Carles Puigdemont debe una explicación.
«¿Quién
paga todo eso?», se preguntaba intrigado Josep Pla al
llegar a Nueva York y ver la ciudad deslumbrantemente iluminada. El viejo
ampurdanés, desconfiado por naturaleza, ponía el dedo en la llaga en ese y
otros asuntos. Pla tenía muchos tiros pegados dada su versatilidad y sus tonos
socarronamente ásperos. En todo caso, ahí la clavó: ¿quién paga eso?
Conocer
los gastos y gastillos del hombre de Waterloo no es un ejercicio de morbo, sino
de transparencia. Veamos: ¿quién ha pagado el palacete donde reside? ¿quién
financia su modo de vida? De momento, sólo podemos constatar que sobre esa
pipirrana se cierne una caballuna opacidad.
Puigdemont
está considerado como el «presidente legítimo» de la Generalitat, así lo
reconoce desde Quim Torra,
su terminal burocrática en Barcelona, hasta el último de sus allegados. Y hasta
que no se diga lo contrario, también por Esquerra Republicana de Catalunya. Así las cosas, desde esa
oficialidad –artificiosa, desde luego--
la crematística de Puigdemont es oficial. No caben, pues, subterfugios.
La pregunta es, por lo tanto, no sólo pertinente sino obligada. Comoquiera que
no queremos entrar en el terreno de las especulaciones, tamaña opacidad
significa, de momento, una relación oscura entre el dinero y su procedencia y
la actividad del caballero.
Mientras
tanto, no tenemos más remedio que considerar que este hombre es un mantenido. En cualquiera de las acepciones que estipula
la Docta.
En
definitiva, la relación entre medios y fines de Puigdemont no huelen
precisamente a ámbar.
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