Primer tranco
Dos casos parecen emblemáticos en
la complicada relación entre el centro y la periferia de los partidos
políticos, como se ha puesto de manifiesto más recientemente con el caso de los
pactos electorales. De un lado, los socialistas valencianos han trabajado
conjuntamente con Compromís y Podemos con la idea de enhebrar un acuerdo que se
tradujera en una lista única para el Senado; desde la dirección federal del
PSOE se puso el grito en el cielo, y tajantemente dijeron que ni hablar del
peluquín. De otro lado, el acuerdo entre Podemos e Izquierda Unida –que
comportaría la inclusión en la lista de Almería del ex general-jefe del Estado
Mayor don Julio Rodríguez
como cabeza de cartel-- ha sido
contestado furiosamente por la organización provincial del partido de Alberto
Garzón.
En efecto, no podemos sacar las
cosas de madre ya que son dos casos aislados que no conviene sobredimensionar.
Sin embargo, partiendo de ello, parece necesario insinuar algunas
consideraciones de lo que, amablemente, podríamos titular como una parte de la
convivencia en el interior de los partidos y coaliciones.
¿Hasta qué punto hay un exceso
de poder en los grupos dirigentes centrales? ¿Hay un determinado grado de
cantonalización en las organizaciones territoriales que se confronta con ese
hipotético poder central? Si no existe ni lo uno ni lo otro, ponemos punto
final y a otra cosa, mariposa. Ahora bien, si tales interrogantes tienen algún
fundamento, necesitamos proseguir en estas cuestiones.
Segundo tranco
Partimos de las siguientes
premisas: los estados mayores centrales tienden siempre a extralimitarse en sus
funciones, siguiendo aquella (antigua) máxima romana de «quien puede lo más,
puede lo menos»; las periferias, por su parte, no sólo se resisten a la
extralimitación de lo que les viene encima, sino incluso, en no pocas
ocasiones, se confrontan contra el ejercicio amparado estatutariamente y, por
tanto, legítimo de sus órganos superiores; así como cada centro tiene su
periferia, toda periferia es centro de otras periferias, repitiéndose en estos
casos las mismas o parecidas tensiones. Se trata de unas tensiones más
frecuentes que nunca y tienen que ver, en gran medida, con la pérdida de calcio
del partido, cualquiera que sea, y su tendencia, cada vez más acelerada, a ser
cuerpos líquidos, en el sentido que Zygmunt Bauman
le da a lo ´líquido´. O sea, en la medida que el sujeto, político o social que
sea, va perdiendo su carácter mineral, las tendencias a la extralimitación de
sus estructuras superiores hacia abajo (sístole) provocan la reacción contraria
hacia arriba (diástole). Me atrevo a proponer esta hipótesis: este comportamiento ya no tiene vuelta atrás,
y es ya de poco sentido llamarle conflicto. Una aproximación a resolver estas
situaciones, que hasta la presente solían llamarse conflictos, está en nuevas
reglas de participación normada, obligatorias y obligantes.
Nuevas normas que,
especialmente, delimiten las atribuciones y poderes de cada estructura, sea
central o periférica, donde ya no vale la vieja ley de los romanos («quien
puede lo más, puede lo menos»), que es una fuente de, ahora sí, conflictos. Lo
que, a su vez, exigiría su correspondiente manera de cómo elaborar esas reglas.
Y, entre ellas, el establecimiento de quórums razonables para que una consulta
sea considerada válida. Nota bene:
los quórums deben fijar porcentajes de participación, según la importancia de
los temas a decidir, y los quórums para validar los resultados de esa
participación. Por ejemplo, no es admisible, en buena lid, que la abstención
–máxime cuando se llama a la militancia a pronunciarse-- sea superior al cincuenta o sesenta por
ciento y dicha consulta sea considerada
válida. Una consulta que está viciada por un alto nivel de abstención, que
supera en mucho la mitad del censo, es auto invalida en sí misma.
Tercer tranco
Ya se ha dicho la antipatía que
nos produce esa práctica política del «quien puede lo más, puede lo menos».
Mientras se mantenga, explícita o implícitamente, los partidos políticos serán
un problema para sí mismos. Y, por extensión, para la vida política general. Porque
se acaba configurando un sistema cesarista o bonapartista que socaba los
cimientos del edificio democrático.
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