EL REDACTOR DE INCIPITS
(Lecturas de refresco en tiempos
tórridos)
Don Angel Custodio del Valle se ganaba la vida letraheridamente: como
incipista que era, vendía los primeros párrafos de los libros a celebrados
autores nacionales y extranjeros. Nunca le devolvieron un incipit. De los cinco
continentes descubiertos le llegaban los pedidos. Gentes tan dispares como García Márquez y Antonio Baylos, Gianni Vattimo o Adam Zagajeswsky estaban entre
su selecta clientela.
Un día don Angel solicitó permiso a todos ellos para poder publicar una
antología de sus incipits escogidos; todos accedieron a ello muy gustosamente,
dijeron. El letraherido me pide: “¿Puedes publicarlos en tu revistilla? Me da
je ne se quoi hacerlo a la manera tradicional. Gracias”.
Cosa que hago sin citar las obras de referencia.
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El séptimo día Marcel Proust descansó, y tomándose el té con una magdalena
se dijo que era una forma como otra cualquiera de buscar el tiempo perdido. En
el recibidor una sirvienta –pelo negro en blanca cofia-- cantaba quedamente el
vals Ainsi que la brise legérè en un intento de acuciar el tiempo futuro.
***
Cuando Amalia Rodrigues dejó cantado que “una casa portuguesa es con
certeza, es con certeza una casa portuguesa” los filósofos relativistas no
supieron qué contestar.
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Conociéndole tan a fondo me extrañó que Gregorio Samsa se transformara en un
animalucho. Un día me lo crucé por la calle y me dijo que qué me apostaba a que
se convertía en una araña, y nos jugamos un curruco de picadura de tabaco Jorge
Russo. Una semana más tarde me notificaron que Samsa se había despertado y,
convertido en una asquerosa araña, no quería salir de su habitación. Puestas
así las cosas no pude pagarle la apuesta. Por mi no quedó.
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¿Sugiere el principio de la indeterminación que el Sol no sale por
Antequera? Mal andamos con estas ocurrencias.
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“Los logaritmos de los números primos no son presuntamente sospechosos de
nada cosa”. Así concluyó el científico local después de toda una vida de
sesudas cavilaciones, y dejó de investigar.
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El molinero dividió las clases sociales en gordos, medianos, medianicos,
pobreticos y jambríos. Marx no lo tuvo en cuenta.
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El señor Conde de Belicena, arrellanado en el sillón de la sala de juntas del
casino, aseguraba que los pobreticos y los jambríos no debían conocer lo que
hay más allá de la regla de tres simple.
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El catedrático de Estética explicaba que nadie vio que las piquetas de los
gallos cavaran y mucho menos que buscaran la aurora cuando bajaba por el monte
Soledad Montoya.
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El teólogo moral dijo demostrar que la queja es hija natural de la
ignorancia. Porque, enfatizó, Kant dejó escrito que cien táleros reales no
difieren en absoluto de cien táleros imaginarios. El señor Conde de Belicena
apuntó la cita en su cuadernillo de anotaciones. Esto me va de perlas, se dijo.
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Cuando la pantalla del cine de Parapanda se ponía oscura, la chiquillería
del gallinero gritábamos con atinada prolación “¡más claro”! Ninguno de
nosotros, por el momento, sabía nada cosa de Goethe.
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En la plaza no cabía ni el aire cuando mi padre tuvo el honor de hacer las
presentaciones: Encarnación Jiménez y Renata Tebaldi en el centro del silencio
del crepúsculo de la tarde. Nadie cantó nunca “Los campanilleros” como la
señora Tebaldi, según dejó dicho el parecer del gentío; nadie cantó “Che farò
la mia Euridice” como lo hizo la Niña de la Puebla, según la autorizada opinión
de todos y, en primer lugar, la del maestro Tulio Serafín. Nadie comentó la
ausencia de las autoridades; éstas entendieron, con punto de vista
fundamentado, que aquello era un encuentro de desafectos del Régimen. Tras los
bises, alguien tomó improvisadamente el micrófono y gritó con ardor
refrigerante: “Nulla etica sine esthetica”.
***
Eminencia, la fe brilla ausente en sus sermones.
Nada más cierto, caballeros. Yo siempre me refiero al poder. Porque el poder se
celebra a sí mismo, y tengan en cuenta que es el poder de la Iglesia quien les
defiende a ustedes de lo que dicen los Evangelios.
Y el cardenal, despaciosamente, lió su cigarrillo caldogallina.
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Dijo el tratadista de filosofía política: “Tú me das el reloj que llevas y
yo te diré qué hora es”.
***
Rumores de ágora, sonidos que trasladan pensamientos, ideas que fabrican
movimientos: es la Plaza de Parapanda. Cuando llegaba la hora de buscar el
cobijo del techo, el maestro de escuela le decía a Silvana Mangano, ufana en el
cartel de Arroz amargo: “Señorita, dice el señor cura que la película es
gravemente peligrosa”. Y ella: “No haya para tanto, don Paulino; no hay para
tanto”.
***
Hedy Lamarr, la protagonista de Sansón y Dalila estuvo una vez de visita en
el pueblo. El cartel que anunciaba la película estaba colgado en la pared del
Arco de la Virgen del Rosario. A eso de las cuatro de la tarde, cuando el Sol
agosteño nos obligaba a taparnos el nacimiento del pelo, Hedy Lamarr se bajó
del cartel y me preguntó que cuándo pasaba el tranvía para Granada. Le dije,
tartajeando, que estaba al caer. Cuando se lo expliqué a don Paulino, éste puso
las cejas como acentos cinrcunflejos y me dijo: “Huelga repetir los hechos
evidentes, no sea que nos tomen por lo que no somos. Y ahora vamos a la
ficción. Se llaman números primos los que...”
***
Dijo el teólogo moral: Hay que abonar el presente para que mañana todo esté lleno
de mierda. Pues al fin y al cabo el abono es pura mierda.
***
Goethe dijo: “Quien no escribe no hace el ridículo”. De modo que ahora lo
estoy haciendo yo y no nuestros gobernantes, políticos y demás gestores de lo
intrascendente...
***
Don Manuel, dice el caudillo que en España se le echa de menos y le ruega
que vuelva.
El maestro Falla, con voz granadinamente oscura, repuso: “Dígale al general
que nunca me fié de su palabra. Y que tampoco me gusta la RENFE”.
***
La anosognosia de nuestros dirigentes políticos...
¿Está seguro, caballero?
Como lo oyes.
***
No se habla atinadamente cuando se dice “en tiempo real”. Es una muestra de
la petulancia de la técnica que se resiste a su cometido ancilar de la ciencia.
Los clásicos lo dejaron meridianamente claro: ipso facto. Así pues, presten
atención a la insolencia de la técnica.
***
El hacendado de Purchil decía no compartir la voracidad del resto de los
propietarios de la vega. Afirmaba que tanta bulimia propietaria era el germen
de futuras revueltas. “Señores, no hay contradicción alguna entre ser justos y
tener el dinero a espuertas. Las matemáticas nos resuelven el problema. Yo
mismo me aplico al cuento. A la cuadrilla que siega un terreno cuadrado de dos
metros de lado les pago un tanto; y, como es justamente natural, les pago el
doble cuando dicho cuadrado tiene un lado que duplica su lado. Caballeros, a
ustedes se les va la mano y crean problemas donde no debería haberlos. Háganme
caso, concilien la justicia con los números”.
***
Estimado señor Garicoper:
Por la presente quiero decirle que la gente de este pueblo no le habría dejado
solo ante el peligro, mucho menos estando con usted Gracequeyi. Lo digo porque
no dejamos solo a Carancha cuando los civilones querían llevárselo al
cuartelillo en plena huelga de la fábrica de tabacos. Menudo calcorreo se
organizó. Sólo quería que lo supiera. Suyo que lo es, PL
***
Gary Cooper:
¿De manera que fue usted quien delató a Carancha cuando la huelga de la fábrica
de tabacos? No se preocupe, aunque lo hubiésemos sabido tampoco le hubiéramos
dejado solo ante el peligro. La pista nos la dio la emisora de radio: el viejo
locutor siempre anunciaba las películas de Garicóper. Años más tarde, el nuevo
speaker decía Guery Cúper. Y de usted sabíamos la influencia anestésica de su
costumbre delatora. No le saluda, JL
***
Desde mediados del mes de las flores mi tío abuelo, el cura Baticola, dejaba
de ir a la barbería y los pelos de su tonsura crecían sospechosamente. Llegados
los calores agosteños, junto a un tarambana local, alquilaban una rubia y
ponían rumbo sudoeste, camino de la Malagueta y los barrios percheleros.
Primero a ver al Niño de la Palma; después a saludar a don Ernesto Hemingway y
a Pastora Pavón a las tantas de la madrugada.
En setiembre, cuando los membrillos se disfrazan de Puente Genil, llegó una
carta del señor obispo. El ordinario le dijo: “Señor cura, voces prudentes,
convenientemente informadas, me dicen que usted frecuenta casas de mala nota en
el Perchel”. Mi tío, que había estudiado anagogia en Roma, tenía toda la
retórica en la punta de sus dedos, y –sacando los viejos recursos de Abelardo y
Tomás-- repuso apotegmáticamente: “Mira Balbino, como sigas por ahí, no tendré
más remedio que contar que, cuando éramos seminaristas, no entendías el
misterio de la Santísima Trinidad”. Y el Obispo: “Por Dios, Melchorito, no me pierdas”.
Y sellaron una vieja alianza: el Niño de la Palma y el Perchel eran intocables;
los misterios trinitarios podían esperar.
***
De verdad, no daba crédito a mis ojos. En la puerta de mi casa estaba el
maestro Lecuona. Lo había reconocido porque, unos días antes, había salido en
el Nodo. “Atiza ¿Qué se le ofrece, don Ernesto?”. Y el músico: “¿Se encuentra
en casa el maestro confitero, don Ferino Isla?”. Tampoco el maestro confiero
salía de su asombro mientras acrecía el mío. “Don Ferino, he venido de Cuba
para oírle interpretar el pasodoble Islas Canarias”. “Por Dios, don Ernesto...
Pero si yo toco el piano de oídas...” Y raudo como un cohete salí a pregonar
por todos los rincones que el maestro Lecuona estaba en mi casa. Aquella tarde
dejé plantada a Verónica Lake, aunque ella no me lo tuvo en cuenta.
***
Se sabe de buena tinta que es incierto que el coronel no tiene nadie que le
escriba: de vez en cuando le llegan la factura de la luz y las de otras cosas
codiciaderas.
***
Nadie tocó el solo de trompeta de El sitio de Zaragoza como el hijo de la
Sebastiana. Por eso en mi casa le llamábamos admirativamente Beaudelaire, cosa
que hacíamos con su debida pronunciación, y no como otros que le llamaban
Bodeler.
***
Los parroquianos del bar Mau Mau estaban rabiosamente enfrentados a los del
Cortijero, y todavía no han entrado en razones. Mi padre quiso poner orden y
sellar una paz duradera recurriendo a Pilar Lorengar. Los del Mau Mau eran
acérrimos partidarios de Tomasso Traetta; los otros eran furibundos parciales
de Haendel. Los primeros afirmaban, siguiendo la fe del carbonero, que el aria
“È finito il mio tormento” le daba, por lo menos, tres mil quinientas catorce
vueltas a la piececilla “Lascia che io più pianga”; los segundos decían tres
cuartos de lo mismo, pero en sentido inverso. Ni mi padre ni la señora Lorengar
consiguieron calmar los frecuentes disturbios, y todavía es la hora de que unos
y otros apacigüen los ánimos.
***
Cuando acabó su conferencia, Bruno Trentin encendió su pipa. Calmosamente se
dirigió al público que atestaba el Cine de Benítez y exclamó: “Ustedes
dispensen, pero no hay nada mejor para la salud que fumar en una buena
cachimba. Ni punto de comparación con ir en bicicleta. Si no que se lo
pregunten al pobre Pérez Garzón, a quien ustedes llamaban don José."
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