En
infinidad de ocasiones tanto Carles
Puigdemont como Quim
Torra han justificado algunas de sus decisiones como aplicación de lo
aprobado en el Parlament de Catalunya. De momento pasaremos por alto el hecho
de que «lo aprobado» estuviera al margen y en contra de la ley. Sólo de
momento.
Pues
bien, la última sesión de la Cámara catalana dio como resultado una
desaprobación de la actividad del gobierno catalán y, muy concretamente, de su
presidente. A Torra se le conmina a
someterse a una moción de confianza o a que convoque elecciones. La propuesta
partió del grupo parlamentario socialista.
La
balanza osciló hacia la oposición tras el cambio anunciado de la CUP, que
abandonó el hemiciclo por «considerar que la legislatura estaba agotada». Así
las cosas, al reprobado ni siquiera
le queda la excusa de que la responsable de la votación sea la Justicia, que
impide el voto presencial de los encarcelados. Es la CUP quien, como ya se ha
dicho, tampoco le ha votado a favor. Pero
el pintoresco presidente de la Generalitat de
Catalunya no entiende que debe obedecer ahora al Parlament. La lógica política de ese caballero –digámoslo
educadamente-- es particular. Se acepta
cuando conviene y ni se acata ni se aplica cuando no interesa. Es la poquedad
moral de un agitador de mercadillo. Aunque
bien mirado, dada la inestabilidad parlamentaria Torra había prefabricado su
coartada: él «es el pueblo». Y, se acoge al famoso Grandola, vila morena, «o povo é quem mais ordena». El bonapartismo
se ha disfrazado de oclocracia para no infundir sospechas.
Así
se ha rematado el año de Torra en el puente de mando del chinchorro. Un año de
crisis crónica y cronificada. Un gobierno que no gobierna, ni gestiona; un
Parlament que ha acumulado martingalas a destajo y ninguna utilidad para la
población. Un año ominoso. En el que la
política ha sido reemplazada por la gesticulación y el caos. Ni siquiera hay
mayoría parlamentaria que sustente a Torre y sus delirios de grandeur de bidonville. Un delirio tan
grotesco como el que lleva a ese Torra a crear un cuerpo especial para su
propia protección, eso es, su Guardia Mora.
Vacío
institucional. De momento no parece que haya ganas de salir de esta vacuidad.
Es el contagio de la concepción de Rajoy: resistir hasta que las ranas críen pelo. Un doble vacío
institucional (de gobierno y parlamentario) que puede durar ad nauseam. Puede
durar desautorizando el dicho de que la naturaleza aborrece el vacío. Porque el
vacío se ha convertido en un elemento constituyente de la vida política
catalana contradiciendo el principio
aristotélico del horror vacui.
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