MIQUEL ÀNGEL FALGUERA BARÓ
Magistrado especialista TSJ Cataluña
Magistrado especialista TSJ Cataluña
En las últimas semanas han aparecido
distintas informaciones sobre la
posibilidad de implantación de la denominada desconexión digital en este país; por tanto,
el reconocimiento del derecho de las personas asalariadas a no estar pendiente
de comunicaciones laborales fuera de su horario de trabajo. Se trata de un
simple mimetismo de la descafeinada normativa
francesa al respecto, tras la entrada en
vigor de la denominada Loi El Khomri.
De entrada el lector puede tener la
sensación de que se trata de una excelente idea, en tanto que esa posibilidad
comportaría limitar el ámbito de las obligaciones de prestación de servicio a
los concretos límites temporales a los que se circunscribe el horario laboral.
Sin embargo, si reflexionamos un poco más sobre la cuestión emergen dudas
importantes.
* Un cambio radical en las formas de
trabajar
Las nuevas tecnologías están presentes en
el mundo de las relaciones laborales desde hace ya más de tres décadas. Y lo
están con creciente intensidad, en forma tal que las formas de trabajar
actuales tienen escasa vinculación con las anteriores al cambio tecnológico.
Uno empieza a tener ya cierta edad. Y si
intento recordar cómo hacía un recurso de suplicación hace treinta y cinco años
(era entonces un aprendiz de abogado) rememoro que me sentaba ante una máquina
de escribir, colocaba los variados folios con su correspondiente papel carbón
–teniendo a mano aquél Tipex que te untaba de blanco los dedos- y así
había que ir escribiendo poco a poco, meditando previamente cada frase. Pero
antes, debía diseñar la “trama” del recurso y haberme provisto de las
fotocopias de las sentencias y la normativa aplicables tras una búsqueda –a
veces complicada- en los inagotables tomos de jurisprudencia y legislación. Un
error en esa operación de confección del recurso devenía fatal, en tanto que obligaba
a volver a empezar. El escrito así obtenido debía presentarse en el juzgado al
día siguiente (o, entonces, en el juzgado de guardia, antes de las doce de la
noche si finía el plazo)
Hoy un abogado que se enfrente a esa
situación lo hace en forma radicalmente distinta: empieza a escribir por dónde
quiere, rectifica lo que no le parece adecuando en el momento que cree
oportuno, readecúa el texto cuándo le viene en gana, incluye –el maldito “corta
y pega”- textos de sentencias, de legislación o de doctrina que obtiene fácil e
inmediatamente de una base de datos on-line, etc. Y el recurso se presenta en
el mismo momento de su finalización a través de LexNet.
Comparemos el resultado de ambos
escenarios: mis recursos ocupaban, como mucho, cinco o seis páginas y tenía que
dedicarles, con suerte, toda una tarde. El abogado de hoy puede escribir los
suyos en menos tiempo con una extensión de muchas decenas de folios (para
desesperación del ponente en el tribunal al que corresponda en reparto).
Conclusión de esta breve reflexión propia: las formas de trabajar –y de pensar
en el trabajo- de un abogado han sufrido un cambio radical por causa de las
nuevas tecnologías. Y ello ha ocurrido en un sector en principio tan
“artesanal” como el de los juristas…
Estas modificaciones en la forma de
trabajar ya no son las microdiscontinuidades que caracterizan –como afirma el
maestro ROMAGNOLI- nuestra disciplina: se trata de un cambio sísmico que está
afectando a la orografía del iuslaboralismo.
* Los inexplicables silencios del
legislador, las insuficiencias de la negociación colectiva y el papel de los
jueces
Pues bien, en esa tesitura no deja de
llamar la atención que el legislador siga mirando hacia otra parte y permanezca
ajeno a las implicaciones que ese choque en las capas tectónicas está teniendo
en el contenido de derechos y obligaciones del contrato de trabajo. Si acudimos
a la norma básica en materia de relaciones laborales, el Estatuto de los
Trabajadores (ET), podremos comprobar como la mención a la tecnología es
prácticamente inexistente. Aparte de la indeterminada referencia a la “técnica”
contenida en los artículos 12,4 e), 39.2, 40.1 y 4, 41,1, 45.1 j), 47, 49.1 i),
51.1, 52 b) y 82.3) el ET únicamente utiliza el término “tecnológico”
en la letra b) del artículo 68 –en relación a la prioridad de permanencia de
los representantes de los trabajadores, como sinónimo de causas técnicas-. Sólo
el artículo 19.4 (como el artículo 19.1 LPRL) contiene una previsión normativa
al respecto en materia de prevención de riesgos laborales (en un precepto,
además, que no es otra cosa que la transposición de la Directiva 89/391/CEE).
La conclusión resulta evidente: con la única salvedad de una puntual mención en
salud laboral, la norma legal que por mandato constitucional deviene el eje
central en la regulación del contrato de trabajo contempla el cambio
tecnológico únicamente desde la perspectiva de lo que se conoce como
flexibilidad interna o externa, situándolo en el marco de las medidas legales
de reestructuración; esto es: el impacto del cambio tecnológico en las
necesidades de gestión de mano de obra de la empresa. Ninguna mención a los
derechos de los trabajadores ante el nuevo paradigma…
Podría pensarse que esa anomia ha sido
cubierta por la negociación colectiva. Pero ocurre que no es así: si acudimos
al Anuario
de Estadísticas Laborales del 2015 publicado
por el MEYSS podremos comprobar como apenas el 3,2 por ciento de los convenios
registrados en ese período hacían mención a la regulación de la implantación de
nuevas tecnologías (en porcentajes prácticamente inmodificados en los últimos
años).
La inexistencia de una normativa
reguladora del cambio tecnológico pone en evidencia un grave problema: el marco
jurídico de las relaciones laborales está diseñado para un escenario que ya no
es actual. Y en tanto que las garantías históricas devienen desfasadas –porque
están pensadas sobre un modelo obsoleto- la desigualdad contractual entre las partes
comporta que se incrementen en la práctica las potestades decisorias de los
empleadores en detrimento de las tutelas las personas asalariadas.
Hace tiempo que he llegado a la conclusión
que los silencios de la ley ante los grandes cambios del mercado de trabajo
obedecen a una clara voluntad desreguladora. El legislador lleva casi un cuarto
de siglo interviniendo, cual elefante en cacharrería, en el complejo
juego de derechos y obligaciones de lo que podríamos denominar “flexibilidad
contractual”; pero lo ha hecho sólo en beneficio de una de las partes,
negándose a regular el carácter bidireccional de esa flexibilidad (el empleador
tiene concretos mecanismos de modificar horarios y condiciones de trabajo, pero
esa opción no se contempla para el trabajador, más allá de declaraciones
genéricas). Ese parcial intervencionismo se explica por razones de
productividad y de adaptación de la producción. Sin embargo, la ley guarda un
ominoso silencio ante los numerosos cambios del modelo de relaciones laborales;
así ocurre, como se acaba de ver, respecto a los cambios derivados de los
nuevos medios de producción. Pero ocurre también ante las nuevas formas de
organización de la empresa (grupos de empresa, empresas-red, etc.) y de
organización de la producción (externalización). Esas carencias del marco legal
sólo son explicables por dos motivos: o una manifiesta ineptitud o, lo que se
antoja más probable, una política no expresamente reconocida de potenciar la
capacidad decisoria de los empresarios.
La obsolescencia de la ley obliga a jueces
y tribunales a intentar adaptar –a martillazos- las antiguas tutelas al nuevo
panorama, lo que provoca múltiples incertidumbres a los justiciables. Y a ello
cabe añadir una creciente tendencia de la doctrina judicial de sustentar el
progresivo deterioro de las garantías de las persona asalariadas, lo que se
deriva del horror vacui y, por tanto, la negativa a suplantar el papel
del legislador. Como prueba de esta afirmación: baste con observar la
evolución de la doctrina casacional en relación con las capacidades
empresariales de control del uso extraproductivo de los medios tecnológicos (no
es lo mismo lo que se afirma en la STS UD 26.09.2007, Rec. 966/2006, que lo se
indica en la STS UD 06.10.2011, Rec. 4053/2010) o respecto a la validez como
prueba de los registros videográficos en el centro de trabajo (es suficiente
comparar la conclusión de la STS UD 13.05.2014, Rec. 1685/2013, que la de la
STS UD 07.07.2016, Rec. 3233/2014).
A ello cabe sumar que el propio Tribunal
Constitucional –que sí tiene competencias para forzar la interpretación de la
ley supliendo el papel del legislador- ha dejado de jugar en los últimos años
el papel de impulsor del ejercicio de derechos fundamentales en las relaciones
laborales que históricamente había venido cumpliendo. No está de más recordar
cómo en la STC 114/1984, de 29 de noviembre se afirmaba que el secreto de comunicaciones no se
limitaba únicamente al contenido de la misiva, extendiéndose asimismo a “otros
aspectos de la misma, como la identidad subjetiva de los interlocutores o de
los corresponsales”; y que la impenetrabilidad para terceros no se aplicaba
únicamente respecto a los poderes públicos, sino que también era postulable en
el ámbito interprivatus. A lo que se añadía que “el concepto de
secreto en el art. 18.3 tiene un carácter formal, en el sentido de que se
predica de lo comunicado, sea cual sea su contenido y pertenezca o no el objeto
de la comunicación misma al ámbito de lo personal, lo íntimo o lo reservado”.
Así el derecho constitucional al secreto de comunicaciones sólo podía ser
afectado por una resolución judicial suficientemente motivada y con carácter
proporcional.
Una lógica que también se aplicó en el terreno de las nuevas tecnologías
(STC 173/2011, de 7 de noviembre). Sin embargo, cuando años después, el TC tuvo
que aplicar su doctrina en el terreno de las relaciones laborales optó por una
clara opción propietarista, aceptándose el acceso del empresario a ámbitos de
privacidad del trabajador por el mero hecho de ser el titular del mismo (SSTC
241/2012, de 17 de diciembre, 170/2013, de 7 de octubre, etc.). El papel
de cuasi legislador histórico –por tanto, de cubrir las carencias de la ley-
del TC es claramente denotable en su sentencia 281/2005, reconociendo el
derecho de los sindicatos a remitir información a los trabajadores, imponiendo,
sin embargo, una serie de condicionantes. Por el contrario, la reciente STC
17/2017, de 2 de febrero, pone en evidencia cómo nuestro órgano de
interpretación constitucional se ha negado a declarar contrario al derecho de
huelga el esquirolaje tecnológico.
* ¿Qué hacer?: no es sólo el derecho a
la desconexión
Parece evidente que la inercia de
potenciación de las competencias del empleador ante el nuevo paradigma
tecnológico está afectando sensiblemente al juego tradicional de poderes del
contrato de trabajo, rozando situaciones que en la práctica conllevan una limitación
casi absoluta del ejercicio de derechos fundamentales por los trabajadores. Y
ello sólo tiene una posible alternativa (obviamente, si lo que se pretende en
un reequilibrio de fuerzas en el contrato de trabajo): una modificación
legislativa. Se trata, pues, de regular por ley la incidencia del cambio
tecnológico en las relaciones laborales. Ahí van algunas ideas:
- En primer lugar desde una perspectiva
meramente contractual, hay que romper la tendencia propietarista del uso
extraproductivo de las nuevas tecnologías en el trabajo. Ciertamente, el
ordenador es propiedad del empresario; sin embargo, cuando ese ordenador se
conecta a Internet es algo más: es un instrumento de comunicación. Por ello,
las limitaciones que pueda imponer el empleador al respecto no son universales
(en tanto que esto conlleva negar el ejercicio de un derecho fundamental) sino
que deben ser causales, proporcionadas y objetivas. No está de más recordar, en
este sentido, que la ONU ha declarado el acceso a Internet como un “derecho
humano altamente protegido” (lo que ha empezado a aceptarse en algunos
países, como México o Grecia.
- En segundo lugar, deben regularse los
límites de las afectaciones de ámbitos de privacidad de la persona asalariada
en el trabajo o en relación al mismo. Se trata, por tanto, de establecer las
normas compositiva por la colisión del derecho a la libre empresa con los
derechos al secreto de comunicaciones (acceso a los contenidos personales en el
ordenador de la empresa), a la intimidad (grabaciones videográficas o de voz,
instrumentos de seguimiento o reconocimiento, prueba de detectives, etc.), a la
libertad informática (aspecto éste que tendrá que ser abordado por la
trasposición del Reglamento 2016/79), a la libertad sindical (el tablón de
anuncios virtual) y al derecho de huelga (esquirolaje tecnológico).
- En tercer lugar, parece imprescindible
un cambio en la normativa procesal que regule plenamente aspectos como la
prueba digital y su adaptación al régimen de recursos, así como la ilicitud de
la prueba y su prueba.
- Por último, no estaría de más empezar a
diseñar marcos legales ante fenómenos emergentes vinculados con la prestación
laboral, como el teletrabajo (pese a los cambios experimentados en el art. 13
ET tras el RDL 3/2012 quedan aún múltiples aspectos del Acuerdo Marco por
trasladar a nuestro ordenamiento) o la ubereconomia (que me resisto a llamar
“economía colaborativa”).
Ni el mero propietarismo, ni el régimen de
obligaciones contractuales justifican que el derecho a la libertad de empresa y
el derecho a la propiedad enerven el ejercicio de otros derechos
constitucionales (en especial cuando éstos tienen la condición de
fundamentales). Es ésa una visión basada en la lógica de producción del
paradigma fordista que, por tanto, está hoy en claro declive. El fin del
fordismo no es únicamente predicable del contenido de la prestación laboral (la
flexibilidad contractual), también se extiende a las formas de organización del
trabajo y de la producción y al modelo de ejercicio del poder en la empresa. En
otro caso, la subordinación autoritaria del anterior sistema deviene, por mor
de las nuevas tecnologías, en una situación en la que se agudiza el
sometimiento del trabajo a la esfera de poder del empleador.
En esa tesitura, iniciativas como la
regulación de la desconexión digital pueden ser positivas… siempre que se
acompañen de una efectiva normativización de las nuevas tecnologías en el
trabajo. Lo contrario –quedarse ahí- conlleva un evidente mensaje implícito:
mientras se está dentro de la empresa no existen derechos fundamentales (como
escribió el gran Dante: “lasciate ogne
speranza, voi ch'intrate”).
Empezar a regular las nuevas realidades
productivas en el trabajo por la desconexión digital es, simplemente, empezar
la casa por la ventana. La tendencia legislativa debería ser exactamente la
contraria
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