miércoles, 4 de julio de 2012

VIDA DE GRAMSCI



Conversación sobre el CAPÍTULO 18.3 EL ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA


  
Querido Paco, tengo muy presente lo que en anteriores comentarios decías sobre las difíciles condiciones de Gramsci en la cárcel. De un lado, su delicada salud que se iba deteriorando a marchas forzadas; de otro lado, las ásperas polémicas con algunos de sus compañeros de partido, pletóricos de sectarismo y que, a decir verdad, le hicieron la puñeta a nuestro amigo sardo. A ello también se refiere Trentin en esta tercera parte del capítulo que comentamos. Entonces me ha acordado de la biografía del gran dirigente comunista italiano. Se trata de Vida de Antonio Gramsci, escrita por Giuseppe Fiori y traducida magníficamente por Jordi Solé Tura. La publicó Península en 1968. Recuerdo que la leí en la cárcel de Soria; aquel ejemplar todavía lo conservo. Precisamente organizamos algunas conversaciones en el penal sobre dicho libro, siendo Angel Abad el padre superior de aquellas tertulias.   

Sería una lástima que ese libro estuviera descatalogado, así es que te propongo que nos convirtamos en una orden mendicante para que se volviera a reeditar tan preciosa y aleccionadora biografía. Tal vez Xavier Folch pudiera echarnos una mano. ¿Hace?

En todo caso, voy a poner en marcha una presión a través de las redes sociales –facebook y las otras—para que una cofradía representativa demande a quien corresponda la reedición de aquella biografía.

Tuyo, en la Idea, JL


Habla Paco  Rodríguez de Lecea

Hay un tema en esta tercera parte del capítulo 18, José Luis, de una trascendencia enorme para todo lo que estamos hablando. Trentin lo explica del modo siguiente: hay un momento en la historia del marxismo en el que se subvierten los medios y los fines. Lo que empezó siendo un medio, la propiedad pública de los medios de producción y la ocupación de los aparatos de Estado, se convierte en el fin último al que se puede y se debe sacrificar el gobierno de las condiciones de trabajo y de la creatividad de los hombres, convertido ahora en simple medio para alcanzar aquel fin.

No es precisamente una idea nueva la de que la patria está por encima de los individuos que la componen, y de que es bueno y decente exigir al ciudadano los mayores sacrificios en el altar de la dicha patria, incluido el sacrificio de la vida. Ha sido el trending topic utilizado en todas las guerras que en el mundo han sido, las de religión, las de sucesión, las de anexión y las de toda especie. Dulce et decorum est pro patria mori, decían los antiguos. Pero nunca hasta la implantación de la mecanización industrial –que yo sepa–, se había publicitado de la misma manera el deber patriótico de producir, hasta el punto de crear una sociedad de individuos cada vez más alienados por el doble trauma de un trabajo a todas luces ingrato y fatigoso y de una propaganda insidiosa que transforma ese mismo trabajo en ofrenda voluntaria y prenda de futuro de la «prosperidad» que llegará de la mano de un mayor desarrollo económico.

Como dicen que una imagen vale más que mil palabras, suspendo el hilo de mi razonamiento para darte esa imagen. Ocurrió hace diez o doce años. Un amigo mío, jefe de compras de una empresa metalmecánica, viaja a una de las repúblicas del Este europeo para concretar la adquisición de barras de una aleación especial de acero que le han ofrecido por catálogo a buen precio. Paso por alto el viaje, la noche en el ‘mejor’ hotel de la ciudad, donde la cama no tenía sábanas, y el viaje de madrugada en coche oficial hasta el kombinat, en compañía de un directivo de la empresa y un traductor. El momento al que deseo que atiendas en particular es aquel en que mi amigo desciende del coche en la gran plaza central del kombinat. Delante de él aparecen formados en fila los obreros y obreras, preparados para iniciar su jornada. En una pequeña tribuna, en posición de firmes bajo la bandera desplegada de la república, el director del complejo y su alto estado mayor. Detrás, un gran panel de unos 25 metros de longitud y 10 de altura, esculpido en relieve y policromado, muestra a Lenin con el brazo extendido señalado un punto del horizonte en el que se empieza a elevar un sol resplandeciente, y detrás de Lenin una multitud de obreros, campesinos, soldados, mujeres dando el pecho a sus rorros en brazos, tractores, camiones, grúas y otros medios mecánicos, todos ellos avanzando a una en dirección al lugar que Lenin señala. El director del kombinat hace un pequeño discurso alabando la cooperación económica entre países, los beneficios del comercio internacional, etc., que el traductor vierte en inglés al oído de mi amigo. Finaliza el breve pero emotivo acto, desfilan los productores hacia sus puestos de trabajo, se dirigen el director y su staff, mi amigo y el traductor a la sala de reuniones, circulan el té, el vodka y las pastas, y expone mi amigo por fin su petición: cuántas toneladas de aleación de acero en barras pueden proporcionarle, y a qué precio. Y el director contesta: «Hace ocho años que no fabricamos ese tipo de producto.»

La imagen a que me refiero no es el anticlímax final, sino el panel que ya bastantes años después del final de la Unión Soviética mostraba aún a Lenin señalando el camino de un futuro glorioso a los trabajadores. En Estados Unidos emergieron con fuerza en los años treinta, aún en plena Gran Depresión, los mitos del triunfador, el self made man y elamerican way of life (Arthur Miller los puso en solfa en “La muerte de un viajante”, un drama-panfleto perfecto contra los efectos letales del taylorismo combinado con la propaganda.) La Unión Soviética opuso el mito del buen obrero, el Stajanov, el hombre capaz de superar con su sobreesfuerzo las tasas de producción asignadas por el plan quinquenal, para mayor beneficio del Estado socialista. Ambos mitos tuvieron su contraparte en el número cada vez mayor de «inadaptados» o «saboteadores» que pasaron a engrosar la clientela de los consultorios psiquiátricos y/o los penales yanquis, más la población estable de la miriada de campos de trabajo y de reeducación ubicados en Siberia y otros lugares escogidos del extenso territorio soviético.

Uno de los textos más penosos de Gramsci (uno de los pocos textos penosos de Gramsci) es aquel en que compara el trabajo de los amanuenses antiguos y el de los linotipistas modernos para concluir con la afirmación des las ventajas de trabajar sin pensar, dejando simplemente que los haces musculares y nerviosos mecanicen el gesto físico y el ritmo impuesto. «Una vez consumado el proceso de adaptación», señala, «el cerebro del obrero, en vez de momificarse, alcanza un estado de completa libertad.» (¿Y qué?, argumenta el último pecador gramsciano de la pradera, que también es currista. Al Faraón de Camas le devolvieron al corral más de un morlaco, y no dejó por eso de ser quien es.)

Me parece una excelente idea que alguien reedite la “Vida de Gramsci”, José Luis. No sé si encontraremos un editor dispuesto a la aventura con la que está cayendo, pero, como comentabas hace unos días, el Manifiesto comunista bien se está vendiendo en el mercado libre. Es sólo un síntoma, si quieres. Pero ahí está.

Un caluroso saludo, Paco


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