Séame
permitida la licencia: «los hijos del revolcón devoran a sus propios padres».
Al mismísimo Gabriel Rufián los hijos del revolcón le han
expulsado de una manifestación (pacífica, faltaría más) bajo un torrencial chillerío:
«traidor y botifler». Ahora ha dejado de ser de los nuestros y pasa a ser un
charnego de diseño. Ahora le llaman Rufián i Lleida. El independentismo
movimientista ha dado de baja de sus filas a don Gabriel. Pero la ley del
equilibrio térmico ha restablecido las cosas: Matteo Salvini, ayer mismo, fue aplaudido a
distancia por el independentismo. Con lo que la mancha de la mora con otra
verde se quita.
Gabriel
Rufián, al que hemos puesto pingando en repetidas ocasiones, está en un momento
de reincidente lucidez sobrevenida. Está
repitiendo ad nauseam que «nada
justifica el uso de la violencia: ni la unidad de España, ni la
autodeterminación de Cataluña». ¡Sea anatema!, han gritado los archimandritas
del independentismo, guardianes de las herrumbres de la ortodoxia.
La
voz de Rufián es valiente. Especialmente porque no está claro que represente
íntegramente a ERC que
acostumbra a seguir las enseñanzas del apóstol Mateo: que tu mano derecha no
sepa lo hace la izquierda. ERC es la expresión contemporánea de la tradicional
postura de la «puta i la Ramoneta».
Voz
valiente, si tenemos en cuenta que
Rufián no tiene en su partido mando en plaza. Un partido que sigue siendo un
conjunto de retales en torno a un equipo dirigente tan diverso y deslavazado como
sus propias bases.
De
momento Rufián ha sido sentenciado por el independentismo (sector Intemerata),
bajo el lema «El que cambia no debe seguir vivo». Que han copiado de aquel
personaje, Megera, que aparece en la escena de La Sala espaciosa, del Fausto, de Goethe. Que un servidor ha
podido disfrutar gracias a la versión castellana de José
María Valverde.
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