Esta
es una amistosa sugerencia a los restriñidos. Aclaro, sólo a los de cuerpo,
pues los del alma no entran en esta jurisdicción. Más todavía, tampoco hago referencia a los que
políticamente evacuan dificultosamente. Definitivamente, estamos hablando de
los que sudan la gota gorda para hacer de cuerpo. Pero antes séame permitida
una ligera digresión.
La
historia del retrete explica que han coexistido –al menos desde los tiempos de los Tarquinios de la vieja Roma-- dos formas
de defecar. Una es la históricamente aristocrática, modelo Roca; la otra, no menos
legendaria, es la demótica o popular, cagar en cuclillas. La primera fue ganando terreno a la
segunda, a la que dejó recluida en los cuarteles y en las estaciones de la
Renfe. Siempre se dijo, no obstante, que la eficacia de la segunda era superior
a la primera, que ganó la batalla por razones estéticas y por la mimesis de los
de abajo en relación a las costumbres de los de arriba. Con lo que las diversas
clases sociales (los gordos, los
medianos, los medianicos y los jambríos) fueron adoptando lo que, con el
tiempo, fue llamada «la taza». Todo ello, como indicaré más adelante, en
detrimento de la eficacia intestinal.
Llevaba
yo una semana sin hacer de cuerpo, debido, según parece, a los efectos del eficaz
recauchutado de tripas que me hicieron en mi reciente operación. Probé, por
indicación facultativa, unos polvos “plantabén” que debía tomar al menos dos o tres
veces al día. Nada, huelga de peristalsis. Las tripas ya no tenían memoria
histórica. Ni siquiera el remedio improvisado de ver una tertulia televisiva
resultaba productivo.
Aquí
entra en escena Domènec Benet, afamado librero
de la vecina Calella, que me recomendó un sistema ergonómico para que las
tripas cumplieran con su función y no escatimasen esfuerzos. Seguí al pie de la
letra sus instrucciones: poner un cajoncito al lado de la taza, sentarse en
ésta y los pies encima del cajoncillo. Si bien te fijas es un sucedáneo de la arcana
forma demótica. Oiga, mano de santo. Salí definitivamente aliviado y,
agradecido, me dije que no podía guardarme el secreto.
Digámoslo
con claridad: cagar en cuclillas tiene una enorme ventaja porque pone las tripas
en su perfecta ubicación. Bien lo sabía mi viejo y querido amigo Carlos Elvira, que estuvo veintitantos años preso en
Burgos por ejercer de comunista hasta el colodrillo. Una vez me explicó que lo
primero que hizo al salir del penal a las diez de la noche fue cagar en medio
del campo a la luz de la Luna, bajo el cielo estrellado. Naturalmente, en
cuclillas.
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