Hace
quinientos años, en un día como hoy, Nicolás Maquiavelo le mandó una carta a un querido
amigo diciéndole que había escrito un libro, El Príncipe: desde su aparición
todo cambió en el modo de leer la política. Bien podría ser que los más avisados
se sintieran descubiertos y que las almas de cántaro se quedaran sorprendidos.
El secretario florentino, que conocía el paño debido a su cargo en las
covachuelas del poder republicano, puso los puntos sobre las íes. Y, desde ese
momento, el libro se convirtió en un clásico y, a la vez, en uno de los libros
más desconocidos y malentendidos de la literatura universal. Una buena prueba
de ello es el sentido negativo que, en todas las lenguas, se da a los términos
«maquiavelismo» y «maquiavélico» como sinónimos del poder político sin
escrúpulos y carente de prejuicios.
Bien pronto
(1559), la Iglesia
católica puso las obras del secretario florentino en el Índice de libros
prohibidos. La mecha que encendió el Papa de Roma fue seguida también por el
hugonote francés Innocent Gentilet y posteriormente por el jesuita español
Ribadeneyra. De hecho fueron los hijos de Loyola quienes, con su potente
organización e influencia, estructuraron una de las infamias más burdas de la
historia del pensamiento. Que, incluso, llegaron a contagiar a los que estaban
en sus antípodas: en los procesos estalinistas de Moscú, el fiscal Vicinsky puso
como prueba del "antisovietismo" de Kamenev que, siendo embajador en Roma, había
escrito un prólogo a una edición de El Príncipe. ¿Paradoja?, no: Unamuno la
habría llamado «parajoda».
Muchas son
las claves de la orquestación (y de la distorsión intencionada) contra
Maquiavelo. De una parte, Dios no aparece en El Príncipe por ningún lado; de otra,, cuando nuestro hombre dice enfáticamente que «la intención del pueblo es
más noble que la de los poderosos, puesto que éstos desean oprimir, y aquél no
ser oprimido». Lo que siempre fue considerado por todas las caspas y brillantinas como una legitimación del pueblo contra los poderosos. O, al
menos, esto es lo que se explica en los cenáculos de Parapanda. Donde, por
cierto, se tiene como muy celebrada la afirmación del secretario florentino,
especialmente en los días presentes, que dice: «quien empieza a vivir robando
siempre encuentra un pretexto para apoderarse para lo de los demás».
Por lo
demás, conviene traer a colación hasta qué punto daba en la tecla nuestro
hombre cuando, yendo al grano, retrata las razones de la dificultad que tienen
aquellos que desean renovar la vida política (también las organizaciones
políticas y sociales): «porque quien introduce innovaciones tiene como enemigos
a todos los que se benefician del ordenamiento antiguo, y como tímidos
defensores a todos los que se beneficiarían del nuevo». No menciono a nadie
porque, como se decía en la Vega
de Granada, «está feo señalar».
Dicho lo
cual, recomiendo «la lectura lenta y profunda» (docet Gregorio Luri) de El Príncipe. También a los sindicalistas
les conviene meterse de lleno en esa obra maquiavélica,
según diría más de un cura de olla o un príncipe de la Iglesia , disfrazado de
ursulina para no infundir sospechas ante el papa Francisco.
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