Nota.--- Otra
entrega del libro ´No tengáis miedo de lo nuevo´, segunda parte, a cargo de
Javier Tébar Hurtado
Una ilustración del dibujante Andrés
Rábago, aparecida durante estos últimos años
de crisis, muestra un lector de diario que ante sus páginas exclama: “¡Qué
claridad de confusión!”. Las lecturas de este mensaje pueden ser múltiples y no
necesariamente contradictorias: confusión en los medios, de los
medios e incluso fuera de los propios medios de comunicación de masas.
El mensaje contundente del humorista gráfico “El
Roto” -que es como se le conoce desde hace
años a Rábago- nos alerta sobre la sensación de sentirnos en el interior de esa
especie de “confusa claridad”. En noticias, tertulias, pancartas, mítines, spots publicitarios, jaculatorias, etc.
y… en el Boletín Oficial del Estado el trabajo aparece de manera invariable
como problema. Esto se hace a menudo sin distinguir entre “trabajo” y “empleo”,
cuestiones relacionadas pero que, como se sabe, no tienen un mismo significado.
De hecho, no fue hasta principios finales del siglo XIX y principios del XX
cuando apareció la noción del trabajo como “empleo” en el terreno de la
reflexión y el estudio sobre las economías industriales. Esta aparición estuvo
vinculada al desempleo como la realidad del no trabajo de aquellos
que quieren y tienen que trabajar. Fue considerado por uno de sus principales y primeros
estudiosos, el británico William Beveridge, como «un problema de la
industria», es decir, un problema de naturaleza estructural y no relacionado
con aquellos derivados del carácter ni la psicología de la persona que trabaja,
como hasta entonces había venido siendo visto[1].
Pero eso que llamamos con frecuencia
“trabajo” -en realidad constituido en una metonimia del “trabajo asalariado”-
aparece cada vez con mayor nitidez en los discursos dominantes actuales bajo la
categoría “mercancía”, despojado de otras consideraciones y equiparándolo con
cualquier otra. Sin embargo, tanto el trabajo -la fuerza de trabajo humano-
como la tierra –es decir, la naturaleza- son definidas por Karl
Polanyi como “mercancías ficticias” -también por
Marx, aunque de diferente
manera, en su idea del “fetichismo de la mercancía”- nacidas de ese mercado
desregulado que caracterizó históricamente el ascenso del capitalismo. Por esa
razón, Polanyi aducía que el
trabajo, pero también la naturaleza, debían ser protegidas o respondían
autoprotegiéndose. De hecho, tras la era de las catástrofes que representó el
período entre las dos guerra mundiales, durante el transcurso de la segunda
mitad del siglo XX aquella autoprotección tuvo lugar en buena
medida. Se asumió por los gobiernos, por el mundo empresarial y sindical que la
seguridad socioeconómica de las personas –identificada fundamentalmente con la
población masculina- estaba garantizada por la participación en los mercados de
trabajo. El vínculo de la renta salarial, la estabilidad en el empleo y otros
derechos de ciudadanía asociados a las políticas públicas de protección social
debían permitir a la clase trabajadora tener unas condiciones materiales
mínimas e incluso unas estrategias de mejora. Se trataba de la sociedad del
empleo y del Estado del Bienestar.
Sin
embargo, aquel
consenso forjado tras la 2ª Guerra Mundial, conocido como “pacto social de
posguerra”, se ha roto. Las rentas salariales inferiores al umbral de pobreza
cada vez se extienden más. Los recortes económicos presentados con el celofán
de reformas de calado del Welfare State afectan al salario indirecto
-asociado al conflicto por la redistribución- que constituyen los sistemas de
protección social alcanzados y desciende la cobertura pública de las personas
sin empleo. El desempleo estructural aparece como si se tratara de un presente
y un horizonte inmodificables. Un número cada vez mayor de personas mantiene
una relación intermitente o de salida crónica con los mercados de trabajo. La
crisis se ha convertido en una situación permanente y la precariedad se ha
vuelto una forma de vida para muchas personas. Esto no es un reflejo
exclusivamente de la crisis económica, tiene otra dimensión que es la dimensión
política. Es desde este punto de vista desde el que se comprende la amenaza
continuada contra la consolidación de los derechos laborales, pero también la
ferocidad con la que se persiguen a los sindicatos, a la negociación colectiva
o a la protección social, etc. En paralelo, se hace evidente las enormes
dificultades para retener los derechos sociales o bien aspirar a una nueva
generación de derechos asociados a la participación en los mercados de trabajo.
En todo ello hay algo de vuelta a la “sociedad de la ocupación”[2], propia de la segunda mitad del
siglo XIX, previa al nacimiento del derecho del trabajo y el trabajo como
derecho.
Desde luego, el concepto trabajo
puede definirse de formas muy variadas. En esta ocasión escojo un par, las
formuladas por David Casassas y por Bruno Trentin. Casassas
define el trabajo como “el conjunto de
actividades, remuneradas o no y a menudo poco escogidas, que hacemos para
satisfacer nuestras necesidades materiales y simbólicas”[3]. El
carácter sintético de esta definición favorece su operatividad, sin dejar de
situar la propia complejidad del concepto. Los recursos para satisfacer esas
“necesidades materiales y simbólicas” remiten tanto a la política pública
-renta, sanidad, educación, cuidados, vivienda, etc.- como los espacios de
autoorganización que puedan crearse y que pueden adquirir un papel crucial. De
igual forma, aquellos recursos hacen referencia tanto a la economía productiva
como a la reproductiva. En un terreno distinto, pero complementario desde mi
punto de vista, se mueve la definición sugerida por Bruno Trentin -el que fuera dirigente sindical de la
Confederazione Generale Italiana del Lavoro (CGIL)- para quien
el trabajo está más cerca de constituir la forma en la que el ser humano se
apropia del mundo y lo transforma. De manera que siendo el trabajo un derecho
constitucional, allí donde se reconoce, y siendo también un derecho humano,
protegido por la legislación internacional, finalmente es una forma de libertad
que se construye. Siendo así nos compete valorar de forma adecuada la
potencialidad de la naturaleza del trabajo, más allá de las formas de trabajo
subordinado, en términos de experimentación social. Una concepción de trabajo
que, dejando atrás la pura lógica técnico-instrumental, puede conducir a un
proceso continuado de autorrealización inescindible de la propia libertad
humana. De ahí que el sindicalista italiano nos hablara de que la libertad es
lo primero (“la
libertà
viene prima”)[4]. Pero cuando Trentin habla de
“libertad” no nos remite al supuesto individuo libre neoliberal,
aislado frente a los otros y guiado exclusivamente por el interés propio, sino
que nos está hablando de una cultural de la libertad y los derechos, una
libertad republicana, que sólo puede ser producto de la relación con los demás
y del bienestar de la comunidad. Cada
uno de estos autores nos plantea, por tanto, la necesidad de
repensar el trabajo y sus significados.
De
esto nos habla también López Bulla cuando plantea de manera directa el tema
de la colonización del pensamiento y la práctica de las izquierdas, de su
cultura política, por parte del taylorismo y el fordismo. Tal como insiste: si
el fordismo está agonizante, el taylorismo goza de buena salud. Esta cuestión
fue una preocupación constante en el pensamiento y la práctica del desaparecido
Bruno Trentin. El sindicalista italiano formuló propuestas para la acción en su
obra La ciudad del trabajo: izquierda y
crisis del fordismo[5] y de su lectura se derivan una serie de preguntas
sobre las consecuencias de la asunción acrítica por parte de la izquierda de la
llamada invariablemente “Organización Científica del Trabajo”, que fue y sigue
siendo la “Organización Empresarial del Trabajo”. Con perspectiva histórica,
Trentin sostuvo que corriendo el tiempo la adopción de aquella lógica ha sido
fuente de la propia crisis o bien de las propias crisis de la izquierda, de su
incapacidad a la hora de pensar y proponer un camino diferente al ultraliberalismo
imperante en nuestros días.
[1] Fernando Díez Rodríguez, Homo
Faber. Historia intelectual del trabajo, 1675-1945. Siglo XXI de España
Editores, Madrid, 2014, pp. 624-628.
[2] Fernando Díez
Rodríguez, Homo Faber. Historia intelectual del trabajo, 1675-1945.
Siglo XXI de España Editores, Madrid, 2014, pp. 615-624.
[3] David Casassas, “La centralidad de los
trabajos en la revolución democrática: ¿qué aporta la perspectiva de
derechos?”, en D. Casassas (Coord.), Revertir
el guión. Trabajos, derechos y libertad. Los Libros de la Catarata, Madrid,
2016.
[4] Bruno Trentin, La libertà viene prima. La libertà come posta in gioco nel
conflitto sociale. Editori Riuniti, Roma 2004.
[5] Bruno Trentin, La
città del lavoro. Sinistra e crisi del fordismo. Giangiacomo
Feltrinelli Editore, Milano, 1997. Hace pocos años el mismo José Luis López
Bulla tradujo, ver Bruno Trentin, La
ciudad del trabajo: izquierda y crisis del fordismo. Bomarzo, Albacete,
2013.
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