Cuando se rescató de los viejos baúles
la palabra «populismo» en menos de veinticuatro horas estaba ya circulando por
todos los hemisferios. Se ha estado utilizando igual para un barrido que para
un fregado, y se ha convertido en un ariete de todos contra todos. Tanto uso y
abuso han convertido esta expresión, populismo, en un concepto vacío, en una
muletilla para practicar un toreo de salón, carente de significado. En resumidas
cuentas, es el latiguillo que, cuando no se sabe qué decir, se usa a granel.
Así las cosas, tal vez podríamos referirnos a ella como una «palabra enferma»,
según dejó sentado el viejo Alberto Moravia.
No es la única: alguien se ha
sacado de la manga la voz «turismofobia», que ya empieza a hacer estragos a
diestro y siniestro. Esta palabra también se ha convertido en una pomada
multiusos, que tiene la peculiaridad de ahorrar la reflexión sobre
acontecimientos que, con cierta intensidad, recorren algunos puntos neurálgicos
de la geografía. Aquí se mezcla por igual la actitud de los vecinos de la Barceloneta, las reacciones de los vecinos de Magaluf y otros lugares.
Se ha dicho que los vecinos de
la Barcelona forman parte de la cofradía turismofóbica. Falso. El vecindario
sufre las consecuencias de unas políticas que todavía no han abordado la
complejidad del problema. Por otra parte, Magaluf es la consecuencia de un
modelo caótico de turismo de bronca en el que las autoridades –especialmente autonómicas
de ayer y hoy— no parecen capacitadas por darle una salida.
En resumidas cuentas, usando
palabras enfermas no se remedia el problema. De ahí que la palabra turismofobia
sea una pijada con vistas al Mediterráneo.
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