Nota editorial. Esta es la continuación del ensayo que publicábamos
ayer: SINDICATO Y POLÍTICA (Primera parte)*
Por Riccardo Terzi
En el concepto de eficacia se entrelazan
diversos temas, diferentes pistas de investigación que se deben explorar. Como
es evidente, ante todo está el análisis de las relaciones de fuerza. Aquí nos
encontramos en el interior de una gran tradición política, construída en torno
a la cuestión de la hegemonía y las alianzas, de la capacidad de afirmar la propia posición «de parte» en tanto
que expresión de un interés general.
En este trabajo de desplazamiento de las relaciones de fuerza
consideramos como un elemento central y decisivo el que se refiere a la esfera
de las ideas, a la interpretación y representación del mundo, porque sólo se
puede vencer si se dispone de una sólida base ideológica, de un punto de vista
superior, capaz de integrar y absorver las múltiples parcialidades de los
intereses y las culturas. Este aspecto
no es en absoluto extraño a la acción sindical, porque esta depende del
contexto ideológico dominante, y toda su historia en estos últimos treinta años
se ha caracterizado por la ofensiva victoriosa del pensamiento neoliberal y por
la idea de que la igualdad quiere decir estancamiento y la desigualdad
significa desarrollo. Si la sociedad no
existe, y sólo existen los individuos, el sindicato sólo puede ser el residuo
de una época que ya ha pasado.
Con este objetivo de despiece definitivo
de las organizaciones sindicales trabajan no sólo las culturas de derechas,
sino también –con una subterránea convergencia-- todas las posiciones de izquierdas que
substituyen la centralidad del trabajo por los derechos individuales de la
persona, que ven la libertad como el espacio que se abre más allá de lo social
en el campo de las necesidades inmateriales y de la pura subjetividad. Cuando se impugna el sindicato desde sus
mismos fundamentos, éste debe ser capaz de resistir el desafío y combatir en el
terreno cultural para hacer nuevamente visible la conexión entre trabajo y
derechos, entre socialidad y persona.
En segundo lugar, la eficacia es la
capacidad de generar apoyos y movilización. Los objetivos de una estrategia de
transformación no tienen valor en sí mismo, sino solamente cuando, en torno a
ellos, se organiza un movimiento real. Entonces es cuando está estrechamente
conectada a la democratización porque solamente la participación real de las
personas puede concretar un determinado objetivo, vinculando teoría y práctica,
pensamiento y la acción. Si se taponan
los canales de la democracia todo el proyecto político está privado de
su fuerza expansiva. Así pues, la burocratización no sólo tiene un efecto
retardatario; tiene como consecuencia directa la incapacidad estructural de
conseguir resultados significativos.
Como ya hemos observado, el medio se
come el fin. Ello puede evitarse solamente si se pone en marcha un impulso participativo muy fuerte, evitando
que todo el proceso se cierre en la autoconservación de cualquier oligarquía
dominante. La revitalización y la
transparencia del proceso democrático son hoy más necesarias, porque ya no
funcionan los mecanismos de pertenencia, de identificación ideológica y de
confianza en la organización. De manera que el que representa debe reconquistar
diariamente su derecho a representar, sometiendo a la verificación democrática
todas sus opciones; y debe tener siempre abierta la relación entre el arriba y el abajo con un movimiento circular que impida la cristalización de
posiciones de poder. La representación no es más que esta circularidad de la
relación, y entra en crisis necesariamente si la relación se substituye por el
mando, por la decisión de arriba.
Sin embargo, hay que afrontar un punto
más neurálgico y más decisivo: el que depende de la idea misma de eficacia. Hay un libro importante de François Jullien, Tratado de la eficacia (Editorial,
Siruela, 1999) donde se comparan la cultura griega y la china, Occidente y
Oriente. Allí se ponen en evidencia dos concepciones diversas de la estrategia
política. Basta recordar la famosa y
paradójica fórmula de Sun Tsu en el Arte
de la guerra, donde el gran estratega es quien vence sin combatir. Lo que
quiere decir explotar todo el potencial de una determinada situación,
orientándolo hacia una dirección favorable de modo que se pueda vencer, no mediante
una prueba de fuerza sino con una inteligencia superior en el curso de las
cosas. Es el “no intervenir” del
pensamiento taoísta, donde la acción eficaz que se confía al proceso natural, a
su evolución, sin forzarlo, sin interrupción violenta de una voluntad que actúa
desde el exterior. Se trata de «jugar astutamente con la situación», trabajando
sobre el potencial, sobre el equilibrio inestable de las fuerzas que están
presentes y explotando todos los recursos posibles que la misma situación pone
a disposición. Es exactamente lo contrario
de toda la tradición política que pone
en el centro la decisión, el acto de fuerza, la ruptura revolucionaria; es la
negación del paradigma leninista de la «primacía de la política», en la que
muchos de nosotros nos hemos formado, y en la que a pesar de todo estamos
atrapados.
¿Este tipo de planteamiento tiene algo
que decirnos a nosotros, hombres de Occidente, con nuestra crisis de identidad?
Por un lado, nos encontramos en presencia de una teoría del oportunismo, de la
adaptación al curso de las cosas, explotando pasivamente todas las ocasiones
que se nos puedan presentar. Seguramente esta es una trayectoria presente en la
cultura china, en su idea de sabiduría, en su modo de actuar; sin entrar nunca
en un choque directo, incluso porque en esta milenaria tradición no hay espacio
para la democracia, para el conflicto visible y reconocido sino solamente para
una táctica de asedio y condicionamiento. Es lo que sucede en el actual
fenómeno extraordinario de una China, simultáneamente comunista y capitalista,
que se desarrolla a través de una línea ambigua, de compromiso, de sucesivos y
retorcidos ajustes sin que haya posibilidad de proyectos alternativos. No cuenta el conflicto de ideas, sino
solamente el resultado. Ya lo decía Deng: «no importa el color del gato, sino
que sepa cazar ratones». Y en esta caza de ratones, el resultado es que China
está ganando su desafío.
Sin embargo, en esta teoría de la
eficacia –tan alejada de nuestro modo de pensar— hay un núcleo de verdad que me
parece importante, y que nos puede ayudar a desenmarañar los difícles nudos de
nuestra actual condición. En esta fase de intenso y vertiginoso cambio ¿de qué
manera podemos hacer valer nuestras razones, nuestros valores de fondo, con una
acción de resistencia, con un choque frontal o poniendo en juego, desde el
interior del proceso, buscando intervenir
con todas las potencialidades que nos puede ofrecer la situación
concreta? En todos estos años, el
sindicato ha sido esencialmente una fuerza de resistencia y de testimonio, conduciendo
una desesperada batalla defensiva. Esto vale, sobre todo, para la CGIL , mientras que otros
sectores sindicales han decidido simplemente no resistir y adaptarse a las
nuevas relaciones de poder, recluyéndose en su estrecho espacio corporativo. ¿Es
posible salir de esta situación de resistencia y actuar dentro de los procesos
reales, no para sufrirlos sino para orientarlos? ¿Es posible un juego de astucia con la
situación? Este tipo de discusión y de investigación el que debería organizarse
de cara al próximo congreso de la
CGIL.
Parece que se ha evitado el riesgo de un
congreso lacerante, de ruptura y contraposición. Sin embargo, también está el
riesgo opuesto: el de una navegación demasiado tranquila con una línea de
continuidad, sin rasgaduras ni innovaciones, sin ajustar verdaderamente las
cuentas hasta el fondo con la caída de la eficacia que es el signo inquietante
de nuestra historia reciente y de nuestra actual condición. Sin una visible diferencia en el rumbo, parece
difícil evitar la hipótesis de un declive de la acción sincal, de su progresiva
marginalidad. Por ello, debemos poner en el centro de nuestra reflexión lo que
está en el corazón de la actual fase de transformación: el trabajo, la empresa,
el modo en que se está reorganizando toda la relación entre capital y trabajo.
O el sindicato tiene algo que decir y
hacer al respecto dentro de la materialidad de este proceso o se adapta a ser
solamente una «estructura de servicios», que interviene en las diversas
emergencias sociales, habiendo renunciado a intervenir, con su propio proyecto,
en los lugares estratégicos de la producción. Ahí es donde se mide la eficacia:
estando dentro de los procesos reales y en el interior de sus contradicciones.
Podemos, así, poner al día la famosa tesis de Marx, diciendo que no basta
querer cambiar el mundo, sino ante todo conocerlo en su dinámica y dominar las
técnicas que lo regulan.
No se puede ser una fuerza de cambio si
no se dispone de todo el aparato del conocimiento necesario. He aquí un dato paradójico:
cada vez más la empresa tiene necesidad de la contribución activa y de la
responsabilidad creadora de los trabajadores, porque es lo que exigen el nuevo
nivel de las tecnologías y los más avanzados sistemas de organización del
trabajo y, al mismo tiempo, se está organizando en el sistema de las empresas
–a partir de la FIAT-- un modelo totalmente autoritario que somete
el trabajo a una posición de total subalternidad, con un ataque sistemático a
todo el conjunto de derechos individuales y colectivos.
¿Es posible trabajaar sobre esta
contradicción y volver a proponer un proyecto de democracia industrial, de
participación de los trabajadores en las decisiones? ¿Es posible orientar la
misma potencia tecnológica en una dirección diferente, como ocasión de
liberación del trabajo, en vez de su servidumbre? Para hacerlo, debemos
orientar el baricentro de la iniciativa sindical al centro de trabajo, en la
empresa, allí donde se pueden pensar y experimentar nuevos modelos de
organización y gestión, evitando los riesgos de enclaustranos en la empresa (aziendalismo), con la convicción de que
el sindicato debe estar en la frontera, allí donde suceden los procesos y no en
en cuarto trasero.
Podemos hacer el mismo discurso para el
territorio, para las dinámicas de desarrollo local, para las posibles formas de
concertación, buscando aprehender, también en ese terreno, todas las
oportunidades y espacios que se pueden abrir en una iniciativa sostenida del
sindicato con un planteamiento innovador y experimental.
El sindicato puede constituirse como una
fundamental custodia democrática del territorio, interviniendo en las políticas
de desarrollo, en la regulación del mercado de trabajo, en las formas de
subsidiaridad social, en los trayectos formativos, en todo el tejido conectivo
en el que se organiza el sistema territorial. Empresa y territorio, pues, debe
ser vistos en su conexión como dos lados del mismo proceso junto a los derechos
del trabajo y los de ciudadanía.
Hay que afrontar una última cuestión, que es la premisa indispensable para que todo este trabajo de innovación y experimentación sea posible. Se trata de la estructura organizativa del sindicato. Si continúa siendo centralizada, vertical, jerárquica; si el baricentro está en el vértice, y no en la base, no será posible ninguna corrección significativa, y seguiremos prisioneros de un mecanismo burocrático, que gira alrededor de sí mismo.
Es necesario una nueva generación de
cuadros sindicales que sepan ser «experimentadores sociales», inmersos en la
materialidad del trabajo que cambia y de la sociedad que se reorganiza, con un
nivel de gran autonomía; unos jóvenes que no sean valorados por el criterio de
la fidelidad y observancia de las normas, sino por su creatividad y capacidad
de producir resultados, haciendo de la eficacia el nudo estratégico sobre el
que reorganizar toda la acción sindical.
Yo creo que las perspectivas de unidad
entre las organizaciones sindicales están en esta posibilidad de una nueva
iniciativa desde abajo, de una custodia democrática en la empresa y en el
territorio: allí donde hay una relación directa con los trabajadores y sus
demandas; allí donde tienen menos fuerza las lógicas de contraposición identitaria
y de conflicto entre las organizaciones. Desde este trabajo de base es donde
puede venir, en el próximo futuro, una respuesta de la iniciativa sindical
unitaria, hoy bloqueada por un juego de vértices que tiene más motivaciones
políticas que sindicales, de ese deslizamiento político del que hemos hablado
anteriormente.
¿Hay recursos humanos para esta
operación? ¿Hay en la sociedad una demanda de participación, de socializad, de
organización colectiva? A esta apuesta debemos confiar nuestra perspectiva con
un trabajo sistemático escavando en lo social para hacer emerger todas las
potencialidades de la situación. No es el «final de lo social», sino una
relación más compleja entre dimensión individual y dimensión colectiva, con un
acento más fuerte sobre la subjetividad, sobre los derechos y la autonomía de
la persona. Pero es nueva sensibilidad puede llevar a diversas salidas: puede
ser una regresión hacia lo privado o puede ser una puesta en marcha de una
nueva fase de movilización democrática. Y tal vez esté ahí, en la
reconstrucción de una relación vital entre el yo y el nosotros, entre lo
individual y lo colectivo, la respuesta posible para restituir eficacia y
fuerza expansiva a la representación social.
Traducción
JLLB
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