Un total de 160 proyectos de
obra pública están bloqueados en Cataluña. La más llamativa es la ampliación
del Hospital Clínic de Barcelona, el resto
se corresponde con residencias para ancianos, escuelas, institutos,
ambulatorios, centros de investigación, parques de bomberos… No es, por tanto, peccata minuta. La culpa de tan
descomunal bloqueo está en la pueblerina cabezonería de la política independentista que se empecina en no formar gobierno. La dependencia del cesarismo de campanario
de Puigdemont por
parte del bloque secesionista está llevando a Cataluña no ya al pantano sino a
la ciénaga.
Puigdemont cambia cada dos por
tres de parecer. Un día afirma que da un paso al lado y pide –mejor dicho,
ordena-- que se proceda a la investidura
de Jordí Sànchez, otro día exige que sea a Turull, más tarde clama porque se
forme urgentemente un gobierno, y –ayer mismo--
vuelve a plantearse como el
candidato. Hay quien afirma que es una táctica guerrillera, otros opinan
que está dando largas para dar tiempo a la elaboración de una nueva Ley para su
investidura telemática mediante el procedimiento de urgencia en «lectura
única», o sea: aquí te pillo y aquí te mato. ¿Astucia? Eso dirán sus parciales,
instalados en la servidumbre voluntaria. Mi explicación provisional se basa en
la gramática parda del viejo dicho: «Dios le da nueces a quien no puede
roerlas». Digamos que, cuando un país está en precario de filósofos, no tiene
más remedio que acudir al potente manantial del refranero.
Puigdemont no está en
condiciones de roer estas nueces. Demasiado fuertes para su dentadura. Cabe,
pues, la hipótesis de que el caballero no sepa qué hacer consigo mismo, ni con
Cataluña. Sus socios orbitan a su alrededor siempre a la espera de la consigna
y del verticalismo de sus decisiones. Afirman no querer nuevas elecciones pero
actúan, velis nolis, camino de ellas. Mientras tanto siguen
pudriéndose los problemas. El independentismo político, tras el fracaso del procés, sólo tiene una agenda: ir a
salto de mata. Siempre a la espera de que, de manera imprudente, su
pariente (el nacionalismo de secano,
pasado el Ebro) le eche una mano para relegitimarse el uno y el otro. Porque
los hunos de aquí se retroalimentan de los hotros de allá.
Dios le da nueces a quien no
puede roerlas. Ni siquiera Esquerra Republicana de Catalunya,
a la que se le atribuye más temple, que al resto de los socios de Puigdemont,
está en condiciones de encender el quinqué. Su presidente en prisión no parece
dirigir la organización. De hecho, se
diría que los reiterados mensajes de Junqueras claman en el desierto. El único que le sigue, Joan Tardà, pasea su
soledad mientras recibe una sonora somanta de palos dentro y fuera de las redes
sociales. Jonqueras y Tardà han tomado buena nota de que el Estado no se rige a
base de padrenuestros. Y es posible que ambos sospechen que el fracaso del
problema catalán será compartido por los hunos y los otros.
Mantener en prisión a los
líderes independentistas es darle argumentos a quienes participan
entusiásticamente del viejo lema de «cuanto peor, mejor». Favoreciendo de esa
manera que el último apague la luz.
De momento –lo repito porque me
parece de delirium trémens—160 proyectos de infraestructuras cualitativas
duermen la siesta.
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