Respuesta agradecida a José
Luis López Bulla en 3. UNA CONVERSACIÓN SOBRE CATALUNYA
Carlos
Arenas Posadas
Querido
José Luis:
Aunque
no lo escribí yo, hago mío el contenido de las líneas que aparecen en la
entradilla a mi intervención en el blog que titulé “la burguesía nos conduce al
paraíso”. En ella se ponía de mi cosecha que cuando oigo nación, nacionalismos,
los nacionales, se me desestabilizan los nervios. Convendrás conmigo que, sin
otros matices, algún tipo de prevención y miedo producen esos términos, y a la
historia me remito. Son términos que encierran un más o menos soterrado grado
de exclusividad, de privilegio, de violencia; legitiman con ideales holísticos,
intereses muy particulares. Y no lo digo porque lo haya leído; también donde
vivo abomino de un nacionalismo menor, de vía estrecha, pero no menos
retrógrado y potencialmente agresivo: el sevillanismo.
Yendo
a los matices, me hablas de otra Cataluña, de otros catalanes. No hace falta
que me convenzas. Te contaré: yo obtuve la licenciatura de Historia en la
universidad de Barcelona, allá por los primeros años setenta. Formaba parte de
un grupo de estudiantes sevillanos y andaluces que escapábamos de la “burricie”
de las universidades locales. Como alumnos libres que éramos, sólo
acudíamos a los exámenes; un tiempo más que suficiente para aprender mucho, sin
embargo. De la mano de nuestro amigo y profesor de aquella Carlos Martínez Shaw
tuvimos largas charlas con profesores como Fontana, Nadal, Termes, con Manolo
Vázquez Montalbán, con dirigentes del PSUC, de Bandera, de CCOO, de las
asociaciones vecinales de Tarrasa, Sabadell, Hospitalet, etc. No he aprendido
en mi vida tanto en tan poco tiempo. Eran una bocanada de aire fresco la que
recibía por la amplitud de sus análisis, y también un ejemplo vivo de algo que
faltaba en el sur: coraje cívico. Transmitían algo que a nosotros nos parecía
lejano: que era posible acabar con el régimen, que un estado de libertad plena
e igualdad social era posible. Tú estarías ya por allí, y hasta es posible que
nos presentaran.
Hace
años que una hija mía emigró como tú a Barcelona; como tú está plenamente
integrada en la sociedad catalana, o por lo menos en esa parte de la sociedad
catalana que mira más a las personas que a las banderas. Voy de vez en
cuando a visitarla y aún busco en el ambiente de la ciudad, en sus gentes, una
parte de lo que entonces había experimentado. Qué te voy a decir que no
sepas: me resulta cada vez más difícil encontrarlo. Este verano, además, he
pasado diez días en el Alto Bergadá, junto a los Pirineos. No he
disfrutado del calor humano que percibía hace cuarenta años en Sabadell o en
Cornellá; sí, en cambio, he percibido rechazo (rechazo o falta de respeto
que según me dices tú también percibes de algunos nacionalistas. Esperemos que
todo acabe ahí). Muchos balcones exhibían señeras estrelladas; para ellos ya no
es la sociedad libre e igualitaria la que se aproxima, sino la independencia.
¿Qué
ha pasado para que los herederos de los antiguos carlistones se hayan integrado
en la vanguardia de la sociedad catalana otrora abierta y liberal?¿Era a esta
“llibertat” a la que cantaban Serrat, Raimon, Pi de la Serra o Lluis Llach? Las
razones del cambiazo del gato por liebre las explicas tú perfectamente en la
repuesta a Javier Aristu: en última instancia, la fragmentación deliberada de
las clases trabajadoras típica de una sociedad postindustrial ha diluido como
un azucarillo los intereses comunes y el pensamiento de clase propios de las
izquierdas de raíz marxista. El vacío ha sido aprovechado por el ideario
nacionalista convertido en un fenómeno transversal debido a la crisis y sus
efectos colaterales: el déficit fiscal, el desempleo, la pérdida de la cantidad
y de la calidad de vida de las clases medias. No se revoluciona tanto el que no
tiene nada como el que lo ha tenido y lo pierde.
Por
eso, la impresionante marea humana del día 11, aparcó en parte los viejos
esencialismos culturales y políticos sobre la naturaleza de Cataluña, la nación
sin Estado, el derecho a decidir, etc., para tomar por los cuernos la
problemática económica, entendida por muchos de los asistentes como agravio
respecto a España, y por otros, ya sin tapujos, como el fin de un camino para el
capitalismo catalán; el fin de lo que podemos llamar una estructura de
acumulación “a la española”. Por eso, me parecía, que muchos de los asistentes
a la manifestación hacían seguidismo de una estrategia no tanto nacional como
capitalista; especialmente hiriente en los casos de Iniciativa, los sindicatos
y la fracción del PSC que, como los socialdemócratas alemanes votando las
propuestas “über alles” de Merkel, aplaude las ideas de Artur Mas sobre norte y
sur, sobre cigarras y hormigas.
He
dicho capitalismo catalán. El maestro Jaume Vicens Vives decía allá por los
años sesenta del siglo pasado que España estaba dividida en cuatro “polos”
económicos: el norteño (sic), el castellano (capital Madrid), el catalán y el
andaluz. Han pasado muchas cosas desde entonces, entre otras que hay suficiente
conocimiento científico para, con los mismos argumentos de Vicens, llamar
capitalismo a lo que él llamaba “polo”. Como todo capitalismo, cada uno de
esos, presenta características comunes –la propiedad privada de los medios de
producción; una distribución del producto social favorable a los tenedores del
capital; la misma voluntad de legitimar la distribución desigual del
producto, etc.-, pero también sensibles diferencias enraizadas en específicas
relaciones sociales, en especificidades geográficas, históricas y culturales.
Entenderíamos mejor la historia de España, si en vez del traumático discurso
sobre naciones, nacionalidades, autonomías, regiones, la unidad de destino en
lo universal, etc., enfocamos con esta óptica nuestro pasado y nuestro
presente.
De
todos los capitalismos españoles, el capitalismo andaluz es el más antiguo;
existía ya cuando en Cataluña o en el País Vasco se pagaban censos feudales y
se destripaban terrones; no se trata de ninguna vanagloria, sino de todo lo
contrario. Ha sido y en parte sigue siendo un capitalismo de profundas raíces
señoriales, aristocráticas, de señores antes y señoritos o aspirantes a serlo
después. Los señores han mantenido ocioso o restringido en pocas manos el
capital físico, humano, social y político; era y es la garantía de su poder.
Con esos mimbres no se puede llegar muy lejos. El capitalismo catalán, dicho de
forma breve, se ha cimentado por el contrario sobre un reparto más equilibrado
del capital entre la población; ha conformado una masa crítica de agentes
económicos que han permitido a Cataluña estar en las primeras posiciones a la
hora de medir el éxito económico y social.
Pero
todo capitalista, por el hecho de serlo, ocupa mercados de otros, acumula su
capital extrayendo riquezas de otros lugares, empobreciéndolos. Como sabemos,
lo de los balances equilibrados entre economías que se especializan en
aquello para lo que tienen ventajas comparativas es una patraña. Los
capitalismos diversos existentes en España han competido (y a veces guerreado)
entre sí para hacer favorables las relaciones de intercambio entre sus
respectivas mercancías. El éxito catalán a lo largo de la historia, como el
madrileño o el vasco, no sólo ha sido el resultado de su modalidad de capitalismo
sino también del flujo de rentas producido por esos intercambios ventajosos,
por la captación de recursos ajenos (entre otros, un millón de emigrantes a los
que sacó de la miseria es verdad pero de los que obtuvo también sus buenas
plusvalías), por la habilidad de su burguesía para que el Estado español (¡)
construyera las reglas del juego que las beneficiara en detrimento de otras
burguesías, de otros territorios. La señera (como antes el generalato para los
terratenientes andaluces) ha servido y sigue sirviendo como arma arrojadiza en
esa estrategia de búsqueda y captura de rentas por parte de sus élites
económicas.
Eso
ha sido la estructura de acumulación de capital “a la española” que ha
servido a los capitalistas catalanes hasta hoy. Hoy, Artur Mas, como Moisés, se
dispone a conducir al pueblo catalán separando las aguas del Mar Rojo, con el
argumento de que el capitalismo catalán necesita un giro sistémico una vez que,
dicho brutalmente, ha exprimido todo lo posible el limón español, o que ha
encontrado un importante rival que devora rentas ajenas, como es el capitalismo
financiero instalado preferentemente en Madrid, al que hay que compensar por
sus excesos. Las muletas estatales con las que antes contaba ya no existen o
están inservibles debido a la globalización, y ya que hay que competir en
mercados abiertos, cualquier derecha liberal, y la catalana lo es, necesita
acumular para competir, abaratar costes y reducir gastos sociales,
especialmente si los beneficiarios se encuentran fuera de la nación. Como no va
a poner dinero de su bolsillo vía impuestos como atinadamente dice Lluis
Casas, los recortes sociales practicados por la Generalitat son
justificados mediáticamente por el déficit y utilizados torticeramente para
cargar contra las esquilmadas cigarras del sur, para alimentar el victimismo de
la sociedad catalana y sus deseos de romper con España que es lo que se quería
demostrar.
Previamente
a romper la estructura de acumulación castiza “a la española”, el
capitalismo catalán necesita presentarse ante el mundo sin ataduras
fiscales y con las prometidas inversiones estatales satisfechas. Como ni uno ni
lo otro, los agravios se suceden desde hace unos pocos años, desde que la
crisis financiera se cebó con todos. Como historiador me molesta, se
comprenderá, que la memoria de agravios tenga tan poco recorrido. Si es por
agravios ahí van algunos ejemplos andaluces que vienen de lejos. A
finales del siglo XVIII Andalucía pagaba en impuestos el 41 por ciento de lo
que ingresaba la corona de Castilla, cuando la población andaluza de
entonces era el 24 por ciento del total. Desde que existen estadísticas fiables
a finales del siglo XIX hasta la actualidad, la inversión pública en Andalucía
se ha mantenido en torno al 15 por ciento del total español, dos o tres puntos
porcentuales menos de lo que le correspondería por superficie, y hasta cinco
puntos menos de lo que correspondería por población. Alguien se llevaría la
diferencia. Si ponemos el tope justo en el 17 por ciento, recuerdo que el
INI dedicaba a comienzos de los sesenta del siglo pasado el 9 por ciento de sus
inversiones a Andalucía (40 por ciento en la cornisa cantábrica y 10 por ciento
en Cataluña) y, lo que es peor, en empresas insostenibles. También puedo decir
que, tras las leyes que cambiaron el sistema financiero español en 1962, las
cajas de ahorros que se creaban por entonces, lo hicieron para captar
obligatorios recursos de los andaluces (de las remesas de los emigrantes) para
financiar las grandes empresas industriales del país, que no estaban en
Andalucía. Finalmente, de las ayudas y subvenciones españolas recibidas
en los últimos tiempos, casi la mitad se han dedicado a la construcción de
infraestructuras. Buenas autopistas que han sido pagadas a constructores no
andaluces (casi el 40 por ciento de las ayudas que llegan a Andalucía sale de
la comunidad para pagar a los proveedores, especialmente catalanes) y
conectan a los consumidores andaluces con los vendedores foráneos. La red
transversal de carreteras es reciente pero falta la voluntad política necesaria
para que el mercado andaluz se integre en detrimento de empresas de fuera de la
región.
Estos
y otros muchos ejemplos que podría poner, son agravios de peso; sin embargo, y
aunque nosotros necesitemos también romper con la estructura de
acumulación “a la española” (construcción+ turismo+silencio subvencionado), no nos sentimos cansados de
los catalanes como dice malévolamente Mas, ni reclamamos la independencia de
España. No culpamos de nuestra situación más que a nosotros mismos; en especial
a los urdidores que han tramado y traman el modelo de capitalismo local (antes
he hablado de la servidumbre del PSC respecto a los capitalistas catalanes; lo
mismo se puede decir del PSOE de Andalucía y el capitalismo andaluz).
Quiero
decir, para ir terminando, que me resulta chocante como historiador que se
justifique la independencia por el déficit fiscal de unos pocos años (con
independencia de que se trate de corregir), hiriente que se chantajee a la
población con discursos chauvinistas y despectivos hacia otros, y
asqueroso que se ponga en peligro la salud y con la paz de todos y cada
uno de nosotros con aventuras capitalistas del tipo de las que hoy se plantean.
Lo
peor de todo es que no creo que una Cataluña independiente resuelva las
incertidumbres que hoy agobian al pueblo catalán (como a todos los pueblos).
Una economía ligada a las exportaciones, como reclama Más, no corregiría sino
que agravaría las tensiones sociales en la ya de por sí segmentada
sociedad catalana. Cataluña no es Japón, ni Alemania, cuyas sociedades aceptan
más o menos estoicamente las dificultades derivadas de la competencia global.
Y
lo que más me duele es que, independiente Cataluña, quedaríamos atrapados en
manos de la derecha carpetovetónica, que apretaría las tuercas de un
nacionalismo aún más cerril. A la espera de que la inteligencia catalana
renazca de sus cenizas y podamos definirnos todos como miembros de una
república de trabajadores de todas las clases, tuyo y de la república de Parapanda, Carlos
Postdata.
Una vez escrito todo esto, he leído la aportación de Jaume Puig i Terrades.
Chapeau Jaume. Cien por cien de acuerdo contigo. Creía que os habíais
extinguido.
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