Hoy
me han intervenido quirúrgicamente con una biopsia en el Hospital de Calella.
He entrado a las 8 de la mañana y a las 12.30 ya estaba rumbo a casa. Como
siempre el trato de los profesionales ha sido exquisito. Antes de entrar en el
quirófano un joven enfermero me ha hecho cambiar la mascarilla que yo llevaba
por una que –me ha dicho-- hacen en el
mismo hospital. Le pregunto si hay algún inconveniente con la mascarilla que llevo
puesta. Me responde: «No, qué va. Esta es la que utilizábamos antiguamente».
Le
pregunto perplejo que cuándo es eso de «antiguamente». Su respuesta: «En
febrero». En febrero pasado. Llevo todo
el día intentando descubrir cómo interpretar ese antiguamente. Algo tendrá que ver con los cambios de registro que
ha vivido su profesión y las vicisitudes personales de este joven enfermero en
estos tiempos de pandemia: sobrecarga de trabajo, estrés, fatiga, cansancio… Febrero
para él queda, por lo que se ve, lejísimos. Aunque para mí lo más reciente de
la antigüedad sería la guerra del Peloponeso. De ahí que todavía nos quedan sorpresas
en los efectos que están dejando estos últimos meses posteriores a la
«antigüedad».
Sigo
pensando, y caigo en la cuenta que hacía muchísimo tiempo que no oía tan
venerable palabra: antigüedad. Me ha sonado como si fueran palabras de mi niñez.
Aquellas palabras de uso corriente que hace mucho tiempo nadie las usa: antaño
y hogaño, niño bitongo y cucurumbillo, avío y estrébedes, comistrajo y marjal… Eran palabras que usábamos en la antigüedad.
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