Javier Tébar Hurtado, Historiador*
La privatización del pasado es un fenómeno del que echamos
cuenta en pocas ocasiones. A menudo ni reparamos en él. Rodolfo Walsh, ese
periodista argentino, del que de ser neoyorquino tal vez tendríamos otras
referencias e incluso otras valoraciones -y cabría preguntarse ¿por qué? Como
en otros casos-, ese ciudadano comprometido, digo, ese militante político
convertido en héroe y en mártir por voluntad propia o en contra de ella -otra cuestión
que daría mucho para discutir- lo pensó y supo traducirlo al lenguaje escrito
como pocos: “Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los
trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y
mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores:
la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia
parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las
otras cosas”.
Junto a esta privatización del pasado, o al lado de ella,
mejor dicho, conectada a ella, aparece la individualización de la memoria. La
historia como propiedad privada y la memoria como memoria individual,
arrinconada en el ámbito familiar, son dos fenómenos que coagulan bien con la
etapa del capitalismo tardío en el que vivimos. Ambas nutren la historia como
souvenir y la memoria como anécdota personal, familiar, sin conexión con la
experiencia y la conciencia histórica. Así, resta lo que la memoria olvida.
Esta individualización no es lo mismo que la “memoria
individual” que con fuerza reivindica Tzvetan Todorov en su sintética obra “Los
abusos de la memoria” y otros trabajos; a veces este autor lo hace con tanta
fuerza que lo que presenta es una memoria suspendida fuera de cualquier
contexto colectivo, histórico, como si los individuos fueran plenamente
víctimas o verdugos de su propia historia, sin mediaciones de ningún tipo. Algo
bien curioso, cuando no contradictorio, si pensamos en la propia biografía de
Todorov. También a veces, en su estela o cerca de ella, otros se empeñan en
nuestro país, como es el caso del profesor Santos Juliá de manera destacada
durante los últimos años, en presentar Historia y Memoria como dos figuras
opuestas, cuando en realidad podrían ser en muchos sentidos simétricas, dos
formas de aproximarse al pasado a través de vías diferentes pero no mutuamente
excluyentes. Desde mi punto esta no sólo es una manera equivocada sino también
estéril de plantear la cuestión. La guerra contra la memoria, sin duda una
opción tan legítima como cualquier otra, entendida como medio para defender la Historia conduce
posiblemente a caminos donde la ciencia se presenta como neutral, en sí
necesariamente racional, pero no ayudan a desbrozar la racionalidad o
irracionalidad de la práctica científica, que es otro terreno bien distinto. La
falta de autoreflexividad puede llevar a excluir aquellos fenómenos sobre el
pasado que fermentan en la propiedad sociedad hoy, es decir, en el objeto
fundamental de la ciencia histórica. De esta manera, retornaría de nuevo el
símbolo del “ouroboros”, la serpiente como imagen de la tentación se situaría
en el límite del mundo y solamente en el cielo historiográfico no habría
pecado. Hoy tal vez sea más conveniente retomar la tradición de fondo
materialista que identificaba el ouroboros con el ser humano. Tal vez sea más
necesario no obcecarse en la idea de que el pasado es monopolio de la ciencia
histórica, de que la posible continuidad del flujo histórico está sometida a
más de una palabra. Algo que no cuestiona la naturaleza del propio oficio de
historiador, sino que, por el contrario, la reta.
Hoy, cuando se exige no tener historia para poder
presentarse como novedoso, no sé si nuevo, se exige no tener memoria del pasado.
Hoy, cuando la gerontocracia parece, por lo menos aparentemente, superada por
la juventocracia con el argumento de que “lo joven es renovación”, a uno no le
que queda más que la inquietante sensación de pensar que “lo joven” como marca
vende más y que, por tanto, estamos ante la nueva línea de moda que promete
evitarnos el frío. El mercado ya tiene camiseta con valor de cambio. Defender
la juventud sin pasado es tan estúpido como vender el pasado sin juventud
futura. A la guerra de sexos se suma la guerra de generaciones, todo se apuesta
a un número: las rupturas propiciadas por la confrontación.
Y a pesar de todo ello, hoy debe darse la bienvenida al
compromiso ciudadano a todas aquellas personas que en los años ochenta no
podían perder ni su tiempo ni su dinero. A los que seguían oyendo a Radio
Futura mientras se mofaban de los que les hablaban de política. A aquellos que
reprochaban la pérdida de tiempo y de dinero a aquellos otros que les pegaban
la paliza con la cuestión social. También a los que programaban por entonces
sus carreras profesionales y vitales con pericia. En buena medida, juntos hemos
construido las memorias futuras de entonces, las que precisamente estamos
viviendo hoy junto a parte de los miembros de las generaciones más jóvenes. Por
eso puede ser útil recordarnos que cada lucha debe empezar de nuevo, sabiendo
que existe el riesgo de que la experiencia colectiva se pierda. Como es
necesario ser conscientes de que la historia es fácil presentarla como
propiedad privada, cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas.
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