Javier Tébar Hurtado, historiador
Los diferentes estudios e índices
sobre la calidad de la democracia en el mundo actual nos hablan de su recesión.
Las “olas democratizadoras” de la décadas pasadas parecen haber encontrado su
dique. Ante estos diagnósticos no está de más hacer una primera precisión: la
democracia no ha existido nunca a lo largo de la historia. Tampoco, es algo
obvio, han existido otros modelos ideales que planteaban cómo organizar el
gobierno de la sociedad. Es lógico, porque como modelo ideal es inalcanzable y siempre imperfecto. La democracia en
estado químicamente puro no
ha existido nunca y en ningún lugar. Otra cuestión es que, de las diferentes
formas y propuestas políticas sobre su contenido y funcionamiento, la
democracia liberal sea una materialización histórica concreta de aquel ideal
que llega hasta nuestros días. Ahora bien, esta democracia liberal desde el
primer momento que inició su camino estuvo en crisis porque, de forma
simultánea a su creación, comenzaron las luchas por desvirtuarla. Parto de esta
idea para reflexionar en torno a la crisis de las democracias liberales en la
actualidad, preguntándome cómo y por qué se produce esta crisis y pensando en
una posible salida. Avanzo que la complejidad del problema no tiene una
respuesta ni una solución fáciles, simples.
La historia de esta democracia en el sentido moderno del término –seguir apelando a la democracia ateniense debería sonrojar a quien lo hace- es la historia de su propia desvirtuación. Podría decirse que esta es, en buena medida, la historia política de Occidente desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Así pues, la democracia es crisis y hoy está en un contexto crítico como, por otro lado, lo ha estado en etapas anteriores. Aunque, tal vez, se podría objetar que la democracia no sea permanente crisis sin control, una crisis que conduce a otra situación difícil de cualificar como democrática, porque el enfermo, en el cambio súbito, mejora o empeora de manera definitiva. En primer lugar, no toda crisis democrática corresponde a un mismo contexto, a unas mismas presiones y respuestas ante los problemas planteados en cada momento histórico. En segundo lugar, las teorías politológicas tienden a obviar, a menudo, el contexto de la crisis y sus particularidades. Bastante preocupadas están en ofrecer una teoría de gran potencia explicativa adecuada sobre este asunto.
No debería menospreciarse, sin embargo, la idea de que la democracia liberal es un producto histórico. No es necesario quedar atrapado por la historia, pero sí atender el trayecto que ha recorrido porque la historia, parafraseando, se ha dicho que supuestamente, al novelista norteamericano Mark Twain: la Historia no se repite. Pero rima. La propia naturaleza de los contextos de las crisis no son siempre los mismos y sus resultados tampoco lo son en todo tiempo y lugar: la crisis de la República de Weimar durante el período de entreguerras del pasado siglo XX, por poner un ejemplo relevante y con frecuencia mencionado, indicaría que existen crisis que ponen fin a una democracia en crisis. Se acepte o no, se requiere echar mano de la historia, de un análisis del presente en clave histórica -como ha defendido el historiador Jaume Suau (https://revistes.uab.cat/tdevorado/article/view/v3nr1-suau/0)- para tratar de ofrecer un cuadro general de la situación por la que las democracias, en particular las europeas, pero no exclusivamente, están atravesando en la actualidad. Es decir, que lo que los historiadores denominan factor contextual y diacronía son herramientas útiles para analizar el presente y aproximarse al análisis multicausal de los fenómenos Aunque es necesario reconocer que es desde el campo de la politología de donde proceden la mayor parte de las contribuciones y las propuestas para desentrañar las claves de la crisis de la democracia liberal que estamos viviendo.
La democracia
liberal, así pues, pasaría por diferentes crisis que se expresan a través de la
tensión en la búsqueda de conducirlas y encontrar una salida, es la disputa
plural de alternativas para la distribución del poder en la sociedad y la
dirección de su gobierno. En la actualidad las fuentes del problema, aunque se
expresen cosas o monstruos inquietantes que hacen pensar en el regreso al pasado, se
añaden otras propias de un mundo distinto. Resulta posible comparar con
experiencias pasadas igual que resultaría estéril tratar de equipararlas. Si
las nociones democracia y ciudadanía, de matriz liberal, que utilizamos cuentan
con una densa sedimentación histórica producto de la decantación de conquistas
sociales y políticas, junto con derrotas y con acuerdos, quiere decir que no
han sido ni serán inmutables en el tiempo.
La democracia es un producto histórico y también cultural, tiene una parte de su cuerpo en lo jurídico-constitucional y otra en el propio aprendizaje y práctica política de esa noción a la que llamamos ciudadanía. Por esta razón es necesario recordar que sería conveniente asumir que en su recorrido, la democracia ha protagonizado avances y retrocesos en los últimos dos siglos. Incluso que no han sido únicamente los aspectos procedimentales y la filosofía política los que han moldeado el estado democrático de derecho, sino que las fuerzas sociales y los proyectos políticos han empujado en una determinada dirección los valores de libertad e igualdad fundantes del liberalismo democrático, así como la propia construcción de la democracia como sistema de gobierno. Si no aceptamos esto, entonces nos situamos en una idea de democracia como un sistema de estrictas reglas de juego, supuestamente entre iguales, como un ideal, deslizándonos hacia el terreno metahistórico. Queda la filosofía, la norma, la función y la estructura de la democracia, por completo necesarias, pero falta la carne y los huesos de su materialización concreta.
La democracia es un producto histórico y también cultural, tiene una parte de su cuerpo en lo jurídico-constitucional y otra en el propio aprendizaje y práctica política de esa noción a la que llamamos ciudadanía. Por esta razón es necesario recordar que sería conveniente asumir que en su recorrido, la democracia ha protagonizado avances y retrocesos en los últimos dos siglos. Incluso que no han sido únicamente los aspectos procedimentales y la filosofía política los que han moldeado el estado democrático de derecho, sino que las fuerzas sociales y los proyectos políticos han empujado en una determinada dirección los valores de libertad e igualdad fundantes del liberalismo democrático, así como la propia construcción de la democracia como sistema de gobierno. Si no aceptamos esto, entonces nos situamos en una idea de democracia como un sistema de estrictas reglas de juego, supuestamente entre iguales, como un ideal, deslizándonos hacia el terreno metahistórico. Queda la filosofía, la norma, la función y la estructura de la democracia, por completo necesarias, pero falta la carne y los huesos de su materialización concreta.
Hoy, y de nuevo, se habla y debate sobre la democracia liberal en crisis. Esta situación ha sido analizada con solidez, teórica y empírica, por autores como Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias, 2018), politólogos e intelectuales norteamericanos, nada sospechosos de ser antiliberales, que alertan sobre las crisis como momentos de probada eficacia para socavar la democracia, en la que las pulsiones autoritarias terminan debilitándola no a través de una acción espectacular propia de otras etapas históricas (revolución o golpe de estado), sino de manera poco ruidosa pero muy efectiva: bloqueando el círculo virtuoso de su funcionamiento de manera silenciosa. Se ha hablado también de democracia i-liberal como fenómeno de fondo que viene de lejos, tal como planteó el científico social y periodista norteamericano de origen indio Fareed Zakaria en un artículo con el que alertaba sobre el auge de lo que llamó entonces “democracias iliberales” (“The Rise of illiberal Democracy”, Foreign Affairs; Nov/Dec 1997), en las que si bien se actúa dentro de los sistemas de elección (“democracia electoral”) se cuestiona a fondo el Estado de derecho y las libertades individuales. Se han acuñado otras nociones como democracia con tentaciones autoritarias, autoritarismo por consenso, autoritarismo postdemocrático o bien post-democracia. Me detengo en este concepto de post-democracia inicialmente formulado por el sociólogo y politólogo británico Colin Crouch (Postdemocracia, 2004). Una posible caracterización del fenómeno ha sido formulada por la también politóloga belga Chantal Mouffe (Agonística. Pensar el mundo políticamente, 2014), quien lo caracteriza como el espacio y las reglas en las que se ha venido desarrollando durante los últimos treinta años lo que califica de post-política, es decir, la indistinción entre izquierda y derecha dado que los ejes ideológicos estarían guiados por una voluntad ecuménica, adoptando un consenso básico en torno a la idea de que el centro político sería el terreno privilegiado de actuación política. El último lustro parecería haber socavado esta idea. Recientemente, en una entrevista, el propio Colin Crouch ha empleado una metáfora en algunos aspectos útil para el análisis de la situación actual. Este autor sostiene que la democracia hoy sería como una calabaza, atractiva por fuera pero llena de gusanos por dentro (https://www.lavanguardia.com/lacontra/20180905/451633111494/la-clase-media-pierde-poder-y-por-eso-busca-mas-identidad.html). La pregunta que parece pertinente es: ¿De dónde salen los gusanos de los que nos habla? Desde mi punto de vista, parece necesario examinar qué agente o agentes han introducido los elementos necesarios para que la vida de los gusanos surja en el interior de la democracia. Sin negar por completo lo que plantea Crouch, podría afirmarse que la democracia liberal hoy está dañada tanto más desde fuera que desde dentro.
Una posible interpretación no debería limitarse a los componentes genéticos de la democracia, sino también a los elementos ambientales, por tanto de contexto, que actúan sobre ella. Entonces cabe preguntarse: ¿son las ideas de la democracia liberal las que propician esos “gusanos” que la horadan o bien son los agentes externos quienes intervienen para crear su caldo de cultivo? ¿Quiénes son esos agentes externos? Desde fuera es atacada por la marea alta, el impulso de los extremismos de diferente signo, pero estos son una manifestación de la crisis democrática, no son la causa sino la consecuencia de una democracia pluralista frágil, identificada con una noción de la libertad incompleta en la medida que deja fuera otro concepto fuerte de ese árbol de la tradición democrática occidental que es la igualdad. De aceptar que esto sea así, podría decirse que está teniendo lugar la operación del “taxidermista de la democracia”, desvirtuando, modificando las características propias de la democracia liberal en la línea de la tesis inicialmente planteada en este texto. Sobre la democracia liberal se está aplicando el arte mediante el que sus partes han sido extraídas o están en vías de extirpación para mantener el aspecto exterior aparentemente no modificado. Esta es, por tanto, una nueva desvirtuación de la democracia.
Lo que quedaría es la calabaza atractiva por fuera a la que se refiere Crouch, repleta de gusanos, atacada en su fuente de vitalidad. En este método los agentes actúan desde fuera hacia dentro. La hipótesis que planteo es que ha sido la identificación de democracia y mercado, o la democracia de los mercados, el agente que explica ese proceso de disecación. Por esta razón, para abordar este complejo asunto, sostengo que estamos ante una democracia progresivamente disecada. Este proceso se produce mediante la permanente interferencia de los intereses privados en la res pública, del desplazamiento del papel del Estado convertido en zombi –vivo, pero muerto- ante la colonización mercantil de sus funciones y atributos. También de la progresiva definición de la clase política como inquilina de una soberanía amenazada, de manera sarcástica, de desahucio. De esta forma tiene lugar el vaciado de órganos vitales de los poderes democráticos tanto en los aspectos de representación de gobierno como de impartición de la justicia, de la opacidad en las decisiones que afectan al interés general a partir del protagonismo de organismos supranacionales no elegidos por la ciudadanía, del debilitamiento y abandono de amplias sectores de la sociedad ante vendaval globalizador y miedo ante el futuro. Hoy el miedo como agente político es el líquido empleado para mantener la forma sin fondo, el continente sin contenido. El libro “El miedo” de Bob Woodward, una magnífica investigación periodística sobre la llegada en 2017 de Donald J. Trump a la Casa Blanca, nos alerta sobre alguna de estas consecuencias. Así pues, estemos atentos: el Trumpismo es una metáfora que nos ofrece pistas para abordar analíticamente el fenómeno. America first como recreación, no como una exacta traslación, es entre otras cosas la voluntad de un regreso al pasado del nacionalismo norteamericano de los años veinte. Aunque lo cierto es que el discurso y la política anti-élites refuerza a esas propias élites. Su ejemplo se extiende con variantes, no como una única fórmula aplicable en todos los Estados. Aquello que une a las diferentes familias y grupos del extremismo ultranacionalista es que hacen visible los resultados de la taxidermia como arte y técnica de disecación.
La conclusión es que hoy estaríamos ante una democracia disecada en un proceso que parece avanzar sin frenos suficientes, por el momento, para revertirlo. Se debe hacer frente a las fuerzas de retroceso que se manifiestan en EE.UU. y también en Europa, pero fundamentalmente al taxidermista que actúa sobre los pliegues de la economía, sociedad y política, destejiéndolos.
Para
enfrentar este desafío cabe tener en cuenta que lo novedoso durante los últimos años es que el capitalismo
en su nueva fase de globalización ha instaurado unos mecanismos de control
realmente mundiales, globales. Lo ha hecho mediante una “gobernanza” mundial”
(Banco Mundial, FMI, Unión Europea, G-8, G-20, etc.) contra los que es muy
difícil actuar a partir de los Estados aislados. Y esto no había sucedido nunca
antes en la historia. Así pues, en el caso de la crisis
actual por primera vez existen unos mecanismos globales de control que
funcionan y condicionan las políticas de los Estados: las políticas de
austeridad de Bruselas (el famoso: si lo dice Bruselas…) y la actuación de las
las corporaciones condicionando la política democrática. No es necesario
recordar que democracia y capitalismo han mantenido una relación conflictiva,
la historia ofrecen numerosos ejemplos de ello: desde el derrocamiento de la
Unidad Popular chilena en 1973 hasta el actual “socialismo de mercado” chino,
por mencionar dos casos contrapuestos. Es necesario, por tanto, ser conscientes de aquello a lo que hay que hacer
frente, a quién y cómo plantear la disputa del poder, sino el fracaso está
garantizado de antemano. Es imprescindible para ello conocer
cuáles son los mecanismos actuales de dominación. Muchos de estos mecanismos
actúan a nivel global, coartando la soberanía de los Estados y, por tanto, la
capacidad de actuación de los actores sociales y políticos. Pero aceptar que
las dos fuerzas actuantes, presiones globales y la crisis democracia liberal,
exclusivamente, conducirían a la actual situación de crisis sería una simplificación.
De ser así sus presiones deberían dar
siempre el mismo resultado en todo tiempo y lugar. Pero esto, lo
sabemos, no es así. Y no lo es porque básicamente la respuesta que se da ante
ambas fuerzas no es igual en toda unidad política y no se genera en un mismo momento. Esto es así porque las
sociedades responden en función de una cultura política y una tradición, entren
otras variables, que establecen coordenadas en los mapas de actuación de los
actores sociales y políticos en un contexto y en un estado concreto. Así pues,
no parece suficiente hacer referencia a las dos presiones
globales que con frecuencia suelen aducirse para explicar lo que pasa en el
mundo actual. Siempre a lo largo de la historia las sociedades han generado
respuestas diferentes, y en diferentes momentos, a presiones globales.
Hoy el control de las instancias supranacionales también se combina con mecanismos control interno de los estados-nación. Y, efectivamente, su resultado es una democracia debilitada o una democracia débil. Para hablar desde el punto de vista de los mecanismos de control interior me referiré al caso de España. Es necesario subrayar la gravedad de lo que representa la actuación de una denominada “policía patriótica”, en realidad corrupta y presuntamente a las órdenes de un poder impune instalado en un ministerio del Gobierno de España, para la vigilancia de organizaciones políticas con el fin de condicionar las expectativas políticas en un momento determinado, como, al parecer, pudo pasar con Podemos durante el último ciclo electoral. Pero además el control de las élites políticas y económicas sobre los medios de comunicación propicia que la información que llega a la ciudadanía no tenga una base fiable. Son conocidos los intentos de control de los medios de comunicación que, en teoría, deberían suministrar una información neutra, objetiva, a los ciudadanos para que estos puedan elegir en base a criterios informados en el momento de las convocatorias electorales, pero esto no es así. El propio presidente del Gobierno español Pedro Sánchez, cuando fue defenestrado por el grupo dirigente del PSOE, declaró públicamente que había sufrido estas presiones. Pero también algunos profesionales han denunciado cómo determinadas élites políticas y económicas intentan controlar los medios de comunicación españoles (David Jiménez, El director. Secretos e intrigas de la prensa narrados por el exdirector de El Mundo. Madrid, Libros del K.O., 2019).
Es decir, que lo que se constata es que a lo largo de las últimas décadas las sociedades se han configurado tendencialmente como sociedades oligárquicas. Esto, sin duda, es una inflexión en relación con la etapa anterior. Por tanto, el núcleo del problema no serían sólo y exclusivamente el tipo de presiones globales sino las respuestas que generan en cada unidad territorial, en cada estado. Y es aquí donde actúan los agentes sociales y políticos de los respectivos tejidos sociales. Esta sería la forma de aprovechar el margen de actuación para revertir la crisis de la democracia. El proceso de oligarquización plena de la democracia liberal todavía no se ha producido, y, por tanto, tal como el politólogo Fernando Fernández-Llebrez sostiene sería posible una democratización, concebida como ampliación frente a la reducción de la democracia, partiendo de la institucionalidad vigente como medio y como fin para llevar a cabo ese proceso en el que cabría sostener y ampliar el conjunto de bienes democráticos conquistados, aunque algunos han sido erosionados y otros se ven hoy amenazados. Es necesario advertir, no obstante, que las retóricas de la intransigencia, sobre las que, ya hace décadas, teorizó Albert Hirschman (Retóricas de la Intransigencia, 1991) ocupan buena parte del espacio en la agenda política, a través de un tipo de realismo político que se mueve entre la falacia de la futilidad y la de la perversión.
Esta situación apela con fuerza a buscar la forma de construir una nueva agenda reformista. Un nuevo pacto o acuerdo. Un programa que se proponga la cohesión social. Un propuesta de una izquierda necesaria y no sólo posible, que pasa, aunque no exclusivamente, por fortalecer identidades que fueron fuertes en el pasado y desde la que se construyó una ampliación de la democracia. Ciertamente, la situación de la que se parte es la de una clase trabajadora segmentada y dividida, diluida y demonizada, situada en el extrañamiento de la cultura política de las izquierdas y, al mismo tiempo, interpelada para formar parte del contingente necesario para poner en marcha una guerra entre los pobres. Aun reconociendo que la identidad colectiva de clase se ha debilitado a causa de la desindustrailización y de la desorientación de la izquierda durante la etapa postfordista, existe margen para la acción política y propositiva desde la izquierda. Existe margen para demostrar que la política sirve para cambiar las cosas, para contribuir a fortalecer y ampliar la democracia. Esta nueva agenda reformista debería tener en cuenta al menos cinco tipos de medidas.
En primer lugar, ofrecer una relectura y actualización de las políticas de gasto social para garantizar a la ciudadanía un mínimo vital. Esta es una condición imprescindible porque es la base de un republicanismo genérico, en el terreno de los valores, para el que debe existir un suelo a partir del que ser, y no sólo sentirse, libres. Y aquí se trataría de debatir sobre la Renta Básica, en las formulaciones varias y enfrentadas que se han propuesto, no como una panacea sino como instrumento transformador y modificador de las lógicas imperantes en la actual democracia de mercado, como defiende David Casassas (Libertad incondicional: La renta básica en la revolución democrática, 2018).
En segundo lugar, la voluntad de cambio deber estar impulsado por el nuevo brío del feminismo no sólo como reivindicación de la igualdad de las mujeres con los hombres sino como proyecto social emancipador, tal como ha planteado Silvia Federici (Caliban y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, 2010), frente al capitalismo depredador de bienes y de vidas en su lógica de acumulación.
En tercer lugar, es igual de necesario pensar de nuevo las políticas redistributivas junto con otras que aborden, en su origen, las crecientes desigualdades (una sociedad desigual liquida cualquier tipo de sociedad decente) que surgen de la relación entre trabajo y capital del nuevo sistema productivo del siglo XXI. No sólo reconociendo, sino legitimando el papel de equilibradores sociales que ha tenido el sindicalismo en la construcción de la democracia. No denostando y anatemizando al mundo sindical como rémora o como agente de retraso tal como se viene haciendo desde la revolución neoliberal de los años ochenta (José Luis López Bulla & Javier Tébar Hurtado, No tengáis miedo de lo nuevo Trabajo y sindicato en el capitalismo globalizado, 2017). Las mutaciones del mundo del trabajo y los efectos de la revolución tecnológica, convertida hoy en una nueva religión del siglo XXI, están en el corazón de la concentración del poder y en el terreno de su disputa desde un proyecto de reimpulso democrático.
En cuarto lugar, la asunción del riesgo hoy, no mañana, de los efectos antrópicos sobre el problema medioambiental y el sistemático incumplimiento de los acuerdos globales para hacer frente a la destrucción del Planeta, así como en modelo de formas consumo que tengan en cuenta estos límites, tal como planteó Joaquim Sempere ya hace algunos años (Mejor con menos. Necesidades, explosión consumista y crisis ecológica, 2009).
Por último, y en quinto lugar, cabe plantearse la relectura del gasto social y las políticas distributivas en la medida que éstas deben completarse a partir de la necesidad de emprender el camino hacia la democratización de la economía, de iniciativas de participación del trabajo en las formas de producción. Hoy es necesario pensar e imaginar con vigor en torno a la entrada de la democracia en la economía y en las empresas, tal como ha planteado el economista Bruno Estrada (La revolución tranquila, 2018). Se trata de la utopía de la humanización del trabajo propuesta por el sindicalista y teórico Bruno Trentin en su obrera “La ciudad del trabajo” (La ciudad del trabajo. Izquierda y crisis del fordismo, 2013; ver también http://metiendobulla.blogspot.com/), como propuesta para completar la condición de ciudadanía que es hoy una promesa del ideario democrático lejos de cumplirse por completo. La falta de democratización de la economía comporta un riesgo social y, por consiguiente, los riesgos que amenazan frenar el llegar a completar proyecto social distinto al actual que pasa por profundizar y hacer compatible la mayor libertad y la mayor justicia social. Existe margen porque, más allá de las falsas leyes de la historia, de la inevitabilidad, dependerá de aquello que decida y de cómo actúe la sociedad.
Estas medidas afectan tanto a la política distributiva como a la economía productiva, a la reproductiva y a las pautas de consumo. Unas dimensiones completamente necesarias para proponerse una condición de ciudadanía plena. En definitiva, hablo de una nueva agenda del reformismo fuerte que incluya un nuevo sentido común sobre las transiciones tecnológicas, energéticas y sociales en curso con la finalidad de fortalecer la democracia hoy en crisis. Se trata de elaborar un proyecto de sociedad que abra un nuevo horizonte de oportunidades. Este proyecto hoy está amenazado por la marea alta del extremismo como metáfora que expresa y condesa los resultados de la operación del “taxidermista de la democracia”.
Al referirse a los debates sobre los orígenes modernos de la democracia que tuvieron lugar tres siglos antes, el político laborista Aneurin Bevan utilizaba en 1942 una compleja figura retórica que expresaría, en buena medida, las contradicciones que vivimos en la actualidad y el proceso de disecación de la democracia actual: “O bien la pobreza deberá utilizar la democracia para destruir el poder de la propiedad, o bien la propiedad destruirá la democracia por miedo a la pobreza".
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