martes, 10 de diciembre de 2013

MAQUIAVELO Y NOSOTROS, LOS SINDICALISTAS

Hace quinientos años, en un día como hoy, Nicolás Maquiavelo le mandó una carta a un querido amigo diciéndole que había escrito un libro, El Príncipe: desde su aparición todo cambió en el modo de leer la política. Bien podría ser que los más avisados se sintieran descubiertos y que las almas de cántaro se quedaran sorprendidos. El secretario florentino, que conocía el paño debido a su cargo en las covachuelas del poder republicano, puso los puntos sobre las íes. Y, desde ese momento, el libro se convirtió en un clásico y, a la vez, en uno de los libros más desconocidos y malentendidos de la literatura universal. Una buena prueba de ello es el sentido negativo que, en todas las lenguas, se da a los términos «maquiavelismo» y «maquiavélico» como sinónimos del poder político sin escrúpulos y carente de prejuicios. 

Bien pronto (1559), la Iglesia católica puso las obras del secretario florentino en el Índice de libros prohibidos. La mecha que encendió el Papa de Roma fue seguida también por el hugonote francés Innocent Gentilet y posteriormente por el jesuita español Ribadeneyra. De hecho fueron los hijos de Loyola quienes, con su potente organización e influencia, estructuraron una de las infamias más burdas de la historia del pensamiento. Que, incluso, llegaron a contagiar a los que estaban en sus antípodas: en los procesos estalinistas de Moscú, el fiscal Vicinsky puso como prueba del "antisovietismo" de Kamenev que, siendo embajador en Roma, había escrito un prólogo a una edición de El Príncipe. ¿Paradoja?, no: Unamuno la habría llamado «parajoda».

Muchas son las claves de la orquestación (y de la distorsión intencionada) contra Maquiavelo. De una parte, Dios no aparece en El Príncipe por ningún lado; de otra,, cuando nuestro hombre dice enfáticamente que «la intención del pueblo es más noble que la de los poderosos, puesto que éstos desean oprimir, y aquél no ser oprimido». Lo que siempre fue considerado por todas las caspas y brillantinas como una legitimación del pueblo contra los poderosos. O, al menos, esto es lo que se explica en los cenáculos de Parapanda. Donde, por cierto, se tiene como muy celebrada la afirmación del secretario florentino, especialmente en los días presentes, que dice: «quien empieza a vivir robando siempre encuentra un pretexto para apoderarse para lo de los demás».     

Por lo demás, conviene traer a colación hasta qué punto daba en la tecla nuestro hombre cuando, yendo al grano, retrata las razones de la dificultad que tienen aquellos que desean renovar la vida política (también las organizaciones políticas y sociales): «porque quien introduce innovaciones tiene como enemigos a todos los que se benefician del ordenamiento antiguo, y como tímidos defensores a todos los que se beneficiarían del nuevo». No menciono a nadie porque, como se decía en la Vega de Granada, «está feo señalar».  


Dicho lo cual, recomiendo «la lectura lenta y profunda» (docet Gregorio Luri) de El Príncipe. También a los sindicalistas les conviene meterse de lleno en esa obra maquiavélica, según diría más de un cura de olla o un príncipe de la Iglesia, disfrazado de ursulina para no infundir sospechas ante el papa Francisco.  

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