Les supongo informados acerca de
quién fue Joseph Fouché, uno de los grandes
bribones de la historia de la política de todos los tiempos. Lo que no está tan
claro es que todos conozcan los pormenores de dicho personaje. No importa, lo
pueden subsanar con la lectura de la biografía que le dedicó Stefan Zweig. La tienen publicada en el
Acantilado con una primorosa traducción de Carlos
Fortea.
A mediados de los años cincuenta
empezó a funcionar una biblioteca municipal en Santa Fe, capital de la Vega de
Granada. Atraído por la fama de Zweig –Momentos
estelares de la humanidad y otros
libros— dí con la biografía de este Fouché de quien no sabía absolutamente
nada. Lo leí ávidamente. Quedé sobrecogido de lo taimado que era este
caballero, de su portentosa inteligencia y, de paso, intuí –sólo intuí—la
importancia del poder. Nunca he olvidado ese libro y el tal personaje. Y, mira
por dónde: el otro día mi hijo Helios me lo
regala.
Esta biografía es una suculenta
historia de política. La política del ministro del interior durante la
Revolución francesa en sus diversas fases, del imperio de Napoleón y de la
Restauración. No es la historia de un «traidor» sino, como hemos dicho, de la
amoralidad del poder. De ahí su deslumbrante interés. Es, por tanto, lo más
apropiado para que, con estas sofoquinas veraniegas, se lea de pitón a rabo. Se
te pasará el tiempo volando. Ahí es nada ver a este hombre que miró impávido y
trató de tú a tú a Robespierre, Napoleón y sus lebreles. O sea, el caballero
que organizó más traiciones por metro
cuadrado de que tengamos noticias. Así
que estoy seguro que una parte de la felicidad de ustedes durante este verano
será una consecuencia de este, aparentemente desinteresado, consejo. Un
servidor va por la mitad de la relectura del trepidante primer capítulo.
Finalmente, no lo tomen a
petulancia, a mis quince años yo era quien sacaba más libros de la biblioteca
santaferina. Ni siquiera el viejo maestro de escuela don José Viera. Honor a este
maestro, los de mi generación le debemos no tener faltas de ortografía, las
reglas de tres (simple y compuesta), los quebrados y que «los montes Pirineos
nos separan de Francia». Nunca nos hizo cantar el Cara al Sol. Y, sobre todo, nos pedía que leyéramos
libros: «aunque fuera el Almanaque Zaragozano», nos decía.
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