La conmemoración del
primer aniversario de los terribles atentados que tuvieron lugar en Cataluña el
año pasado me ha dejado una sensación desagradable. Me refiero concretamente al
acto de ayer en Barcelona. Es una sensación muy personal, desde luego. Mi impresión
es que no se estuvo a la altura. También tengo la sensación de que lo que ronda
en el aire es un menos mal que la cosa no fue peor. Algo así como que el
conflicto catalán no se expresó con la virulencia que lo hizo el año pasado.
Algo así como que se salvaron los muebles. Cierto, no hubo incidentes de alta
intensidad, lo que puede ser un consuelo. En todo caso (sigo moviéndome en el
terreno emocional) estimo que las víctimas del atentado no estuvieron
suficientemente acompañadas. El toda Barcelona no estuvo presente. En todo caso,
entiendo que la ausencia de un gran acompañamiento de masas no es una cuestión
de indiferencia, sino de algo que necesita reflexión, de algo que denota una
cierta enfermedad. Dispensen, no puedo concretar más. De algo que tardaremos
quizás mucho tiempo en darnos cuenta. Es, dicho descarnadamente, que Barcelona
–y sobre todo Cataluña-- no es una
«ciudad de paz».
Leo la crónica de Paco Rodríguez de Lecea. Que confirma mis
impresiones. Cataluña está enferma, camino de la decadencia. No se ha estado a
la altura de la gravedad del problema del terrorismo, sólo nos hemos conformado
en que la cosa no pasara a mayores. Pobre e insignificante consuelo. Dice Paco
Rodríguez:
«Si hemos de ser
sinceros, esperábamos más incidentes. La tregua ha funcionado bien, en líneas
generales, como sucedía en los años olímpicos de la Grecia antigua. Los
partidarios de las dos Barcelonas opuestas han hecho acto de presencia, han
enseñado los dientes e intercambiado gestos de amenaza. Por lo demás, han
competido para ver quién lanzaba la jabalina más lejos, a sabiendas de que
pasado mañana las jabalinas metafóricas buscarán el cuerpo del contrario, para
hacer sangre también metafórica».
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