Albert Rivera, intentando cocear a Pedro
Sánchez, se ha pegado una patada en su propio escroto. ¿En qué cabeza cabe arremeter contra otro
teniendo sus espaldas al descubierto? Eso pasa por ser alocadamente
intemperado y por tener bien arraigada la funesta manía de no pensar, tal como
ha dejado escrito Paco Rodríguez de Lecea en Masters del
Universo. Pero,
sobre todo, porque el dirigente de Ciudadanos no ha leído a don Francisco de Quevedo. Don Francisco escribió los Sueños,
una obra maestra. Allí hubiera podido leer Rivera, si no estuviera enzarzado
continuamente en la murmuración espasmódica, El alguacil alguacilado.
Rivera ha buscado mugre en cabeza ajena, olvidándose
de su propia inmundicia. Sánchez debe dar explicaciones sobre su tesis, exige
alguaciladamente. Pero no cae en la cuenta de que su doctorado y sus másteres,
que durante mucho tiempo aparecían en su currículum, eran el resultado de una imaginación hambrienta de
titulitis. Hasta que alguien aconseja a Rivera que debe borrar de su currículo
las distinciones que el mismo se ha regalado. Yendo por lo derecho: la actitud
de Rivera se hubiera calificado de manera refinada en Santa Fe, capital de la
Vega de Granada, como la propia de un tontopollas. Se aclara: esas pollas no
son otra cosa que las gallináceas, que pululan por las charcas. Dejamos
constancia de ello para diferenciarlo del calificativo de gilipollas, cuyo
origen desconocemos. Mucho más contundente es lo de tontopollas, es decir, el
tonto que va por pollas, sabiendo lo mal que saben.
Albert Rivera es la comidilla de toda la prensa, el
hazmerreír de las gentes de secano y regadío. Sólo le queda un recurso: echarle
la culpa a la secretaria. El alguacil alguacilado.
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