Albert Rivera es un embustero patológico. De hecho su biografía política es
una carrera de mentiras al por mayor y detall. Se diría que, a medida que
avanzaba su cursus honorum, las
iniciales mentirijillas iban ampliando su diapasón hasta convertirse en farsas
caballunas. Ahora, este «adolescente caprichoso», según fue calificado por su
mentor, entiende que sus trolas no pueden circunscribirse al solar patrio,
necesitan un marco europeo. Rivera no es un embustero de campanario, es un
trapacero de amplios horizontes.
El rifirrafe
con Manuel Valls –la
foto de la plaza de Colón, acuerdos de Rivera con los de Vox, la investidura de Colau como alcaldesa de
Barcelona-- lleva a la ruptura, con
repercusiones en la escena europea. Hasta tal punto que, desde Francia, le
llegan al «adolescente» un aluvión de
críticas tanto de los medios políticos liberales como del influyente diario Le Monde.
La respuesta de Rivera tiene la misma dimensión que las que ofrece para el
consumo patrio: la mentira. Pero no seamos quisquillosos: Rivera no ha sido el
primer político que ha mentido. Su problema es que le han pillado con las manos
en la masa. Peor todavía, ha sido desautorizado enérgicamente por el Elíseo.
Entendámonos, el problema es que Rivera no sabe ni siquiera mentir. Es un
mentiroso chusquero. Tal vez sea debido a que sus lecturas son precarias. Si
hubiera leído, por ejemplo, “Cesar o nada” (Manuel
Vázquez Montalbán) estaría al tanto del bellísimo inganno en Senigaglia
donde César Borgia engañó cum laude a sus enemigos y no dejó títere con cabeza.
Mis disculpas por relacionar a un genio del Renacimiento con un niñato
atolondrado.
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