sábado, 29 de agosto de 2020

¿Adiós a la clase obrera? (9)

 

Nota.— Seguimos con las entregas, ahora de la segunda parte, del libro ´No tengáis miedo de lo nuevo´

Javier Tébar Hurtado.

 

El “Adiós al proletariado” de principios de los pasados años ochenta del siglo XX nos habló también de despedidas que, de algún modo, tiene relación con las honras fúnebres al trabajo y al sindicato[1]. O dicho de otra forma: ¿Si el proletariado se había ido, cuál era el trabajo que permanecía? André Gorz sostenía ya entonces que el capitalismo había hecho nacer una clase obrera o en un sentido más amplio un conjunto asalariado cuyos intereses, capacidades y cualificaciones estaban en función de las fuerzas productivas, a su vez, funcionales con relación a una única racionalidad existente, la racionalidad capitalista. El autor constataba la reducción del componente obrero-industrial dentro del sistema de la fuerza de trabajo y en el propio sistema social. El proletariado industrial de antaño se despedía, dado la marcada tendencia de los efectos de trabajadores y los procesos de desindustrialización en curso. Estos eran temas fundamentales para el futuro de la izquierda pensando, tal como lo planteaba Gorz, en una “izquierda futura”. Desde luego, cualquiera que conozca su obra sabe que aquella afirmación no tenía un tono celebrativo sino propositivo. Sintéticamente puede decirse que apuntaba hacia la imperiosa necesidad de pensar en aquello que se hace y por qué, a partir de un agudo y en algunos aspectos novedoso análisis sobre la metamorfosis del trabajo[2].

         Lo que venía produciéndose durante aquellos años era una ruptura respecto al invocación de una clase obrera unificada, atravesada ya durante los años setenta por diferentes identidades e intereses que fundamentalmente emergían a partir de los sectores de los trabajadores de la administración pública, de “técnicos y cuadros” -como se definía en aquella época-, pero también de las mujeres, que entraban con fuerza inusitada en el mercado de trabajo regulado -porque nunca estuvieron fuera del trabajo, en los ámbitos del trabajo informal o de la economía sumergida- y de los jóvenes trabajadores. Esta es una primera ruptura de la noción de “clase obrera” que era signo de identidad del movimiento sindical. La progresiva fragmentación y división de la condición asalariada afectó a sus discursos y prácticas y fue el pórtico de una nueva etapa. Entonces es cuando parece haberse dado el tránsito de una “clase obrera heroica” a loshéroes de la clase obrera”, a los que hoy se les identifica con los asalariados de determinados sectores propios del fordismo-taylorismo. Para que este paso se produjera mediaron grandes transformaciones históricas a partir de los procesos de “modernización” y democratización iniciados en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, así como a la posterior quiebra del “pacto fordista” iniciado a finales de los años setenta. En aquel momento se producía un final de ciclo de la protesta obrera en el ámbito europeo. En el caso español aquella etapa coincidiría con los años del final de la dictadura del general Franco y la consolidación de la democracia en un contexto de crisis durísima. Podría decirse como hipótesis que la evolución de nuestro país durante este periodo constituiría un contra-ritmo europeo en comparación con otros países de su entorno. Su incorporación llegó a destiempo para encajar plenamente en el modelo que caracterizó los años dorados del capitalismo occidental, con la rúbrica del pacto social de posguerra. De la misma forma, y a diferencia de otros países, se llegó con suma rapidez a la asunción de una relectura del liberalismo económico hoy hegemónica, y presentada a la sociedad como única alternativa[3].  Algo que no cuestiona necesariamente el hecho de que entre finales de los años setenta y 2008 se diera lo que López Bulla define como el “ciclo largo” para el caso español a la hora de referirse a una etapa de consecución de bienes democráticos y materiales.

         No obstante, en el conjunto de las sociedades occidentales durante los años ochenta se daría la progresiva alteración, cuando no “invisibilidad”, de lo que se denominó durante las anteriores décadas la “clase obrera”. Este desvanecimiento se manifestó tanto en su acepción de categoría económica para el trabajo productivo como en su uso como concepto político movilizador, ambos con un origen presente en la obra de Karl Marx. De esta forma, se abría paso la impresión de que el trabajo manual entraba en decadencia simplemente porque el trabajo obrero, que tradicionalmente era su imagen más difundida, lo estaba. Pero lejos de desaparecer, el trabajo manual experimentará incluso un crecimiento en diversos ramas del sector terciario donde ocuparán gran mano de obra[4]. Simultáneamente se estaba produciendo en la sociedad un progresivo desfiguramiento del mundo obrero tal como había estado definido hasta entonces, de sus culturas propias y de sus organizaciones sociales y políticas. Asimismo, también se venía manifestando una continuada pérdida del valor socialmente reconocido al trabajo -entendido como trabajo asalariado-, a los vínculos sociales que estableció y a su centralidad social y política. Al calor de todo se hacía presente la progresiva y aparentemente “extraña” evanescencia de una identidad colectiva, construida social y culturalmente, surgida en y a través de las ciudades industriales y vinculada a la izquierda europea.[5] Posteriormente, las razones tradicionales para la solidaridad con la causa obrera se vieron alteradas, manifestándose la ruptura con las lealtades forjadas hasta entonces, y provocando efectos nuevos tanto en los partidos de la izquierda como en el terreno del sindicalismo y, por tanto, en la propia sociedad. Ante el rampante neoliberalismo, la historia de la “clase obrera” como identidad colectiva parecía plantearse como un fundido en negro.

         No obstante, un nuevo ciclo de protestas laborales nada más iniciarse el siglo XXI, así como otros ciclos posteriores de conflictividad, ponen en cuestión los apresurados y definitivos adioses dados al trabajo, a la clase trabajadora y al sindicato. Ante esto cabe decir que así como la clase obrera, según la conocida expresión del historiador británico E.P. Thompson, estuvo en su propio nacimiento, debería estar en su propia defunción. Esto es algo que no entenderán aquellos que la conciben como un hecho dado y no como el producto de las acciones humanas.



[1]           André Gorz, Adiós al proletariado (Más allá del socialismo). El Viejo Topo, Barcelona, 1981.

[2]           André Gorz, Metamorfosis del trabajo. Búsqueda del sentido. Crítica de la razón económica. Editorial Sistema, Madrid, 1995.

[3]           Javier Tébar Hurtado, “El movimiento obrero durante la transición y en democracia”, en C. Molinero y P. Ysàs (Eds.), Las izquierdas en tiempos de transición. PUV, València, 2016, p. 193.

[4]           Aris Accornero y Nino Magna, “El trabajo después de la clase obrera”, REIS núm. 38 (1987).

[5]           Rafael Cruz, “El órgano de la clase obrera: los significados de movimiento obrero en la España del siglo XX”, Historia Social núm. 53 (2005)

 

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