«Una persona estúpida es una persona que causa
daño a otra o a un grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho
para sí, o incluso obteniendo un perjuicio». Esta es una celebrada frase de Carlo M. Cipolla. En ese sentido, los pitos a Piqué –al menos los del partido
de fútbol de ayer entre las selecciones española e italiana-- fueron una solemne estupidez. En efecto,
pueden ampararse en el socorrido manto de la libertad de expresión que, a su
vez, puede ser en ciertas ocasiones igualmente estúpida. En ciertas ocasiones,
he dicho.
Gerard Piqué, un excelente futbolista, es por lo general, un tío echao p´ alante. No es el único que hay
en esa cofradía tan pendenciera como la del fútbol. Con una diferencia en su
caso: concita el odio de diversas cavernas y la agria animadversión de las
diversas sectas de la única religión verdadera, el fútbol, según dijo en su momento
el malogrado Manuel Vázquez
Montalbán. Y se pita a Piqué porque hay un
determinado interés en mantener el enfrentamiento entre la España de Lagartijo
y la España de Frascuelo, tal como dejó dicho don Antonio Machado.
El fútbol, como las religiones canónicas, no se
cree, se siente. Posiblemente ese sentimiento se ha convertido en excluyente
desde hace tiempo. Un sentimiento que tiene una doble característica, a saber:
la exaltación del ídolo (más bien un Dios) y la denigración de su
oponente.
A decir verdad, no me interesa Piqué. Pero sí
me importan las patologías sociales, especialmente las de carácter estúpido.
Vamos a ver, amigo futbolero y ardiente partidario de la Roja, ¿no te parece chocante abuchear a uno que está defendiendo
la camiseta? ¿Por qué provocas la desestabilización emocional de un equipo con
tus pitos que, en ese caso, son libertad de expresión estúpida, en el sentido
que Cipolla le da a esa expresión? No obstante, sabemos que, estúpida o no, la
libertad de expresión está por encima de muchas cosas. Especialmente cuando
están en juego las cosas sagradas.
Permítaseme un desahogo personal. Cuando el
mundial de fútbol de Méjico un servidor se encontraba en la cárcel de Soria. La
madre de la comuna era un viejo
comunista, el camarada Rufino, con cerca de veinte años de prisión.
Estábamos viendo el partido entre Italia y la URSS. Cuando un italiano le daba
un empujón a un soviético nuestro Rufino exigía enérgicamente la expulsión del
agresor; en cambio si un soviético hacía algo peor, Rufino exclamaba
maravillado: «¡Qué virilidad!». Ninguno de nosotros le llevó la contraria a
Rufino. La Unión Soviética, al menos en el fútbol, era sagrada. De esta
anécdota pueden dar fe Angel Abad, maestro de sindicalistas, José Manuel Fariñas, ahora catedrático de Economía de la Universidad de Oviedo y
el resto de la cuadrilla.
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