Los datos son tozudos: en nuestro país el número de trabajadores públicos por habitante está por debajo del de los países más avanzados de Europa. A pesar de ello no pocos insisten en que nuestras administraciones públicas están muy abultadas en personal. No pocos de estos comentaristas conocen perfectamente los datos, y sin embargo se mantienen erre que erre en ello. Para argumentar tamaña gilipollescencia afirman que en los últimos tiempos el número de empleados públicos ha crecido más que en el resto de países. Lo que sólo indicaría, afirmamos nosotros, que ello expresaría los bajísimos niveles de empleo que existía antes en dicho sector.
Los gilipollescentes no hacen un razonamiento económico sino expresamente ideológico. Su punto de mira es: adelgazar las plantillas hasta conseguir, también por esa vía, un Estado anoréxico. Por otra parte, ya a corto y medio plazo, la intentona es aprovechar la ocasión para proceder a despidos en masa como indicación para hacer tres cuartos de lo mismo en el sector privado.
El discurso tiene una lengua bífida: unas administraciones atiborradas de personal y un personal repleto de privilegios ad personam. Precisamente en unos momentos en que los empleados públicos son los colectivos asalariados que tienen ahora una gran vulnerabilidad. La intencionada confusión entre prvilegios (etimológicamente: leyes privadas) y derechos sociales es la punta de lanza, un potente mensaje para provocar la reaparición del tradicional desprecio de una parte de la sociedad a los que están en la ventanilla. Algo que pudo verse ayer cuando un grupo de parados increpó en
Rectifico porque se me ha ido el santo al cielo: no se trata de gilipollescentes sino de una actitud minuciosamente organizada. Es el contumaz ataque de quienes parten de una consideración que, tiempo hace, hemos descubierto: de los que están a favor de la eliminación de los derechos de los otros y en contra de que se eliminen sus propios privilegios.
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