lunes, 21 de agosto de 2017

Jerry Lewis y el mito de la política de campanario

Cuando yo era niño chico decíamos en Santa Fe, capital de la Vega de Granada, que la sala de cine del pueblo era la más grande del mundo. Tenía un nombre pomposo, Coliseo Fernando e Isabel, aunque nosotros le llamábamos el Cine de Benítez. Desde ninguna parte se nos llamó la atención ni se nos pidió una rectificación por considerar que era el cine más grande del mundo. Aquel mito se construyó con los cánones más acrisolados: alguien lo dice en la taberna,  el rumor se esparce por todos los rincones, el particular se convierte en universal y, finalmente, se cree a pies juntillas. Cuando los soldados volvían de hacer la mili lo corroboraban. Como corresponde a todas las verdades de campanario,

El cine de Benítez tenía dos funciones diarias. Y por allí pasaron todas las grandes glorias de la cinematografía. Los más celebrados eran los protagonistas de las películas «de misterio» y las cómicas. El actor cómico preferido era Luis Sandrini, un argentino que tenía un rostro caricaturesco y una fonética porteña. No nos enterábamos de nada de lo que decía, pero nos tronchábamos de risa. La fe hace esos milagros en todos los campanarios del Universo.

Hasta que un día apareció un tal Jerri Luís. Descacharrante y, además, se le entendía todo. En mala hora. Porque se produjo en Santa Fe una profunda división: los partidarios de Sandrini afirmaban que eran la mayoría; los de Jerri Luís decíamos lo contrario. Los mostradores de las tabernas respondían a esa controversia; las pandillas de los niños se formaban en torno a una u otra bandería. Mientras tanto, Benítez –un zorro del negocio cinematográfico--  hacía su agosto. Nos había pillado el número.


Sólo el tiempo solucionó el problema. Fue cuando se dieron dos circunstancias: no llegaron más películas de Luis Sandrini y cuando aprendimos a decir Yerry Legüis en vez de Jerri Luís. Sus partidarios fuimos ecuánimes: reconocimos la figura de Sandrini, pero pusimos en los cuernos de la Luna al gran Jerry Lewis. Pero, eso sí, mantuvimos el mito de que el cine Coliseo Fernando e Isabel era la sala más grande del mundo. Porque, en el fondo, ¿qué es un campanario sin su mito?  Sencillamente, pollas en vinagre.


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