Federico Trillo
es el responsable político de la tragedia del Yak – 42 en el que 62 militares
perdieron la vida en 2003 cuando regresaban de Afganistán. Trillo era
perfectamente conocedor del alto riesgo para la seguridad de tales aviones, que
ya eran material de chatarrero: subcontrató de manera indiscriminada, permitió
al subcontratado para que abaratara al
máximo los costes del servicio y le permitió agazaparse para eludir sus responsabilidades. Por
extensión, José María Aznar,
entonces presidente del gobierno, tiene también la parte que le toca. Más
todavía, ese Trillo es igualmente responsable de la concatenación de disparates
que se sucedieron tras el accidente: la
anárquica y disparatada identificación de las víctimas, téngase en
cuenta que las pruebas de ADN realizadas meses después a instancias de los
familiares --y gracias al cambio en la titularidad del ministerio de Defensa
tras las elecciones de marzo de 2004-- demostraron que las identidades de (al
menos) treinta de los cadáveres enterrados eran falsas; la negativa a
que los familiares pudieran estar al corriente de lo sucedido y un conjunto de
truculencias que claman al cielo y la tierra. También Aznar es responsable de
todo ello. Y, por no dejarnos nada en el tintero, añadamos que Mariano Rajoy formaba parte
de aquel gobierno.
El Consejo de Estado ha emitido
su informe sobre aquella tragedia, señalando severamente las responsabilidades
de ese Trillo. El hombre de Pontevedra ha declarado, impasible el ademán, que
«no conoce el informe», y que cree que eso ha fue substanciado en los Juzgados.
Que «es cosa del pasado». Es cosa del pasado, han repetido desvergonzada y
trileramente, sus monaguillos. Y Trillo, en su baldaquino londinense, ni
siquiera dice que él se llama Andana.
¿Conocemos algún gobierno --y de
qué país-- que dejara pasar por alto tan ignominioso asunto? ¿Que no obligara a
Trillo a, por lo menos, dimitir de su condición de embajador? ¿Conocemos algún
gobierno –y de qué país-- que, tras el
informe del Consejo de Estado, ni siquiera moviera un dedo? ¿Conocemos algún
gobierno –y de qué país-- tan insensible
al dolor de los familiares de las víctimas? Ni siquiera se ha inmutado el
hombre de Pontevedra cuando don Francisco Cardona corrige al periodista de la
SER. Aclara: «No perdí a mi hijo, me lo mataron».
A todos los mataron.
Un juez archivó la causa. Tras
lo dicho por el Consejo de Estado, perdonen mi ignorancia: ¿se puede reabrir el
caso?
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