viernes, 21 de diciembre de 2018

Sánchez y Torra cara a cara




Los que se cuidan del artificio de la política deberían  evitar dos riesgos: hacer el ridículo e ir de bravucones. Lo primero fue dictado por Josep Tarradellas, que sabía más por viejo que por diablo; lo segundo es una de las muchas enseñanzas de Juan de Dios Calero, filósofo de Parapanda. Ahora bien, hay politicastros que se empeñan en aunar ambas características, esto es, hacer el ridículo al por mayor y, simultáneamente, encubrirlo con poses de echaos p´alante. En las últimas semanas, dos personajes han competido en esa fusión. Son el italiano Matteo Salvini y Carles Puigdemont.  Dos vidas que, también, son paralelas. Meditaremos sobre estos dos riesgos empezando por las cosas domésticas.

Primero.--  Cuando Pedro Sánchez anunció que en diciembre se celebraría una reunión del Consejo de Ministros en Barcelona y tener un encuentro con Torra una gran parte del independentismo político gritó la tan socorrida palabra de provocación. La voz más estentórea venía de Waterloo, que llamaba a movilizaciones. Como es natural, el independentismo raso –sin galones institucionales--  se puso manos a la obra, obedientes a la exigencia del «apretad, apretad». Pero algo se cuece en Palau de Sant Jaume: empieza la operación de transformar la gallina en un pavo real. Me explico.

Se va poniendo sordina a lo que días antes se llamó provocación. Se retira del discurso lo que pueda incomodar a Pedro Sánchez y, a cambio, se le exige una reunión –una Cumbre, se le llama enfáticamente--  entre los dos Gobiernos, el del Estado y el de Cataluña. (Los independentistas rasos arrugan la nariz y ponen el grito en el cielo).  No hay cumbre. Sí, en cambio, hay una pugna por el protocolo. La cosa acaba con un escuálido simbolismo: el encuentro entre Sánchez y Torra se produce, y paralelamente dos ministros por gobierno hablan en la habitación de al lado de lo que tengan que hablar.

Conclusiones de urgencia: la línea Waterloo ha salido damnificada visiblemente y, de ahí, podría decirse que Torra parece adquirir una cierta autonomía. Más todavía, de momento podríamos colegir que surge un airecillo de rebaje de la tensión. No definitivo, por supuesto. Y del que no sabemos cuánto durará. Como, en todo caso, no sabemos cómo terminará el día de hoy. Pero, como decimos, algo ha cambiado, y –según cómo miremos las cosas--  no es irrelevante.

A saber, la reunión acaba con el acuerdo de verse a mediados de enero; en el Parlamento español Esquerra Republicana de Catalunya, el PDeCat, el PNV, junto a Podemos y las fuerzas que promovieron la moción de censura a Mariano Rajoy, llevando al gobierno a Pedro Sánchez, votan el techo de gasto presupuestario; los dirigentes políticos catalanes en prisión levantan su huelga de hambre. Son los (positivos) resultados de la política, de los que todavía tampoco sabemos sus repercusiones. Pero que, en todo caso, se enfrentan al chillerío de Aznar (Uno y Trino), empecinado en que el Sol salga por Antequera. Hablando en plata: de momento la aznaridad ha perdido una batalla. También la ha perdido Puigdemont, al que sólo le queda la bronca. Eso sí, sabiendo que «lo que hace el señor lo hacen muchos, que hacia el señor se dirigen las miradas», como recuerda Nicolás Maquiavelo en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio.  

Segundo. También en Matteo Salvini se produce la virtuosa fusión entre ir de bravucón y hacer el ridículo. Ha estado durante meses afirmando que sus Presupuestos iban a misa, que la Unión Europea era un grupo de cantamañanas y otras gesticulaciones de mostrador de taberna. Finalmente baja la cerviz y se negocia. Sepa el caballero que los atracones de grappa –y los de ratafía--  suelen traer esas consecuencias.  


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