Nota.-- Última entrega del
libro ´No tengáis miedo de lo nuevo´.
Javier Tébar Hurtado
La globalización que nosotros vivimos, desde luego, no es un fenómeno
nuevo en la historia del capitalismo. Aunque el modelo surgido a partir de
finales de los pasados años setenta y comienzos de la década siguiente, con la
crisis del fordismo como modo de regulación capitalista, sí que constituye una
etapa históricamente específica de su trayectoria. Este es un período del
capitalismo entre cuyas características destaca la desregulación de los movimientos de
capitales y de las mercancías, pero también la desregulación de la mano de
obra. Este fenómeno ha sido el resultado de un determinado tipo de intervención
de los gobiernos y de las entidades internacionales, a menudo ajenas a la
democracia, que ha dejado a los estados sin la capacidad de actuar en muchos
aspectos de la vida económica y cuyos efectos ha tenido consecuencias sociales
y políticas en múltiples direcciones.
Una
característica específica de la historia del capitalismo de la globalización
está siendo los procesos de las privatizaciones. Primero se privatizaron
grandes compañías estatales de industrias estratégicas: el gas, el petróleo, la
siderurgia o la electricidad; luego le siguió de los servicios de sanidad,
educación, etcétera, que se han convertido en objeto de negocios privados. En
este sentido, la des-regulación ha devenido en formas de nueva “regulación” en
las que el Estado actúa como ariete para la apertura de nuevos mercados en los
caladeros de los servicios públicos. Del mismo modo, la globalización o mundialización
económica se ha venido caracterizando por la primacía del capital financiero
sobre la manufactura y los servicios. Este fenómeno ha generado un tipo de
capitalismo especulativo, a menudo calificado como “capitalismo de casino”,
cuyo desarrollo sin control dio lugar a la crisis de la economía internacional
de 2008, que tuvo un punto de inflexión con la caída del gigante financiero
Lehman Brothers -el 15 de septiembre de 2008- y el inicio de la mayor crisis
financiera de la historia desde el crack de 1929.
De
manera complementaria a esta hegemonía de las finanzas se experimentó un
proceso de desindustrialización en los países de la OCDE. Por supuesto, esto no
significó el fin de la manufactura, sino nuevas localizaciones industriales en
países periféricos y semiperiféricos del sistema capitalista mundial. Los
ritmos de las protestas laborales durante estas últimas décadas
están marcados por largos procesos de desindustrialización y reconversión
industrial. Cabe recordar que en el terreno del empleo, la industria de tipo
fordiano se caracterizaba por una alta demanda de fuerza de trabajo. Así pues,
el caso es que menos industria y un sector público cada vez más reducido
forzosamente han tenido que afectar a la clase trabajadora. El resultado ha
sido el fin del pleno empleo. Pero además la mano de obra se ha visto afectada
desde el punto de vista del contrato y de la protección del trabajo, pues tanto
la gran industria como el sector público se hallaban marcadamente regulados en
el capitalismo fordista.
En el caso de la
mano de obra, la desregulación se presentó en forma de su flexibilización. Una
“flexibilización laboral” concebida por la empresa de manera unidireccional,
sin negociación, mayoritariamente asociada al despido barato, y sin tener en
cuenta las realidades del trabajo concreto. De esta forma, de entrada, se
expulsaba cualquier exploración de la flexibilidad negociada o
“flexiseguridad”. Desde el punto de vista ideológico, la defensa de la
flexibilidad trata de presentarla como algo moderno y positivo frente a una
supuesta rigidez identificada, por supuesto, como obsoleta e ineficiente que
afectaba a la antigua estructura de la contratación. Los cambios en la
legislación en los países del centro del sistema capitalista han dado lugar al
avance de formas de contratación como son los casos del empleo temporal y a
tiempo parcial, convertidas por la vía del a práctica empresarial en figura
atípicas. Su introducción ha llevado aparejada la limitación de derechos como
el acceso a posteriores subsidios de desempleo y a las pensiones. Igualmente,
los estados han promocionado la individualización de las relaciones laborales
frente al poder regulatorio del contrato colectivo donde el sindicato tiene
protagonismo en la tutela y proposición. Pero además y complementariamente se
ha ido sustituyendo la relación laboral por la relación mercantil, estimulando
la figura del trabajador autónomo o por cuenta propia. Cada una de las reformas
llevadas a cabo bajo la impronta de una determinada concepción de la
“flexibilidad” laboral, ha constituido un engranaje de esa máquina,
perfectamente engrasada, si se atiende a sus efectos, de crear empleo
degradado. En definitiva, las modificaciones legales impuestas en nombre de
la flexibilidad han significado no sólo la reducción y debilitamiento de los de
los derechos individuales y colectivos del trabajo, sino la limitación de su
poder contractual. Una cuestión que además ha contribuido a la erosión de la posición
social del sindicato. Cabe concluir que el capitalismo a lo largo de las
diferentes etapas de su globalización ha afrontado la crisis de rentabilidad y
control de la fuerza de trabajo a partir de la combinación de estrategias que
han sido practicadas desde como mínimo hace un siglo. De estos procesos y sus
efectos han derivado las divisiones y solidaridades en la fuerza de trabajo,
provocando su impacto en ese entramado asociativo llamado sindicato. Como consecuencia de todo ello, la pérdida de efectivos de los sindicatos
tanto en Europa como en Norteamérica ha influido en la merma de su capacidad
contractual y la erosión de su poder social[1] .
El conjunto de
estas cuestiones ha situado al sindicalismo a nivel mundial en una encrucijada.
Hoy
el sindicato en un escenario local, nacional, europeo e internacional parece
haber iniciado una etapa crítica, de replanteamiento respecto de sus formas de
actuación y sus estrategias. Con el comienzo de siglo nacía un esfuerzo y una
opción estratégica como la que representa la creación en 2006 de la
Confederación Sindical Internacional. La CSI fue el resultado de la fusión de
las antiguas Confederación Internacional de Organizaciones Sindicales Libres
(CIOSL) y Confederación Mundial del Trabajo (CMT), manteniéndose al margen de
este proceso la Federación Sindical Mundial. En la actualidad la CSI reúne a
166 millones de trabajadores, afiliados a 309 organizaciones en 156 países. No
está de más recordar, por ejemplo, que su Consejo General apoyó la huelga general
convocada por los sindicatos españoles el 29 de marzo de 2012, que contó con el
respaldo de movimientos ciudadanos como
el 15-M y la federación de consumidores Facua. Aquella fue la primera
convocatoria de carácter global de apoyo a una huelga en el siglo XXI. La
creación de la CSI fue un paso de muy importante que no cabe menospreciar en
absoluto, pero no excluye reconocer los límites y las deficiencias de la acción
sindical internacional en el contexto de la economía globalizada. Al mismo
tiempo esto plantea la relación
Norte-Sur y las dinámicas contradictorias que propicia entre las clases
trabajadoras de un país y otro, así como en el seno de las propias
organizaciones sindicales internacionales[2].
Sin
embargo, renunciar al proyecto de unidad sindical mundial y a la articulación
del conflicto laboral más allá del estado-nación, sin duda, conduciría a la
pérdida de un instrumento clave en la luchas a favor del derecho de huelga -hoy
inexistente y puesto en entredicho en diferentes países- y contra las crecientes
desigualdades que se están viviendo en el mundo actual.
El mercado
laboral español está hoy altamente segmentado, marcado por unas enormes
desigualdades entre unos y otros colectivos laborales, destacando de forma muy
particular la ampliación y diversidad de los sectores más precarizados. Los
principales afectados han sido las mujeres, los jóvenes y los inmigrantes. Esto
ha tenido entre otras consecuencias la profundización de la brecha salarial
entre mujeres y hombres, consolidando una discriminación de género que tiene un
carácter estructural a pesar de los avances, insuficientes, que en este terreno
se han podido dar. Esto ha conducido a
unas cifras de precariedad y degradación del empleo que en el caso español han
sido analizadas por Ramón Alós y Pere Jódar. Esas consecuencias han tenido su
correspondiente corolario en la extensión entre la ciudadanía de vidas
vulnerables bajo este capitalismo tardío de signo neoliberal[3].
Algo que apunta hacia una tendencia a converger con las condiciones laborales
de los nuevos enclaves industriales en países de las áreas consideradas
periféricas del sistema, donde impera la desregulación, salarios muy bajos y
una débil capacidad de autoorganización obrera en el centro de trabajo.
Tanto en
nuestro país como en los países de nuestro entorno, durante estos últimos años
en el debate público ha sido frecuente leer o escuchar argumentaciones de tipo
apodíctico, que dan por incondicionalmente cierto el llamado “silencio de los
sindicatos”. Ante la pregunta: ¿dónde estaban los sindicatos durante el ciclo
de protesta en España en un contexto marcado por la recesión, las políticas de
austeridad y la crisis de legitimidad política? La respuesta es que estuvieron
en la organización del conflicto social. Porque a pesar de la insistencia en
difundir profusamente algunos mitos, como que el 15-M de 2011 supuso el punto
álgido de las protestas, en realidad representó un punto de inflexión. El
crecimiento de la protesta en el país se produjo antes y después de aquella
fecha emblemática y de extraordinaria importancia, por diferentes razones, para
la dinámica política en nuestro país. A pesar de que el respaldo social hacia
el sindicato ha disminuido y afectado de manera notable a su capacidad de
movilización, su protagonismo no ha sido reemplazado por otros movimientos y
sigue siendo un actor fundamental en la organización de las protestas en su
momento más álgido. De hecho, tal como analiza Martín Portos a partir de una
base empírica sólida, los eventos más concurridos durante este ciclo se
corresponden con las huelgas generales y otras huelgas sectoriales, lideradas o
no por las mareas ciudadanas, cuyo éxito ha dependido, en gran medida, de la
implicación activa de los sindicatos[4].
Otra cuestión distinta, que necesita ser analizada, tiene que ver con los
cambios que se han producido en la forma en la que los sindicatos han estado
presentes en las diferentes convocatorias de manifestaciones públicas,
habitualmente a través de plataformas unitarias junto con otras organizaciones
de la sociedad civil.
Este es
el contexto donde se produce la tantas veces mencionada “crisis del
sindicalismo”, que ha ido acompañada de una progresiva pérdida de legitimación
de su papel entre algunos sectores de la población. El desfiguramiento del
sujeto social sindicato se ha establecido como presupuesto general en buena
parte de los discursos públicos. Las razones con frecuencia aducidas para
explicar esta “crisis” apuntan a la adopción de determinadas decisiones
sindicales que han contribuido a socavar su prestigio entre la clase
trabajadora. La persona que se dedica al sindicalismo, en una larga tradición
propia del movimiento obrero, es alguien en quien la gente confía, y esta idea
básica forma parte de ese comenzar de nuevo en la vuelta al sindicato. Sin
embargo, también existe un cierto consenso a la hora de señalar que las causas
objetivas de esa crisis del sindicato van más allá de los comportamientos
sindicales, que son el resultado de los efectos provocados por las
transformaciones socioeconómicas, las mudanzas del contexto político, la
institucionalización y el debilitamiento organizativo (en número y en
envejecimiento) del propio sindicato ante estos cambios. El proceso de
“institucionalización” del sindicato, que se presenta también a menudo como
otra causa, se ha dado y no es discutible. Aunque de manera paradójica ha sido
esta institucionalización la que ha permitido en determinados sectores una
mayor densidad organizativa y representación, y estoy pensando en la
Administración Pública, el sector de enseñanza y de sanidad. Por tanto, es tan
necesario insistir en los cambios en los modelos productivos, como en el
proceso de institucionalización del sindicato que, por otro lado, es propio en
la evolución del Movimiento Social.
Hacer
frente a la actual situación del sindicato requiere ir desbrozando sus causas,
dado que cada una de ellas apunta en direcciones distintas y con grados
diferentes. Como en la química es necesario ver cuál es la proporción de los
elementos que se combinan. La simple enumeración en la suma no busca ofrecer
ninguna explicación, sino construir un anatema con el que alimentar una
determinada percepción social resumida en la frase “los sindicatos son las
peste”. Esta imagen, conviene recordarlo, no es inédita en la historia del
movimiento obrero y sindical[5]. En
el propio ensayo de López Bulla se menciona el episodio protagonizado por Lord
Mansfield, presidente del Tribunal Supremo del Reino Unido, quien declaró en el
último tercio del siglo XVIII que los sindicatos “son conspiraciones
criminales inherentemente y sin necesidad de que sus miembros lleven a cabo
ninguna acción ilegal”. De manera que desde sus orígenes los sindicatos
fueron objeto de ataques y demonización, vistos como una amenaza al orden
social y una interferencia para la economía liberal. Porque es un hecho que,
más allá de los efectos derivados de los cambios en los procesos de trabajo y
en la composición de la clase trabajadora, los sindicatos han sido objeto de la
agresión directa de los gobiernos neoliberales que, mediante leyes y campañas
políticas han tratado de minimizar su acción. En algunos países, incluso acabar
con ellos y sus líderes y evitar que actúen si es que existen[6].
Merece la pena
subrayar la gravedad de la situación a nivel global de los derechos laborales y
sindicales en el mundo: en Europa sólo en un grupo de países, del norte y el
oeste del continente, estos derechos están protegidos adecuadamente y de manera
efectiva, mientras que a partir de 2012 España está en el grupo de cola[7].
Tal vez
la diferencia sustancial con otras épocas históricas es que hoy el sindicato
como agente de desafío y capaz de concretar una propuesta alternativa a la
situación se ha visto mermado. Algo a lo que ha contribuido que la clase
trabajadora esté profundamente fragmentada y dispersa. Esto hace que no sólo
exista la posibilidad sino la necesidad de continuar pensando y articulando una
determinada idea del mundo y un lenguaje para un proyecto social en el que el trabajo
como derecho sea una pieza angular de la ciudadanía. Miles de mujeres y hombres
pueden asegurarnos que esto es algo que forma parte de su tarea y defensa
diarias, porque protagonizan esa vuelta al trabajo y al sindicato que he venido
planteando a lo largo de este texto. Pero hoy se abren algunos interrogantes
sobre la dirección, la forma y el ritmo necesarios para proseguir esa apuesta.
La presencia del sindicato en ese nuevo reto es imprescindible y, al mismo
tiempo, clave para su propia revitalización.
El sindicalismo encara un cambio de
ciclo tal como ha señalado el sociólogo y economista Ramon Alós. El proyecto de
dignificación del empleo, su humanización, es hoy un aspecto clave que puede
ser compartido en la construcción de una nueva visión del empleo y de la
sociedad, para aunar nuevas identidades. Los objetivos inmediatos para lograr
esa dignificación del empleo pasan por la autonomía, capacidad de decisión y
desarrollo profesional frente a la imposición empresarial o del mercado, a la
precariedad y degradación del mismo. El sindicato ha tenido entre sus
principales razones construir identidades de clase y solidaridades colectivas,
pero hoy no parece posible que esa doble construcción sea posible llevarla a
cabo exclusivamente desde el centro de trabajo. Ni la empresa ni la profesión
constituyen elementos de referencia para aquellas personas que están paradas y
tampoco para las que cambian con frecuencia de empleo. Por este motivo, en
algunos casos estos objetivos partirán del centro de trabajo, en otros desde
ámbitos locales, de proximidad o comunidad[8].
En este sentido una ciudad del trabajo no deja de ser un horizonte
común. Los antiguos espacios fabriles, mudos y esqueléticos, no pueden
convertirse en macrocentros comerciales. Imaginar hoy una ciudad al margen de
la reflexión sobre el modelo de trabajo que impera en ella es un proyecto que contribuye
a no modificar el futuro diseñado por otros. Para ello es necesario configurar
un modelo de alternativa comprendiendo lo que han sido estas ciudades
históricamente. Barcelona podría constituirse en un buen ejemplo.
El
sindicato entendido como la asociación de mujeres y hombres agrupados en torno
a la defensa común de unos intereses que les unen, aunque cada vez más
heterogéneos, y de unos valores sociales compartidos, debe asumir un papel
relevante y principal en la enorme transformación que se está produciendo en la
etapa actual. Esto será así, por supuesto, en función de cómo se actúe “hacia
adentro” del propio sindicato. Pero también de las alianzas, del diálogo y la
acción conjunta, que sea capaz de forjar con las asociaciones comunitarias y
movimientos sociales que, desde la defensa de la solidaridad, hacen frente a la
injusticia y a las desigualdades crecientes en nuestra sociedad. Ese sujeto llamado sindicato tiene un
patrimonio ético y político de más de un siglo de historia, un acervo compartido
de los movimientos, ideas y relatos de transformación social que aspiran a
contribuir y formar parte de un proyecto emancipatorio. Esta “utopía cotidiana” en muchas ocasiones ha llegado a encarnarse en
bienes democráticos tangibles y concretos, y ha contribuido en la difusión de
la democracia a lo largo del siglo XX. El futuro del sindicalismo no dependerá
sólo de este pasado, pero su “revitalización” o bien su “carrera hacia el
abismo” sí dependerá, como en otras épocas, de no temer a lo nuevo.
[1] José
Babiano & Javier Tébar, “Trade Unions in the Era of
Globalisation”, Workers of the World: International Journal on Strikes and
Social Conflict, núm. 8, 2017 (próxima publicación).
[2] Marcel Van der Linden, Historia transnacional del trabajo. Centro Francisco Tomás y
Valiente, València, 2006, pp. 239-243 y pp. 264-266.
[3] Ramon Alós y Pere Jódar, “Flexibilidad y empleo degradado: vidas
vulnerables en el capitalismo liberal”, en Pasos
a la izquierda (http://pasosalaizquierda.com/?p=1244).
[4] Martín Portos García,
“Tres mitos sobre las protestas en España”, en la sección Piedras de Papel de Eldiario.es
[http://www.eldiario.es/piedrasdepapel/mitos-protestas-Espana_6_536206393.html]
[5] En libro traducido
recientemente, pero que data de 1978, el escritor sueco Per Olov Enquist nos
ofrece uno de los relatos que ayuda a entender, entre otras cosas, qué
significa luchar contra este estigma en una sociedad hostil, el relato se
titula “El hombre de la lata de lombrices”, en Per Olov Enquist, La partida
de los músicos. Nórdicalibros, Madrid, 2016, pp. 25-73.
[6] Por abreviar remito a algunos
ejemplos citados por Naomi Klein, La doctrina del shock. El auge del
capitalismo del desastre. Argentina, Paidós, 2008, p. 5, p. 29 y p. 179.
[7] Informe
Anual sobre las Violaciones de los Derechos Sindicales 2015, realizado por ITUC-CSI [http://www.ituc-csi.org/annual-survey-of-violations-of,271]
[8]
Ramon Alós, “El sindicalismo ante un cambio de ciclo” Pasos a la izquierda núm. 2 (Diciembre
2015).
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