tiene suficiente información
sobre el particular; es imposible que nuestros alcaldes no sepan qué está
ocurriendo en su municipio. Y, sin embargo, todo ello está sumergido como la
parte oculta del iceberg. Sólo salta la
cosa a la intemperie cuando ocurre
alguna estridencia que los medios consideran significativa. Pero una cosa se
puede dar por sentado: nadie es responsable de la cosa. Se pone en marcha el ventilador burocrático de la des
responsabilización para echarle la culpa a otra administración. Los hunos siempre
le echan la culpa a los hotros.
No
recuerdo que en ningún programa electoral apareciera la cuestión de las
residencias de ancianos. Tampoco recuerdo que el Parlament de Catalunya
abordara el problema y tomara cartas en el asunto. A pesar de lo mucho que este
país debe a nuestros ancianos.
Ellos,
en sus días mozos, fueron la pieza angular de la reconstrucción económica y
social. Fueron los brazos del Plan de Estabilización de 1959, que levantaron la
industria y los servicios. Ellos quitaron el fortísimo olor a zotal que recorría
el territorio de punta a punta. No pocos de ellos se organizaron en los
movimientos sociales y democráticos construyendo islas de libertad camino del
archipiélago democrático de 1977.
Precisamente
porque son los invisibles, porque no tienen voz (ni siquiera alquilada), porque
carecen de representación –social y política— no son tenidos en cuenta. Lloran,
eso sí, pero no maman.
Tenemos
una cuestión moral que está pendiente de resolver. De empezar a resolver,
quiero decir.
Se
precisa un plan global, algo así como una operación de rastreo para que las autoridades
competentes tengan los datos reales de cómo está el problema. Un plan minucioso,
casi de acupuntura, con objetivos in itínere. Con sus plazos de verificación.
Señores
del governet catalán: si todo el
tiempo que han tenido en plan OK
Corral entre ustedes lo hubieran dedicado a la cosa, no estaríamos hablando de tanta tragedia.
Me
digo eso que no sólo ocurre en
Cataluña. Peor todavía, pues.
Post
scriptum.--- «Lo primero es antes», decía alguna que otra vez cuando venía a
cuento, don Venancio Sacristán.
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