martes, 3 de julio de 2018

(2) SEGURIDAD SOCIAL: POR UN NUEVO Y FRATERNAL PACTO INTERGENERACIONAL


Nota.  

Viene de la anterior entrega, (1) SEGURIDAD SOCIAL: POR UN NUEVO Y FRATERNAL PACTO INTERGENERACIONAL. Este trabajo es la editorial de la revista La Ciudad del trabajo. 




        1.  La “quiebra” de la Seguridad Social



Hace ya muchos años que desde sectores económicos académicos relacionados con laboratorios de ideas generalmente patrocinados por entidades financieras se viene vaticinando la quiebra del modelo de Seguridad Social. Quien tenga curiosidad al respecto puede buscar en las hemerotecas sesudos análisis publicados por pensadores económicos –de gran prestigio algunos de ellos en la actualidad- que ya en la década de los ochenta afirmaban sin ambages que la Seguridad Social entraría en bancarrota en los noventa o al principio del presente milenio. Es obvio que esas profecías milenaristas no se han cumplido.

No deja de ser curioso constatar cómo esas reflexiones aparecían en los medios con constate periodicidad hasta la reciente crisis económica. A partir de ese momento –y tras las medidas de austeridad, el vaciamiento de la denominada “caja de la Seguridad Social”  y el descenso de recaudaciones- esas voces agoreras parecen guardar silencio. Alguien puede pensar que esos estudios ya no aparecen en los papeles porque sus predicciones se han cumplido, aunque más tarde de lo previsto. Pero también es posible otro escenario: ya ninguna institución financiera paga esos análisis en tanto que desde el propio ámbito del poder político se urge a los ciudadanos a suscribir fondos de pensiones ante la crisis de la Seguridad Social y las medias tienden a meter el miedo en el cuerpo.



En realidad esos sesudos análisis –y el privilegiado tratamiento mediático que tuvieron- eran mera ideología y dogmatismo neoliberal. Y ello por una simple y obvia razón: el sistema de Seguridad Social basado en un modelo de reparto no puede quebrar por definición. O, mejor dicho: si lo hace es que la economía ha entrado en una crisis definitiva irrecuperable. Mientras haya personas económicamente activas que aporten dinero a la caja común de la Seguridad Social habrá dinero para pagar prestaciones. Otra cosa, muy distinta, es su cuantía.

Esa es la gran diferencia con los modelos privados basados en la técnica del aseguramiento: un fondo de pensiones sí puede quebrar. Es más, tras el inicio de la última crisis han sido innumerables los fondos que a escala internacional han entrado en bancarrota; y han sido los modelos de Seguridad Social privatizados del Cono Sur de América –el sangrante experimento de los Milton Boys en los anteriores regímenes dictatoriales de esa zona- los que más dificultades han presentado para pagar pensiones. No deja también de ser curioso que esos masivos defaults hayan tenido un escaso tratamiento mediático, pese a los devastadores efectos que ha significado sobre la realidad de la ciudadanía no activa de muchos países.

Frente a ese panorama los sistemas de reparto han mantenido –con ajustes- el nivel de protección social. A este respecto cabe traer a colación la preocupación ciudadana en este país en cuanto al progresivo descenso de la denominada “caja de la Seguridad Social”.  A veces oyendo determinadas informaciones se tiene la sensación que se acabe el dinero para pagar pensiones, cuando eso no es así. Eso pasa en un fondo privado, pero no en un modelo de reparto. Ocurre que en los años de vacas gordas actuamos como el “buen salvaje” previsor acumulando grano; pero ello no comporta que en los años de sequía no se recolecten frutos: sigue habiendo comida para todos, pero en menos cantidad. Lo que ocurre es que el grano acumulado antes se está acabando.

En gran medida la ciudadanía laboriosa es sabedora de esa lógica de fondo; de alguna manera las clases populares siguen manteniendo en su imaginario colectivo que la Seguridad es fruto de sus luchas y aspiraciones. Buena prueba de ello la hallaremos en el fracaso de los fondos y planes y pensiones en nuestra experiencia: pese a las grandes presiones que han ejercido las entidades financieras con su política del miedo, en la práctica sólo las personas con mayores ingresos han suscritos esos mecanismos de aseguramiento privado, en especial por las ventajas fiscales de las que el legislador los ha dotado.

Sin embargo, a las predicciones agoreras de lógica dogmático-economicistas no les falta razón en una constatación de matriz meramente actuarial: la inversión de la pirámide de población y el progresivo crecimiento de la esperanza de vida determinan que cada vez haya más pensionistas (especialmente, ante el acceso a la jubilación de la generación del “baby boom”)  y menos sujetos activos que aporten dinero al fondo común. Es esa una realidad indiscutible desde cualquier perspectiva ideológica. Con todo, no tiene porqué comportar ineludiblemente una reducción de las prestaciones, como posteriormente se analizará. Baste ahora con afirmar que quizás el problema no se sitúa en el hecho que haya más pensionistas que vivan más, sino en las políticas restrictivas de migración y en la clara apuesta del poder por la reducción salarial (y el reparto negativo de rentas que ésta comporta). A lo que cabrá añadir que –por los cambios legales regresivos y el impacto de la crisis en la carrera profesional de las personas asalariadas en los últimos años- la tasa de reposición de las pensiones (porcentaje del salario que se mantiene en la pensión) ha disminuido en forma significativa en los últimos años.

Pero en el fondo tras el debate sobre el futuro de la Seguridad Social se oculta otro aspecto más  sustantivo: el desistimiento de una de las partes signatarias del contrato social welfariano. Como señala con acierto JOSEP FONTANA, tras la caída de los denominados “países socialistas” en Europa y el triunfo del de la teoría del capitalismo popular (con el subjetivismo generalizado entre las personas asalariadas de ser “clase media”), los poderosos perdieron sus antiguos miedos: ya no existía en la realidad un modelo alternativo y los valores capitalistas se han hecho ampliamente hegemónicos en la sociedad. En esa tesitura decidieron aplicar el principio “rebus sic stantibus” y, por tanto, denunciar tácitamente el pacto social de postguerras: si se derrota al enemigo  ya no es preciso mantener los tratados previamente firmados con él. El pensamiento neoliberal –surgido en su momento como una reacción al welfare- se acabó imponiendo. Con él triunfan dos sustratos ideológicos de base: por un lado, la primacía absoluta de la libertad individual como valor esencial de una democracia, con la consiguiente minusvaloración de la igualdad –sustantiva, no formal- y la desaparición práctica de la fraternidad; por otro, se entroniza el dogma de “menos Estado”. Entre otras muchas consecuencias todo ello ha comportado la progresiva desaparición de mecanismos de control sobre los poderes económicos en todos los ámbitos, incluyendo la empresa, tanto externos, como internos. Precisamente por ello en el ámbito laboral los sindicatos (control interno) y la negociación colectiva (control externo) se han situado en el centro de la diana del neoliberalismo. Un paradigma de esa tendencia lo hallaremos en la reforma laboral del 2012.

Mientras tanto, las atónitas izquierdas (incluyendo en ellas los sindicatos) se han limitado en general a invocar el principio “pacta sunt servanda”, reivindicando la vigencia de un contrato que no es más que papel mojado. En lugar de construir un discurso alternativo que vuelva a dar miedo (para poder negociar un nuevo acuerdo social en mejores condiciones), se ha optado por el mero posibilismo de poner parches en un buque que hace aguas. 

Las consecuencias de todo ello son conocidas: el progresivo incremento de la desigualdad en el mundo y en el interno de las propias sociedades. La libertad, en su vertiente individual, está fagocitando al resto de componentes de la tríada republicana, lo que comporta la evidente perversión no sólo de los textos constitucionales vigentes, sino del propio concepto de democracia tal y como actualmente la conocemos. No deja de ser sintomática la evolución de nuestra doctrina constitucional en relación con el derecho a la libre empresa: en la práctica se ha venido a erigir como un derecho fundamental (y no sólo como uno “ordinario” de ciudadanía), incluso prevalente sobre otros derechos expresamente reconocidos como tales. Lo mismo ocurre en el terreno comunitario: la libertad de establecimiento impera sobre otros valores históricamente consagrados.

De esa forma se conforma una especie de paradigma en el que los privilegiados son una especie de “elegidos por los dioses” que han de gobernar el mundo y la sociedad para defender sus prerrogativas, mientras que el resto de los mortales –que no nos hemos hecho ricos por nuestra menor capacidad o carencia de espíritu emprendedor exitoso- debemos pechar con las consecuencias de nuestra ineptitud. Un mundo el actual en el que triunfa el “neodarwinismo social” y que se halla a un paso de la oligarquía como sistema de gobierno. Las políticas sociales las determinan hoy “los mercados”, no la ciudadanía con sus votos.

En ese panorama la Seguridad Social (como el resto de instituciones del Estado del bienestar) resulta algo molesto para el poder real. En primer lugar porque sus orígenes se sitúan en una idea política –como tantas veces se ha dicho: la fraternidad- que le es extraño. Y en segundo y significativo lugar, porque una parte muy importante de la riqueza de una sociedad es gestionada por los poderes públicos y no por manos privadas.

Seguirá y acabará mañana.

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