miércoles, 26 de febrero de 2014

HABLANDO DE CATALUÑA A CALZÓN QUITADO



Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado de lo Social del Tribunal Superior de Cataluña


Ya sé que uno es juez y no debería hablar de cuestiones políticas. Y menos de ésta, porque uno es catalán. Pero ocurre que estamos en unos momentos históricos –aunque algunos no se den cuentan- en los que está en juego algo más que los derechos de un territorio. Y, además, porque esta cuestión ha irrumpido en los últimos tiempos con gran fuerza en el debate interno de mi asociación judicial, con posturas más o menos amables, pero ciertamente enfrentadas en el fondo. Y el último comentario de mi amigo Paco Rodríguez de Lecea en este blog me sugiere saltar al ruedo.

Siempre he intentado rehuir la cuestión, porque el tema me aburre soberanamente. No hace tanto intenté soslayar el tema cuando en Vigo el amigo Joaquín Aparicio quiso  tirarme de la lengua. Pero vayamos a lo que a mí me parecen obviedades.

Primera, el concepto de nación y autodeterminación es algo que hoy no tiene sentido alguno, al menos en Europa, y en un mundo globalizado. Es algo que ya sabemos desde Habermas. Lo que no quiere decir que no existan comunidades sociales distintas. Puede no existir “nación catalana”, pero obviamente y por los mismos motivos, tampoco existe “nación española”. Lo que no vale es negar el particularismo catalán en base a la globalización y seguir reivindicando un modelo de Estado –español- nacional.

Segunda, en España existe el Estado de las autonomías porque a principios de la transición la exigencia del reconocimiento de determinados particularismo era una realidad en Cataluña y el País Vasco –y mucho menos en otros territorios-. La LOAPA y los pactos secretos del 23-F acabaron convirtiendo el “Estado de las Autonomías” en una nueva estructuración del Estado, en el que las regiones del siglo XIX se reconvirtieron en Comunidades Autónomas. Ciertamente, con un poder legislativo y competencias exclusivas. Pero sin reconocimiento de las particularidades de quienes nos sentíamos diferentes. Nada impedía desarrollar por Ley Orgánica el artículo 2 de la Constitución –que se refiere a “regiones” y “nacionalidades”- reconociendo las singularidades. No ha sido así. Y lo más significativo, como dice Paco Rodríguez de Lecea: quién se opuso en su día a la Constitución vigente –fundamentalmente, por la cuestión territorial- es hoy el más firme defensor de su contenido. En la interpretación que se ha acabado implementando.

Tercero, negar que Cataluña es una nación –en el sentido tradicional y ya he dicho que pasado de moda del término- es una necedad. Baste ojear cualquier manual de historia mínimamente serio –no, por supuesto, los ideologizados que creen que España existía desde Viriato, que por cierto era lusitano- para comprobar que el “problema catalán” ha estado siempre allí –y, con todos los respetos, no “el problema riojano” o de la “Comunidad Autónoma de Madrid-. No en vano Ortega calificó la cuestión de “problema irresoluble”.

Cuarto, quién crea que actualmente el “problema catalán” es algo orquestado por los políticos se equivoca de plano. La actual reivindicación del derecho de autodeterminación ha surgido “desde abajo” y el señor Mas no intenta otra cosa que ponerse al frente –a veces, en forma patética- de ese movimiento. Todavía recuerdo el jolgorio de buena parte de los medios –y no sólo los de derechas- tras el batacazo de CiU en las últimas elecciones autonómicas anticipadas. Los que sabíamos qué estaba pasando nos preocupamos mucho, por el crecimiento imparable de Esquerra. El actual movimiento autodeterminacionista lo puede comprobar uno en las conversaciones de ascensor, en el mercado mientras hace la compra, con la señora de al lado y el botiguer. Yo vivo en Sants, un barrio popular, plagado en sus balcones de banderas independentistas. Y aunque ciertamente podría decirse que es una preocupación de “clases medias”, también se ha sumado a ello buena parte de los hijos de la inmigración de los años sesenta. Y lo que es más sintomático: lo “nuevo”, esos chicos jóvenes que están conformado la alternatividad de izquierdas en este país –no sólo las CUP- son prácticamente todos independentistas.

Quinto, la actual situación no nace de la nada, sino de las políticas neocentralizantes del Partido Popular. El independentismo apenas era una fuerza residual hasta los años noventa. Creció con fuerza en la primera etapa de gobierno del PP. Y ahora lo está haciendo exponencialmente, especialmente tras la sentencia del TC sobre el Estatut.

¿Qué ha ocurrido? Pues, simplemente, que el modelo constitucional en su vertiente territorial se ha venido abajo aquí. Porque aquello que surgió como una alternativa creíble para reconocer singularidades históricas se ha acabado convirtiendo en el café para todos.

Ya sé que una buena parte del resto de España piensa que es una cuestión de dineros. Pero no es sólo eso. No es básicamente eso. Lo que ocurre es que, en el fondo, el nacionalismo español de la vieja usanza lo que niega es la singularidad. Y cuando esa lógica centralizante afecta a aspectos como la lengua –que es la característica esencial de la singularidad- ya no valen los viejos pactos.

La inmensa mayoría de los catalanes no podemos entender porqué un modelo de inmersión lingüística que lleva decenios de práctica sin problemas reales –más allá de los exabruptos de absolutas minorías de ultraderecha- se ve ahora dinamitado por la famosa sentencia del TC.

La inmensa mayoría de los catalanes no comprendemos porqué nuestra singularidad real e histórica es negada por una lógica de tabla rasa. La inmensa mayoría de los catalanes no comprendemos que en buena parte del resto de España se haya extendido la convicción de que se persigue a los castellanoparlantes. Si aquí existe una lengua minoritaria es el catalán. Uno puede ser en Cataluña monolingüe castellano, pero es imposible serlo catalán. Permítame una consideración: todas mis sentencias son en catalán. Y estoy convencido que ésa es una mala praxis. En exquisita lógica democrática el idioma de las sentencias la debería fijar la parte actora o recurrente. De tal forma que –salvo alegación de indefensión justificada por la demandada- la lengua del pronunciamiento tendría que tener un correlato con la de la parte instante. Ahora bien, yo no tengo ningún problema en redactar mis sentencias en castellano o catalán. Pero una parte muy importe de jueces de Cataluña no son bilingües, bilingües reales (es decir, que sepan escribir sentencias en catalán) Hay muchas más demandas o recursos en catalán que sentencias en esa lengua.

Y voy a ir más allá: el nacionalismo español no sólo lo representa el PP. También están ahí Ciutadans y, en el resto de España, UPyD: ¿me puede alguien poner un ejemplo de partidos políticos en Europa que, sin ser fascistas, propugnen el nacionalismo de Estado contra las minorías? Y no será porque no existan minorías nacionalistas en el continente… No está de más recordar que cuando dichos partidos han buscado socios europeos para las próximas elecciones no han encontrado referentes de ningún tipo… Si me lo permiten: sólo en los últimos tiempos hallaremos en Europa un discurso similar: el de Serbia en la antigua Yugoslavia. Es más: ¿alguien se imagina un cabeza de lista del PP o el PSOE catalán? ¿hay que recordar lo que pasó con Borrell? El “nacionalismo exclusivista” no sólo se practica en Cataluña o en el País Vasco…

Dicho esto y que quede claro: yo no soy independentista. Llevo toda la vida queriendo “sentirme” español. Es decir, no sólo tener un pasaporte que así lo atestigüe, sino una sensación de pertenencia sentimental a España. Pero ocurre que soy catalán –porque mi lengua materna, en la que pienso, hablo, amo y educo es el catalán-. Y lo que una buena parte del resto de ciudadanos de España no ha entendido es que cuanto más catalán me dejen ser, más español seré.

Y llegado a este punto déjenme hacer dos consideraciones “patrióticas” (y, como tales, probablemente injustas) que explican también la singularidad catalana. La primera, el “humus” democrático está probablemente más asentado en Cataluña que en buena parte del resto del Estado. En primer lugar por motivos históricos –ahí están las instituciones medievales y del Renacimiento como prueba de ello, al menos en Barcelona, porque contra lo que se pueda creer el catalanismo es diverso-. A lo que cabe sumar que, también por motivos históricos, la derecha catalana no ha caído nunca en general en el absolutismo. En segundo lugar, Cataluña ha sido siempre adalid en las reivindicaciones democráticas –no sólo en el siglo XX, también antes-

Pues bien, lo que está ocurriendo aquí es que buena parte de la ciudadanía ha dado por concluso el pacto constitucional. Por tanto, que el modelo surgido de la transición ya no sirve. Dicho lo cual surge la gran pregunta: ¿ya no sirve sólo en Cataluña, tras la famosa sentencia del TC… o ya no es útil en el resto de España?

Uno puede quedarse en el particularismo catalán y no querer saber más de esa España cerril, hija del absolutismo, el borbonismo, la Restauracion, Primo de Rivera y el franquismo. Buena parte de mis conciudadanos han llegado a la conclusión de que esa vieja España no puede cambiarse, por eso quieren irse. Pero algunos –minoritarios aquí- no penamos lo mismo. Nos negamos a creer que “Madrid” –como paradigma de todos los males- sea ésa  realidad que nos asalta cada día  con esos estruendos ideologizados de muchas cadenas televisivas, con esos titulares de medios informativos incapaces de comprender la diversidad (aún recuerdo una portada de “El País”: “Terminado el AVE a Cataluña”…), con esos taxistas oyendo la COPE que te dicen que no hables en catalán con el compañero de viaje del que acabas de desembarcar del avión… Nos negamos a creer que la realidad sea esa, y olvidar el Madrid de las Brigadas Internacionales, de la resistencia antifranquista o el Madrid tolerante de Tierno y la “movida”.

Porque el problema de fondo es que quienes impulsan las políticas neocentralizantes –que son las que en realidad ponen en entredicho el pacto constitucional al que ellos no se sumaron- son los que están poniendo en prácticas la reducción de los derechos de ciudadanía. En definitiva, gran parte de las competencias de desarrollo del Estado del Bienestar –salvo la Seguridad Social, pese al expreso mandato constitucional, por los réditos electorales que la misma comporta- están en manos de las Comunidades Autónomas. Por eso se matan dos pájaros de un tiro: reducir competencias de las CA comporta reducir el Estado del Bienestar. Y lo mismo ocurre con las Administraciones locales…

Corre por ahí un manifiesto firmado por 33 jueces catalanes a favor del derecho a la autodeterminación de Cataluña. No busquen mi nombre: me negué a firmarlo. Y ello porque me niego a creer que el fin de los problemas catalanes pase por la autodeterminación. Nuestros problemas son los mismos que los de la pobreza laboriosa madrileña, de Cáceres o de Murcia. Como tuve ocasión de manifestar a los promotores del manifiesto, éste centraba el foco mediático en el localismo catalán. Y el problema no es catalán: es español y es mundial. Los pobres catalanas se están muriendo en listas de esperas interminables, como ocurre en el resto de España y de Europa. Centenares de miles de catalanes viven en circunstancias extremas, como millones de ciudadanos del resto de España y de Europa. Y no hay manifiestos judiciales que denuncies esa situación. Claro que una cosa no quita la otra, pero el hecho cierto es que ese “otro” manifiesto no existe, ni se le espera.

Me preocupa que esa avanzadilla de la izquierda que ha sido siempre Cataluña se pierda ahora en localismos. Ahí están los datos: las “pequeñas” victorias de la marea blanca o la limpieza de Madrid, o la de Gamonal no ha tenido correlato aquí. El conseller Boi Ruiz –ex jerarca de la sanidad privada- puede privatizar del todo –en parte, ya no era- el Hospital Clínic, pero mis vecinos están más preocupados de colgar banderas. Dicho lo cual: uno anhela que esas preocupaciones tengan también algún impacto en el resto de la izquierda del resto de España. Que se comprenda que el reconocimiento del derecho de la singularidad catalana debe ir inquebrantablemente unido a políticas alternativas empapadas en los valores democráticos republicanos –y no hablo de la III República-. Porque así ha sido en todos los intentos de regeneracionismo democrático de la historia de España. (en los que Cataluña ha tenido un papel central).

Y por eso, los catalanes que aún creemos que la convivencia común es posible nos sentimos tan solos. Porque –al margen de algún posicionamiento de IU, que no ha tenido apoyo unánime- la lógica centralizante sigue imperando en buena parte de la izquierda del resto del Estado. Aún me lloran los ojos del último espectáculo del PSOE votando la propuesta de UPyD la pasada semana (eso sí, con la admonición de que “ya no lo haremos más…”) Es más, cuántos réditos electorales obtiene la izquierda por culpar de todo a Cataluña en determinados territorios…En esa estúpida división se frotan las manos los neoliberales. Lo que se ha quebrado en Cataluña es el pacto constitucional. Y quien no lo vea es ciego. Y si ello es así, ¿por qué no aprovechar la ocasión para reclamar un nuevo marco de convivencia democrática? Y no sólo en el ámbito territorial, también, esencialmente, en los derechos de ciudadanía. Cada vez es más precisa la regeneración democrática. Y en la medida que la izquierda sea capaz de avanzar en ese terreno se desactivará el discurso independentista catalán.

Eso es lo que está en juego ahora. ¿Tan difícil es dar el salto hacia una nueva conformación constitucional? ¿Tan difícil es comprender que el “problema catalán” es el “problema español”? Por eso los amigos del resto del Estado me van a permitir un consejo: dejen de mirar a Cataluña y empiecen a pensar en su propia realidad. Si ésta se soluciona, también se hará aquélla.



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