La corte de Waterloo (Puigdemont, Toni Comín y la Ponsati) ha ido en peregrinación a los santos lugares del morabito de Prada de Clonfent, en Francia, el gran almacén de la melancolía del independentismo catalán. Su objetivo --usando una expresión del historiador Javier Tébar para otros menesteres— es lanzar «profecías y spams». Que es la actividad principal en estos momentos del retrofuturismo de la corte de Waterloo.
Puigdemont predicó a sus parciales introduciendo una significativa novedad: es necesaria la confrontación «inteligente» con el Estado. Lo que podría ser interpretado así: hasta ahora hemos sido unos deficientes mentales. O, siguiendo a la aguerrida Ponsati, de esta manera: íbamos de «farol». Aunque no sería descabellado unir ambas interpretaciones: además de retrasados hemos sido unos fuleros. La lógica tiene esos inconvenientes y los deslices lingüísticos se pagan.
El viejo Claudio Eliano (170 – 235) en sus Historias curiosas refiere un sucedido de Aristipo, alumno de Sócrates: «Yo me he presentado ante vosotros –dijo-- no para unirme a vuestro dolor sino para ponerle fin». Puigdemont nunca ha dicho nada semejante y apostamos lo que sea a que nunca hablará de esa guisa. Él se ha presentado a sus parciales para agitarlos en su dolor. Furiosamente fanático.
Waterloo afirma que ha descubierto que el Estado «nunca» negociará la independencia de Cataluña. Creo recordar que voces sensatas y bien informadas se lo dijeron. Pero pudo más la prepotencia narcisista de esa chuchería del espíritu que es el independentismo que las advertencias. Y, peor todavía, la corte de Waterloo –disfrazada de república para no infundir sospechas-- olvidó esta enseñanza medicea: «Los estados no se defienden rezando padrenuestros». Este es el resultado del atracón de lecturas insolventes que dieron en vez de la liebre de la historia el gato de la mitología. Pero esa indigestión llevó a Puigdemont una actitud salvífica: de un lado, a expiar su coitus interruptus del gatillazo de la proclamación de la república catalana y, de otro lado, a limpiar la contaminación de la sangre franquista de su abuelo. (Enric Juliana da jugosas referencias de ello en su libro ´Aquí no hemos venido a estudiar´).
Así las cosas, el asunto parece no tener vuelta de hoja. El desconocimiento del carácter del Estado expresaría, por lo demás, la incompetencia política de la corte de Waterloo. Me parece a mí por esta simple razón: es muy difícil que una vieja idea, ya desubicada del nuevo paradigma, esté acompañada por una lidership capacitada. Las viejas ideas, que ya no manifiestan utilidades, suelen ir de bracete de dirigentes de cabeza hueca. Por lo que hablar de confrontación «inteligente» es un oxímoron.
Con todo, no hace falta decir que cada día cobra más sentido la conjetura de Juan de Dios Calero, sabio de Parapanda, poco amigo de sofisticaciones y divulgador de la llaneza de la filosofía de Occam: la corte de Waterloo ha pasado a ser un modus vivendi. Si no se puede derrotar al Estado hay que darle contenido fáustico al exilio. Sus arengas incendiarias empiezan a sonar ya a carpe diem. Os llamamos al sacrificio, nosotros que estamos aquí a cuerpo de rey (emérito o en ejercicio real). Naturalmente ese «aquí» no es otro que la corte de Faraón.
Post
scriptum.— Catón el Viejo se
equivocó en su admonición sobre Cartago. Tendría que haber dicho «Lo primero es
antes». Pero eso estaba reservado a la agudeza de don Venancio
Sacristán, metalúrgico y filósofo
post socrático.
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