El
independentismo está que trina: la pretendida joya de su corona les salió rana.
Barcelona seguirá en manos de Ada Colau. El
segundo Maragall tendrá que esperar cuatro
años para aspirar al bastón de mando.
Don
Ernest tiene malas pulgas. Sabedor de que no sería alcalde organizó un
descomunal quilombo. Sus irascibles parciales acudieron a la plaza de Sant
Jaume a chillar a Colau, Collboni y Valls. Gentes de los barrios altos
barceloneses con caras de pocos amigos, recién bien comidos y bien bebidos, llamando
fachas a veteranos trabajadores --antiguos inquilinos forzados de
comisarías y cárceles franquistas-- que celebraban el triunfo de Colau. Son las
sonrisas del independentismo. Es, ante todo, la reacción del segundo Maragall,
cuyo rencor es directamente proporcional a su incompetencia política y
profesional. Ahora bien, la ira del independentismo por la pérdida de «su
Alhama» es consecuencia directa de su
fuerte creencia de que las instituciones catalanas son de su propiedad. Lo que
no es independentismo es un tumor.
No
obstante, las cosas se complican en el independentismo cuando, entre ellos,
dirimen quién es el propietario de la
institución en cuestión. Es, por
ejemplo, el caso del campanario taifal de Sant Cugat. Pugna entre los
seguidores de Waterloo y los de Junqueras.
Vencen estos últimos tras su pacto con el PSC. La bronca es mayúscula: los
waterlorianos gritan a pleno pulmón «155»; los junquerianos responden con
precisión matemática: «3 por ciento». O sea, entre independentistas no reza el
mandamiento del Nuevo Testamento: «amaos los unos a los otros».
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