domingo, 29 de abril de 2012

EL FINAL DE LAS CERTEZAS DE LA IZQUIERDA


Homenaje a Paco Puerto.



Publicamos el comentario de Paco Rodríguez de Lecea al segundo capítulo del libro de Bruno Trentin La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo, que está ubicado en http://metiendobulla.blogspot.com.es/2012/04/la-crisis-del-management-y-el-final-de.html.  

Querido José Luis.

Yo pondría a nuestros comentarios a este segundo capítulo, el título “El final de las viejas certezas.”

 Corrían los años sesenta, nosotros éramos aún unos mozalbetes de calzón corto, y las dos viejas certezas estaban ahí, frente a frente como en un ring. A un lado (a la derecha), un modo de producción basado en una organización del trabajo 'científica' y racional: estandarización de procesos, mecanización, parcelación y simplificación de las tareas, fungibilidad (es decir, reducción de todos los trabajos a un fondo abstracto de piezas intercambiables: cualquier trabajador podía ser sustituido por otro en cualquier momento, sin merma de la producción). En una palabra, el fordismo.

Al otro lado (a la izquierda), una mano de obra compacta y masiva, concentrada en grandes fábricas, explotada y reducida a una condición subalterna, pero combativa y solidaria (solidariamente combativa y combativamente solidaria).
Todo ello en el ámbito de un estado-nación. La fuerza de trabajo era nacional, la empresa era nacional, las leyes que amparaban a una y a otra eran nacionales, los jueces o funcionarios que arbitraban los conflictos y las fuerzas de orden público que disolvían manifestaciones lo eran también.

 Las onda expansiva generada por la irrupción de las nuevas tecnologías puso patas arriba ese panorama: multinacionalización de capitales y de mercados, aceleración de la toma de decisiones (en tiempo real), cuestionamiento de la autonomía de las empresas y, más allá de las empresas, de la soberanía de los estados en muchos campos de la vida económica. Se multiplicaron los centros de investigación, de innovación y de decisión. Quebró el principio de la estandarización en la producción y el trabajo se hizo más polivalente, más flexible y adaptable a mutaciones e imprevistos, con mayor capacidad para resolver problemas.

 La necesidad de innovar para cubrir el vacío producido por el colapso del fordismo abrió un espacio nuevo para la intervención de los trabajadores organizados y para la negociación colectiva. Los trabajadores reclamaron poder de intervención en la determinación de objetivos cuantitativos y cualitativos de producción, y de los instrumentos para alcanzar esos objetivos. Lo que se ventilaba era el final del monopolio del patrón en la organización del trabajo, los sistemas horarios, los ritmos y los descansos. Y más allá, la puesta en cuestión del monopolio de los saberes y de las decisiones por parte de la empresa.

Tú y yo estuvimos en esa guerra, José Luis, y sabemos cómo acabó. La paradoja fue que el taylorismo sobrevivió al fordismo y se consolidó. Nunca se llegó a montar una campaña sindical coordinada en torno a los temas de la organización del trabajo, sólo escaramuzas aisladas. Dicho con palabras de Trentin, «la intervención del sindicato en estos temas ha sido discontinua y esporádica, cuando no confusa y errónea.»

Para poder ser más operativas, las empresas ampliaron su núcleo decisorio a grupos escogidos de técnicos, profesionales y cuadros altos y medios, y proletarizaron y precarizaron al resto de los trabajadores de bata blanca. El trabajo de éstos pasó a ser tan fungible y prescindible como el de los obreros de mono azul. Se establecieron retribuciones e incentivos para aumentos concretos de producción, e incluso para aumentos de 'productividad' genérica (sea eso lo que fuere), pero se vetó a los sindicatos y a los comités el acceso a los centros reales de decisión de las empresas.

Recuerdo nuestra preocupación en aquella época por los segundos colegios electorales, y la iniciativa (frustrada en gran medida) de acercar a los que llamamos TPQ a la órbita sindical, o bien, de no ser eso posible, por lo menos a la lógica sindical. Desde entonces ha habido avances (Quim González, a quien aprovecho para agradecer su saludo, puede hablar de alguno de ellos con un conocimiento de primera mano), pero discontinuos. También ha habido retrocesos. Las grandes batallas en torno a la organización del trabajo están aún por librar.

La guerra será larga, dice Trentin. «El 'scientific management', antes de irse a pique, venderá cara su piel. Los costes sociales y económicos que habrá que soportar en esta fase de transición prometen ser extraordinariamente altos y dilapidar el 'capital humano' existente en un grado sin precedentes en la historia de las sociedades industriales.»
Punto. Eso es lo que se me ocurre comentar en cuanto al final de la primera vieja certeza, la de una organización científica del trabajo. Toca ahora hablar de la segunda, la clase obrera.

Las nuevas tecnologías acabaron también con la concentración de grandes masas de trabajadores en las fábricas. Más aún, la 'fábrica' dejó de ser el 'horizonte vital' del obrero. Son excepciones hoy los trabajadores que sienten su vida, su familia y sus expectativas vinculadas a una gran empresa.

Algunos trabajos de ingeniería sociológica han reseguido el declive progresivo del censo de trabajadores manuales activos. La conclusión a la que han llegado es que la 'clase obrera' ha desaparecido como unidad políticamente relevante. No sería cuestión trascendente tal enunciación si sus efectos se limitaran a un brindis al sol más o menos enfático, al estilo de aquella sentencia de Woody Allen: «Dios no existe, Marx ha muerto y yo tampoco me encuentro en buena forma.»

Pero esa conclusión, dice Trentin, ha llevado a las fuerzas políticas democráticas, 'en el caso italiano' (valga la precisión), «a un progresivo alejamiento del compromiso con las grandes cuestiones que, originariamente, justificaban su existencia: la emancipación del trabajo y la transformación de la sociedad civil.»

El añorado compañero Paco Puerto habría dicho a las tales fuerzas democráticas italianas que están cometiendo un gravísimo error. El trabajo es la dimensión esencial del hombre, nuestra forma de estar en el mundo. No puede haber prioridad más alta para cualquier política que se reclame de progreso, porque no hay realización posible para la humanidad, no hay emancipación imaginable, si no es a partir del final de la explotación del trabajo subordinado.

Entiendo con Trentin que la pérdida de identidad de la izquierda no se debe a la desaparición de la 'fábrica' ni de la 'clase obrera', sino al hecho de que la izquierda se ha distraído o bien lleva el pie cambiado en relación con las transformaciones rapidísimas que están afectando al universo amplísimo y superpoblado del trabajo subordinado y heterodirigido, y con los cambios que se están dando en el concepto mismo de trabajo. La salida del impasse actual de la izquierda y el aprovechamiento de las oportunidades que ofrece al movimiento organizado de los trabajadores la crisis del fordismo y el taylorismo, sólo vendrán a partir del análisis concreto de esa realidad concreta.  Saludos, PRL.

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Querido Paco, de este segundo capítulo y de tu comentario deduzco que Trentin se ha metido de lleno en harina candeal. Y de la lectura de ambos creo que podemos colegir que la crisis de la izquierda (más bien de las izquierdas) no es cosa de estos tiempos de ahora. Lo que ocurre es que, de un tiempo a esta parte, las señales de esa crisis son, a mi juicio, más preocupantes que las de antañazo.

Soy del parecer, viejo amigo, que preguntarnos por el momento inicial de esta crisis (como hiciera alguien a Zavalita con aquello de “¿cuándo se jodió el Perú?” es un tanto desenfocado porque la izquierda estuvo en crisis desde sus orígenes. Por poner algunos ejemplos de los que me parecen más llamativos: la división entre marxistas y bakuninistas, las diatribas de Bernstein y el resto del movimiento socialista durante décadas –por cierto, la expresión más sublime de la malafoyá granaina fue obra de Pepelópez, el marido de Pilica Bulla que se preguntaba por qué el padre de Bernstein tuvo el mal gusto de bautizar a su hijo con el nombre de Renegado por lo que siempre le llamó educadamente Don Renegado--; las trifulcas entre Lenin y Kaustky, las escisiones de los partidos socialistas que vieron nacer a los partidos comunistas. Me dejo conscientemente unas cuantas más porque si no sería el cuento de nunca acabar. 

Diríase que las izquierdas siempre han estado algo más que a la greña entre ellas como expresión de una crisis itinerante. Aquellas eran crisis de pensamiento y acción, aunque todas ellas pretendían formular sistemas alternativos al capitalismo y al resto de las diversas y pendencieras cofradías del resto de la izquierda: la transformación de la sociedad. Pero, a decir verdad, nunca apareció con claridad el vínculo entre transformación de la sociedad y transformación del trabajo. Por ejemplo, ¿cómo iba a ser posible un vínculo entre lo uno y lo otro si el mismísimo Lenin echó toneladas de incienso al taylorismo y la socialdemocracia hizo tres cuartos de lo mismo? Por lo demás, poco caso le hicieron a Rosa Luxemburgo cuando afirmó que “el socialismo no se hace, y no se puede hacer mediante decretos; ni siquiera con un gobierno socialista. Las masas son las que tienen que hacer el socialismo, empezando por el proletariado allí donde están ligados a la cadena del capital, allí donde hay que romper la cadena” (me he permitido subrayarlo).

En definitiva, la posición subordinada de las izquierdas institucionales (este término no tiene en esta ocasión ningún carácter despreciativo ni de retranca sino meramente descriptivo) –o sea la izquierda exitosa, vincente à la Trentin—es la que origina un desenfoque que todavía dura. Ahora bien, con todo, ese desenfoque seguía teniendo como objetivo la transformación de la sociedad y un referente la clase trabajadora. Sin embargo, en nuestros días la izquierda mayoritaria camina por unos derroteros que parecen tener como lema el capitalismo tiene los siglos contados.    

Por otra parte, ¿no te parece que ha llegado la hora de revisitar la bondad de las “vías nacionales al socialismo”? Fue algo que siempre practicó la socialdemocracia, pero fue Togliatti quien la elevó a los altares de la otra acera del pensamiento y la práctica. Con todo ello nos metimos en una aporía de mucho calado: el socialismo no era posible en un solo país, pero sin una alternativa global tampoco era posible el socialismo.

Así las cosas, el sindicalismo (o, mejor dicho, los sindicalismos) acabaron contagiados del fervor taylorista-fordista de sus mentores. Una anécdotas Rabaté el famoso secretario general de los metalúrgicos de la Cgt francesa se pasó media vida despotricando contra el sistema taylorista; cuando se enteró que Lenin lo alabó por los siglos de los siglos cambió velozmente su punto de vista, y con la elegante seguridad de quien se siente vicario, en un congreso sindical argumenta cantinfleando justamente lo contrario. Por otra parte, dices –y dices bien— que el sindicalismo sigue siendo un sujeto nacional. Lo que es muy cierto, a pesar de la existencia de organismos que, en pleno paradigma global, siguen llamándose internacionales, y su carácter es de meras coordinadoras.

Con mucho gusto titularemos este capítulo como El final de las viejas certezas. Que para un servidor significan las relativas a la "bondad" del taylorismo-fordismo, y –te pregunto-- ¿podemos seguir sosteniendo la certeza de las vías nacionales? No es necesario que contestes ahora porque tenemos por delante diecinueve comentarios con el pretexto del libro de Trentin. Mientras tanto recibe, desde Parapanda, un abrazo con aquellos antiguos palmoteos en la espalda que, me parece, tampoco se estilan ya. JLLB

Parapanda, 29 de abril de 2012.

Posdata. Sabrás que ayer recibí una llamada telefónica. Una voz preguntó misteriosamente: ¿Es ahí la ciudad del trabajo?. Resultó que era Jaume Puig, el Peli. Cenamos juntos, y al final Carmen Ortega, Roser, Jaume y yo gritamos “¡viva la libertad!”. Efectos del corazón y del verdejo, naturalmente.    
  

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