Se
diría que el presidente de la Generalitat, Pere
Aragonès García, tiene las hechuras de Penélope,
la codiciada señora de Itaca. Aragonès hila por el día una extraña tela que,
cuando la tarde languidece y renace la sombre, desteje en un constante hacer y
deshacer. El viejo Homero ya nos avisó de estas
y otras cosas parecidas.
Aragonès,
hablando en claro, quiere obtener determinas cosas de la mesa de diálogo con Madrid. Pero, a la vez, en un alarde de no perder la
condición de partido más confuso de Europa, se arranca ayer –en una entrevista
concedida a las órdenes menores conventuales de la ANC— de esta guisa: «Pactaré
las cuentas solo con los independentistas». De un lado, exige diálogo, mesa y mantel al
gobierno central y, de otra parte, le niega el pan y la sal a la oposición. No
es que el joven político sea un genio, es que –al menos en apariencia-- está
demasiado consentido por Madrid. Y en
política las apariencias no sólo no engañan sino que, a veces, tienen más peso
que la realidad. Las apariencias son un poderoso estilo que genera relaciones
de poder y fuerza.
Aragonès
aparece como un emparedado entre los fraticelli
de Waterloo y los milenaristas de la CUP. Se trata de una pipirrana indigesta y
realmente ingobernable.
Me
permito una propuesta: si Aragonés pacta los presupuestos de la Generalitat
sólo con los independentistas, la mesa de diálogo se traslada a la festividad
de san Antón, patrón de los animales, del año que viene.
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