Nota del blog. En la foto estamos comiendo con el
gran cineasta italiano Carlo Lizzani, recientemente fallecido. Participamos
junto a Carlo en un acto de homenaje a Giuseppe Di Vittorio, padre del sindicalismo italiano.
Fausto Bertinotti
Una imprevista presencia profética ha desgarrado el aire de
nuestro tiempo, un aire que –especialmente en Occidente-- se ha hecho
pesado y opaco, y ha vuelto a poner la mirada abierta en el futuro del hombre.
Desde la Cátedra
de la misma Iglesia que había traído una de las aversiones más orgánicas a la
modernidad, el Papa Francisco toma, precisamente en momentos en que ella vive
una profunda crisis, el núcleo central, la promesa no mantenida, y la hace
revivir en el diálogo con su propio, renovado, proyecto de fe.
En el testimonio de Francisco hay un punto cardinal para el
diálogo entre creyentes y no creyentes. Que se define a través de un auténtico
y verdadero ultrapasar las Columnas de Hércules para entrar en otro mar, en un
mar abierto. Escribe Francisco: «La cuestión para quien no cree en Dios
consiste en obedecer a su propia conciencia. El pecado, incluso para quien no
tiene fe, es no seguir la propia conciencia. Escucharla y obedecerla significa
decidir entre lo que se percibe como bien o como mal. Y sobre esa decisión
pivota la bondad o maldad de nuestra actuación.»
Creo que este Papa le debe mucho a la ruptura dramática de
Benedicto XVI. La experiencia de Bergoglio no habría podido encontrar un
fundamento sin la «ruptura», el «no», que le antecede. Benedicto XVI fue su
protagonista, con su último acto. Lo que asoma detrás de ese acto
extraordinario de un Pontífice que dice «dimito», es la confesión de la propia
fragilidad humana; pero de esa misma fragilidad vuelve a emerger la
inocencia.
El inocente puede afirmar que el rey está desnudo. Sobre esta
sustracción al poder se edifica el pontificado de Bergoglio. Toma por nombre
Francisco como para indicar la vía para sustraerse al poder de la institución
sin entrar en conflicto con ella. Pero la discontinuidad de Francisco con
Benedicto XVI es fuerte y clara precisamente en su testimonio acerca del siglo,
sobre la gran cuestión moderna de la conciencia individual y el derecho.
También Benedicto XVI había llevado la Iglesia a la confrontación
con el siglo, pero por un camino muy distinto: el de la relación entre fe y
razón. En el Bundestag de Berlín reivindicó: «Contrariamente a otras
religiones, el cristianismo nunca ha impuesto al Estado y a la sociedad un
derecho revelado […] sino que ha remitido a la naturaleza y la religión como
las fuentes auténticas del derecho; ha remitido a la armonía entre razón
objetiva y subjetiva, una armonía que presupone que ambas están basadas en la Razón creadora de Dios». A
muchos les pareció esta declaración una apertura a la laicidad. Sin embargo, la
razón seguía siendo dependiente de la luz de Dios, y la verdad era accesible
sólo a quien estaba iluminado por ella. Caritas
in veritate.
Francisco ultrapasa estas columnas. Su discurso se aparta del
sendero teológico que, incluso renovado hasta el punto de utilizar el prefijo
«neo», sigue hundiendo sus raíces en la escolástica, en la tradición. Francisco
parece querer decirnos que ya ha pasado el tiempo de la renovación en la
continuidad. Los términos de la cuestión están ya agotados: es en el amor donde
vive la búsqueda de la verdad; el bien no está fuera del alcance de ningún ser
humano. La fe, para Francisco, es la sal de la tierra, pero la tierra está
diversamente habitada y en ella todos pueden acceder al bien.
Se recomienza a partir de la experiencia humana. El pasaje abre
el camino a la riqueza de la convivencia. La ruptura es límpida. Su raíz puede
encontrarse, quizá, en la
Iglesia antigua. Por lo demás, en los lejanos orígenes de los
grandes movimientos hay más futuro que en su historia reciente. Pablo de Tarso,
en la Epístola
a los Romanos, escribió: «Cuando los paganos, que no tienen la Ley (la Torah ), actúan por
naturaleza siguiendo la Ley ,
demuestran que, aunque no tengan ley, son ley para ellos mismos; demuestran que
todo lo que la Ley
exige está escrito en sus corazones, como resulta del testimonio de su
conciencia.»
Hoy es decisivo este pasaje. Creyentes y no creyentes pueden
volver a caminar juntos cuando las calles son las de la liberación. El alcance
del mensaje, respecto al orden existente en la cultura dominante y en el
sentido común, es revolucionario. La fe de Francisco y la conciencia del
hombre coinciden en el rechazo de la resignación ante los males del mundo. La
ruptura de Francisco restituye al testimonio de fe una misión de autonomía y de
reto al presente, al siglo, a este orden mundial. Vuelve, avasallador, el:
«Somos hombres en este mundo pero no de este mundo.»
Enzo Bianchi ha recordado justamente el
«Camminare insieme» [Caminar juntos] del cardenal Michele Pellegrino en
el Turín de los primeros años setenta. Pero aquel era el tiempo de la esperanza
y este es el del Pontífice. Cierto, el espíritu del Concilio Vaticano II vuelve
a hacerse sentir tras su progresiva reducción al silencio en los últimos
tiempos de la historia y de la
Iglesia. Pero lo del Papa no es un heri dicebamus. Francisco
parece dar cuerpo a lo que Walter Benjamin llamó «el salto del tigre». Es
decir, una cierta mirada a nuestro futuro, una ruptura con el tiempo presente y
sus males, la búsqueda de una vía diferente en el camino de la humanidad, que
hacen revivir lo que de aquel Concilio –superando su época— ilumina todavía la
búsqueda del futuro; la proximidad, es decir, la búsqueda de la vecindad con el
prójimo (los hombres de buena voluntad); la fórmula del Papa Roncalli de la denuncia del
pecado más grande de la humanidad, «la explotación del hombre por el hombre»;
el horizonte liberador de la
Gaudium et spes.
Los actos de Francisco sorprenden porque rompen con la
imagen que la Iglesia
ha querido dar en estos últimos siglos de la presencia del Pontífice en el
mundo, con el ceremonial de lo sagrado cuya representación pública, como
vértice y modelo, era el Papa. En un mundo donde lo virtual y la apariencia son
los signos de los tiempos, el Papa exige la reunificación de la apariencia con
el ser, el reencuentro de la autenticidad. La praxis de Francisco forma parte
de su revolución. No se debe olvidar que es un «Papa venido del fin del mundo»
y que ha querido llamarse Francisco. Podemos interpretar sus actos, no como una
ausencia de teología, sino como una teología de la praxis. Se podría decir,
siguiendo la pauta de una fórmula célebre, que Francisco pone la fe con la
cabeza arriba y los pies en el suelo; y que la hace caminar con los pies
descalzos.
Es significativo que un teólogo como Leonardo Boff no ha buscado
en el Papa ninguna proximidad con su teología de la liberación, sino que ha
leído en la praxis de Francisco la búsqueda de lo divino en el hombre y en la
liberación del hombre de toda forma de opresión y alienación. La pobreza
se revela, en las palabras de Francisco, como una encrucijada decisiva. Una
pobreza elegida –en la Iglesia
y de la Iglesia —precisamente
para combatir las pobrezas, todas las pobrezas que se han impuesto a muchos por
la acumulación de poder y de dinero en las manos de unos pocos. Palabras como
piedras. Palabras, las del Papa, que no se limitan a la denuncia de los males
sino que se dirigen a sus causas: el poder, la riqueza, el dinero.
Basten las palabras del Ángelus del 8 de setiembre en las que el
No a la guerra se acompaña con la denuncia de los intereses materiales que la
generan: desde la producción y el tráfico de armas hasta el suministro de
energía. Más todavía, las palabras de denuncia de este sistema económico:
«Este sistema económico tiene un ídolo que se llama dinero.» Las injusticias
intolerables, la destrucción de la humanidad de nuestro tiempo, tienen ahí su
histórica primera causa. De su rechazo nace el deseo de caminar juntos.
Traducción a cargo de la Escuela de Traductores de Parapanda.
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