viernes, 21 de junio de 2019

El torpe engaño de Rivera



Albert Rivera es un embustero  patológico. De hecho su biografía política es una carrera de mentiras al por mayor y detall. Se diría que, a medida que avanzaba su cursus honorum, las iniciales mentirijillas iban ampliando su diapasón hasta convertirse en farsas caballunas. Ahora, este «adolescente caprichoso», según fue calificado por su mentor, entiende que sus trolas no pueden circunscribirse al solar patrio, necesitan un marco europeo. Rivera no es un embustero de campanario, es un trapacero de amplios horizontes.

El rifirrafe con Manuel Valls –la foto de la plaza de Colón, acuerdos de Rivera con los de Vox,  la investidura de Colau como alcaldesa de Barcelona--  lleva a la ruptura, con repercusiones en la escena europea. Hasta tal punto que, desde Francia, le llegan al  «adolescente» un aluvión de críticas tanto de los medios políticos liberales como del influyente diario Le Monde. La respuesta de Rivera tiene la misma dimensión que las que ofrece para el consumo patrio: la mentira. Pero no seamos quisquillosos: Rivera no ha sido el primer político que ha mentido. Su problema es que le han pillado con las manos en la masa. Peor todavía, ha sido desautorizado enérgicamente por el Elíseo. Entendámonos, el problema es que Rivera no sabe ni siquiera mentir. Es un mentiroso chusquero. Tal vez sea debido a que sus lecturas son precarias. Si hubiera leído, por ejemplo, “Cesar o nada” (Manuel Vázquez Montalbán) estaría al tanto del bellísimo inganno en Senigaglia  donde César Borgia engañó cum laude a sus enemigos y no dejó títere con cabeza. Mis disculpas por relacionar a un genio del Renacimiento con un niñato atolondrado.


Construir la política sobre la base de la mentira no es lo mismo que decir algunas mentiras haciendo política. Rivera es de los que edifican su circunferencia sobre un radio radicalmente falso. La circunferencia de este caballerete nada tiene que ver con el famoso  π. Así pues, Rivera tiene un problema: es un embustero estajanovista, pero se le pilla ipso facto, al vuelo. Su problema es que, cuando intente decir algo certero, nadie le creerá. 


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