La reciente reunión de
los mandatarios de la Unión Europea ha sido algo más que un fracaso. Es la
constatación de que Europa está en el despeñadero. Los acuerdos tomados –sobre
los movimientos migratorios-- al margen de florituras y melindres, son estos:
que cada cual haga lo que le venga en gana. La capa de cada cual es su propio
sayo.
Es el triunfo de los
nacional-populismos de Italia y Hungría. El almibarado lenguaje diplomático,
sin embargo, lo obscurecerá todo. Pero ya no puede disimular que, como decía Blas de Otero y cantara Paco
Ibáñez, «aquí no se salva ni Dios, lo asesinaron». De rebote, el hombre
de América del Norte, Donald
Trump, estalla de alegría: Marte ha derrotado indirectamente a Venus. Porque
Venus se ha derrotado a sí misma.
Crisis de proyecto
europeo, crisis de liderazgos. Los bronquistas de discoteca marcando paquete;
los políticos profesionales de toda la vida, que han acumulado quinquenios en
las covachuelas de las instituciones, están sin saber a qué atenerse, abúlicos, y sin
querer corregir su poquedad. Ni siquiera un gesto de dignidad –ni un coscorrón
al premier húngaro— frente a quien dice reírse de «los valores europeos».
Es un fracaso del
europeísmo, incluido el de la izquierda y las organizaciones sociales. La
política de campanario está haciendo estragos. Y la bandera de la Unión hecha
una aljofifa.
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