Dos
dirigentes políticos que no tienen responsabilidades de gobierno, pero cuentan
con una ascendencia importante entre sus seguidores. Tienen en común su
adscripción a un feroz nacionalismo: el primero, trufado de violetas
imperiales; el segundo, de matriz aldeana. Ambos salpimentan sus agrias
pipirranas con una ideología que está desubicada del mundo de la globalización.
Es la ideología del campanario. Dos vidas paralelas que, contradiciendo la
geometría de nuestro padre Euclides, se encuentran en esencia, presencia y
potencia.
Dos
vidas paralelas. Ambos mandan por delegación de funciones. Sus capataces llevan
a la práctica los artículos de fe que ellos, desde las alturas, pregonan.
Aznar, jupiterinamente; Puigdemont, a golpe de jaculatorias. Con una
substancial diferencia: el hombre de las Azores está uniendo el arco de las
derechas, desde la tradicional hasta las más exasperadas versiones
ultramontanas; el de Waterloo destroza todo lo que toca. Con todo, otro
elemento les une: fuera de sus respectivas iglesias –afirman-- no hay
salvación. En concordancia con sus diversas mitologías, el uno y el otro
rezuman impaciencia: el carpetovetónico irascible cree –e incita en su
agitprop-- que es ahora, ahora mismo,
cuando hay que resolver el problema de Cataluña con Atila al frente de los
hunos; el català emprenyat, por el
contrario, entiende que es ahora, ahora
mismo y no mañana, cuando hay que soltar definitivamente las amarras, con los
almogávares como punta de lanza de los hotros.
Dos
vidas paralelas que tienen en común la doble moral y la doble contabilidad.
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