martes, 12 de mayo de 2020

El Ministerio de Trabajo cumple 100 años


Los cien años del Ministerio de Trabajo y la evolución del Estado social en España


José Babiano Mora
Javier Tébar Hurtado,


El pasado viernes 8 de mayo, se firmaba un acuerdo entre sindicatos y patronal en España, auspiciado por la ministra de Trabajo Yolanda Díaz para la prolongación, hasta finales del próximo mes de junio, de los Expedientes de Regulación de Empleo Temporal (ERTE), una medida de extraordinario calado social y político en medio de la pandemia y la crisis sanitaria que vivimos hoy. Este nuevo paso en la recomposición del Diálogo Social se producía el mismo día en que se cumplían 100 años de la creación del Ministerio de Trabajo. Algo que ha pasado desapercibido para la mayoría de los medios de comunicación. En efecto, el Ministerio de Trabajo se puso en marcha el 8 de mayo de 1920 y, desde el punto de vista político, representó un paso fundamental  en la asunción del trabajo como parte del núcleo de las políticas públicas propias del Estado en España.
       
 Los procesos de industrialización que arrancan en torno a 1750, la subsiguiente formación de la clase obrera a lo largo del ochocientos, los conflictos sociales recurrentes y el despliegue de las organizaciones propias de la clase obrera (asociacionismo sindical, mutualismo, cooperativas y partidos políticos) constituyeron un desafío al nuevo orden liberal burgués durante la consolidación del nuevo capitalismo industrial. Las llamadas “clases peligrosas” fueron percibidas por las clases dominantes como un problema al que hacer frente desde el punto de vista político. El llamado “problema social” marcó el último tercio del siglo XIX y propició una revisión sobre el fenómeno de la pobreza por parte del pensamiento económico del liberalismo doctrinal dominante. La idea inicial de responsabilizar a los individuos de su condición material apelando a su condición moral, dio paso a una visión que asumió una necesaria corrección de las condiciones económicas y sociales propias de la pobreza que afectaba al mundo del trabajo a partir de algún tipo de intervención del Estado liberal.
       
El maquinismo industrial, exponiendo a riesgos físicos al ejército de obreros necesarios para su funcionamiento y la transformación jurídica que representó el contrato de trabajo, como alquiler de servicios y como algo negociable y separado de la persona, se reveló, según Alain Supiot, “mortífera para las nuevas clases trabajadoras, hasta el punto de poner en peligro la reproducción de la población obrera de los países industrializados” (Supiot, 2014). Añádase a ello la condición media de la vivienda obrera. De manera que la noción liberal del trabajo como mercancía –digamos con Polany, “mercancía fictícia”, puesto que el trabajo tiene la peculiaridad de que al acabar la jornada se marcha a su casa a descansar- llevó a los poderes públicos a considerar que la pobreza de los asalariados debería remediarla la caridad, pero en ningún caso el Estado. Lo que si debería remediar el Estado era el orden público, manteniendo a raya a las “clases peligrosas”.
       
Sin embargo esta idea de la “cuestión social” se mostró insostenible por la razón apuntada por Supiot. Una pléyade de higienistas y reformadores sociales comenzaron en las décadas finales del XIX a sugerir un giro en el tratamiento de esta cuestión, de modo que, tal como señala el propio Supiot, se “hiciera económica y políticamente sostenible la explotación del trabajo como una mercancía” (Supiot, 2014).
       
Así las cosas, desde los estados se impulsaron diferentes políticas para hacer frente a la “cuestión social”, que no era otra cosa que un eufemismo para referirse al “problema obrero”. En el caso de la Alemania “Guillermina”, el paternalismo definió el impulso dado por el canciller Otto von Bismarck a políticas de previsión y seguros sociales con el fin de cimentar la unidad de Alemania y ante la presión de un potente y organizado movimiento obrero socialista (partido y sindicato). En el caso británico, la relectura del “nuevo liberalismo” incorporó una visión social del funcionamiento del mundo industrial, concebido más como sistema que como resultado de decisiones individuales, tal como planteó entre otros, destacadamente, el economista liberal William Beveridge en la primera década del siglo XX. En el caso de la Tercera República francesa, Léon Bourgeois combatió el pauperismo obrero a través de una versión del liberalismo social, el denominado “solidarismo” y la creación de incipientes estructuras de servicios públicos a través del entramado mutualista.

Por otro lado, la Iglesia católica contribuyó también a esta reorientación hacia el intervencionismo estatal en la “cuestión social” a través de la encíclica Rerum Novarum del Papa León XIII, base de la llamada doctrina social de la iglesia, extendida a través del mundo asociativo católico como una acción social reformadora y enfrentada al movimiento obrero, que ejerció su influencia entre las élites conservadoras remisas a los cambios.
       
Esta panoplia de iniciativas influyó en el conjunto de países europeos, configurando una primera etapa en la institucionalización del mundo del trabajo y de los sistemas de protección social que caracterizaron al Estado-providencia.
       
En el caso de España, los orígenes de las políticas de la llamada “cuestión social” se produjeron en la época de la Restauración (1874-1931). Durante ese periodo la configuración del sistema de turno marcó la vida política del país, con el establecimiento de un bipartidismo que daba la alternancia en el gobierno al Partido Conservador de Cánovas del Castillo y al Partido Liberal de Sagasta.
       
Desde el Instituto Libre de Enseñanza, influenciado por la peculiar filosofía del krausismo alemán, se impulsaron los primeros estudios y en 1881 Gumersindo de Azcárate, uno de sus más destacados miembros, elaboró el “Resumen de un debate sobre la cuestión social”. En 1883 conservadores y liberales crearon la Comisión de Reformas Sociales como organismo encargado del estudio de las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera, con la finalidad de proponer reformas del Estado liberal español sobre este asunto. No obstante, desde las propias filas del conservadurismo se mostró una fuerte resistencia ante este tipo de reformas, contribuyendo de esta forma a retrasar la aprobación de las primeras normas legales (seguros de accidentes de trabajo, regulación y limitación del trabajo de mujeres y niños), que fueron aprobadas en 1900. El trabajo de aquella Comisión daría origen en 1903 a la creación del Instituto Nacional de Previsión Social (INPS) y también del Instituto de Reformas Sociales (IRS). En el IRS se halla el origen de la Inspección de Trabajo, creada en marzo de 1906 con el cometido de velar por el cumplimiento de las normativas laborales (Espuny, 2006).
       
En el cambio de siglo todos los países occidentales adoptaron un nuevo régimen de responsabilidad ante los accidentes laborales. No obstante, la sacudida que representó el inicio de la Primera Guerra Mundial interrumpió esta línea de evolución. Durante la propia guerra y en particular durante la etapa de posguerra se abrió un ciclo huelguístico que afectó al conjunto de países europeos, con ritmo e intensidad dispar pero creciente. En virtud del Tratado de Versalles, firmado el 11 de abril de 1919 se impulsó la creación de la Sociedad de Naciones en junio, así como de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), tomando como base la Asociación Internacional para la Protección Legal de los Trabajadores fundada en Basilea en 1901. La OIT, constituida en Washington entre octubre y noviembre de 1919 se concibió como un organismo tripartito especializado en los asuntos del mundo del trabajo y las relaciones laborales, al objeto de  establecer convenios y recomendaciones de carácter internacional.
       
Por otro lado, la creación en noviembre de 1918 de la República de Weimar representó un punto de inflexión, en la medida en que implicó una  ruptura con el paternalismo bismarckiano. De esta forma se establecían las bases del derecho del trabajo moderno. La relación entre el iuslaboralismo y el sindicalismo tuvo aquí su enlace formal (Romagnoli, 1997). El fracaso de Weimar como signo de una época marcada por el ascenso del fascismo, pero también como matriz de las bases conceptuales de un Estado garante de la democracia social que todavía no vio la luz.
       
En España el final la Primera Guerra Mundial, a pesar de la neutralidad española en la contienda, dio lugar a un trienio de intensa conflictividad laboral (1917-1920) y a un clima de violencia política y enfrentamientos entre patronal y sindicatos durante la etapa del llamado “pistolerismo” que se prolongó hasta 1923. En febrero de 1919 se inició la huelga de la Canadiense (por su nombre Barcelona Traction, Light and Power Company), dirigida por la CNT y que dio lugar a una huelga general de 40 días. El 3 de abril, en plena huelga, el gobierno del conde de Romanones aprobó el Real Decreto que limitaba la jornada laboral a ocho horas la jornada máxima de trabajo.

Esta normativa laboral marcó un hito, aunque su aplicación no fue efectiva ni inmediata. Así mismo, como hemos dicho anteriormente, un paso más en la regulación de las relaciones de trabajo fue la creación del Ministerio de Trabajo el 8 de mayo de 1920. No obstante, durante estos años se produjo el languidecimiento en la actividad del Instituto de Reformas Sociales que, después del golpe de estado de Primo de Rivera en septiembre de 1923 y del proyecto de estado corporativo impulsado por el dictador, liquidaron el IRS en 1925 y sellaron el final de esta primera etapa de política pública sobre la cuestión social.
       
La Segunda República significó un salto cualitativo de la legislación social y laboral. Hasta tal punto que suele admitirse que es a partir de la obra legislativa republicana cuando puede hablarse de Derecho del Trabajo en España, debido a la cantidad y calidad de dicha obra. Esta legislación tuvo lugar durante el llamado primer bienio, entre 1931 y 1933, siendo ministro de trabajo el dirigente sindical Francisco Largo Caballero. De todas maneras la legislación laboral del primer bienio se encontró con una fortísima resistencia patronal organizada. También recibió la crítica de la CNT debido a que la central anarcosindicalista creía que la legislación del primer bienio adolecía de un sesgo favorable al sindicato socialista.
       
Después de la Segunda Guerra Mundial, surgió el Estado garante de la democracia social. Pergeñado durante la República de Weimar (Baylos, 2014), quedó recogido en la constitución alemana de 1949, en la que se
define como un estado social y democrático de derecho. Pero si las raíces doctrinales del Derecho del Trabajo se sitúan en Alemania, la creación de un sistema universal de Seguridad Social y un Servicio Nacional de Salud como segundo pilar del Estado social moderno, fue concebido en el Reino Unido. A su vez, la construcción jurídica e institucional de una teoría de los servicios públicos corresponderían a la tradición de la Francia republicana,  donde se concreta la tercera pata del Estado social. Su pleno desarrollo tuvo lugar a partir de 1945, con la llamada Declaración de Filadelfia de 1944, cuando el 10 de mayo se proclamó la primera Declaración Internacional con vocación de universalidad, complementándose al mismo tiempo los acuerdos de los que había nacido la OIT en la primavera de 1919 (Supiot, 2011).
       
Mientras se construía el Estado social identificado con el Estado del Bienestar de posguerra en buena parte de las sociedades europeas, en España la dictadura franquista retomó aspectos del corporativismo de
tipo social primorriverista, incorporando elementos del modelo propio de sus aliados nazi-fascistas. Con el primer Gobierno franquista, constituido el 30 de enero de 1938, el Ministerio de Trabajo pasó a denominarse Ministerio de Organización y Acción Sindical, bajo los preceptos del recién aprobado Fuero del Trabajo, inspirado en la Carta del Lavoro mussoliniana. El trabajo pasó a concebirse de modo coercitivo, eliminando las libertades y derechos colectivos; es decir, los derechos de libre sindicación, negociación colectiva y huelga. Y ello muy a pesar de que la huelga llegó a estar reconocida normativamente, pero su ejercicio resultó imposible debido a las trabas administrativas interpuestas.
       
En la esfera de las relaciones laborales el Estado franquista fue siempre enormemente intervencionista, actuando con una lógica disciplinaria. Para ello se dotó de un aparato especializado y de una legislación igualmente especial. En 1938 ya había instituido un tribunal especializado, la Magistratura de Trabajo, que sustituyó a los Jurados Mixtos republicanos y que estuvo destinada tanto a aliviar las tensiones laborales por la vía individual, como a proporcionar un mecanismo disciplinario a las empresas. Acabada la guerra -y aún antes, en los territorios ocupados-, el Gobierno se erigió en la única autoridad a la hora de regular las relaciones laborales y de dictar las condiciones de trabajo, mediante las Reglamentaciones de Trabajo de índole sectorial, así como los salarios. Con el segundo gobierno formado por Franco en agosto de 1939, de nuevo el Ministerio pasó a denominarse de Agricultura y Trabajo, y finalmente recuperó su nombre inicial con el cambio de gobierno de mayo de 1941, con el nombramiento del falangista José Antonio Girón de Velasco como su titular. Además, la dictadura había puesto en marcha otra institución laboral. Así, a partir de 1940 creó la Organización Sindical Española (OSE), un organismo subordinado al Gobierno en el que de manera obligatoria quedaron afiliados tanto los trabajadores como los empresarios y cuyo propósito no era otro que el control de la mano de obra. En la cúspide de ese aparato especializado se situó siempre el Ministerio de Trabajo, de donde no sólo dimanaba la normativa sobre condiciones de trabajo y salarios, sino que a partir de 1958, tras la Ley de
Convenios Colectivos Sindicales, controlaba y tutelaba una negociación colectiva sui generis en el seno de la OSE  (Babiano, 1998). El régimen franquista no concibió los convenios como resultado de una transacción entre las partes, cuya existencia no reconocía, sino más bien como un acto administrativo que generaba normas (Baylos, 2017). Además, el Gobierno siempre se reservó la posibilidad de intervenir en esta peculiar negociación colectiva, mediante decretos de congelación salarial o de supresión de los convenios, además de dictar Normas de Obligado Cumplimiento para el caso de que las partes no llegasen a un acuerdo.

Fue a partir de la transición de la dictadura a la democracia en España cuando se produjeron cambios que establecieron una cesura en el modelo de relaciones laborales. El Real-Decreto Ley 17/1977, de 4 de marzo, de Relaciones de Trabajo, así como la Ley 19/1977, de 1 de abril, sobre la regulación del Derecho de Asociación Sindical (Pérez Amorós, 2009), regularon los derechos de huelga y sindicación, si bien con claras limitaciones por lo que se refiere a los empleados públicos.  Asimismo, se produjo en mayo la ratificación por parte del Gobierno de España de los convenios 98 y 87 de la OIT (libertad sindical, derecho de sindicación y negociación colectiva). Sin embargo, la extinción de la afiliación sindical obligatoria se decretaría con posterioridad, el 2 de junio, y fue todavía más tarde, con un Real Decreto de 6 de diciembre, cuando se declaró la extinción de las estructuras del Sindicato Vertical (Beneyto, 2000: 44).
       
Tras las elecciones generales del 15 de junio de 1977, la Constitución de 1978 en su artículo 1 dejó definida España como un “Estado democrático y social de Derecho”. De igual modo y también en el Titulo Preliminar, quedó  “constitucionalizado” el sindicato en el articulo 7 y al mismo nivel que los partidos políticos (articulo 6) como piezas fundamentales del orden constitucional. Igualmente, los derechos de sindicación, huelga (artículo 28) y negociación colectiva (artículo 37), fueron recogidos en el Título I dedicado a los Derechos Fundamentales. De manera que el sindicato adquiere la forma del centauro, tomando prestada la metáfora formulada por el jurista Romagnoli: por un lado, la “representatividad” de orden general para negociar desde convenios colectivos a determinados acuerdos sobre cuestiones sociales y, por otro lado, su combinación con la “representación” que le da su arraigo entre el conjunto asalariado (Romagnoli, 2015).
       
De todas maneras, la codificación de los derechos individuales y colectivos del trabajo, así como el asentamiento de los sindicatos en el ordenamiento jurídico democrático resultaron más tardíos que en el caso de los derechos civiles y políticos, por cuanto los primeros tardaron en normativizarse (Pérez Rey, 2016; Babiano & Tébar, 2016). Y no sólo eso, sino que, aunque aprobada la Constitución, hasta la promulgación del Estatuto de los Trabajadores en marzo de 1980, el Gobierno intervino en la negociación colectiva, razón por la cual fue denunciado ante la OIT.  Luego, la Ley de Libertad Sindical se aprobó en 1985 y al año siguiente la Ley de Cesión del Patrimonio Sindical Acumulado. En 1991 se promulgó la Ley de Creación del Consejo Económico y Social, un órgano consultivo de participación de los agentes sociales, previsto en el texto constitucional.
       

En 2011 el Gobierno de Mariano Rajoy eliminó el Ministerio de Trabajo, ascendiendo a esa categoría lo que era antes una Dirección General. De ese modo el nuevo departamento pasó a denominarse Ministerio de Empleo. Fue una manera de degradar institucionalmente el trabajo, como objeto de regulación y tutela, en consonancia con el orden neoliberal. Significó asimismo eliminar la dimensión colectiva que el sustantivo “trabajo” confiere a las relaciones laborales. Esta deriva gubernamental fue corregida en el Gobierno surgido de la moción de censura de 2018.



No hay comentarios: