Riccardo Terzi*
Primero
El destino
de todas las palabras es ser superadas y consumidas por el tiempo, así acaban
siendo atrapadas en la banalidad vacía y redundante de la retórica. Por eso,
todo nuestro vocabulario debe ser redefinido para restituir a las palabras su
fuerza significante y discriminante. Las palabras, así, se han convertido hoy
en un campo de batalla donde se decide el sentido que queremos darle a nuestra
vida, a nuestro estar en el mundo.
La solidaridad: ¡cuántas veces se usa
y abusa de este concepto, como una especie de condimento sentimental que sirve
para endulzar la realidad, para neutralizar las contradicciones y las asperezas!
Con un pellizco de solidaridad todo se ajusta, todo queda justificado y
aceptado finalmente se pierde su verdadero sentido y lo que queda es sólo
retórica barata, que se desliza sobre las cosas sin dejar huella alguna.
Probemos ahora a explorar el sentido de la solidaridad y sus posibles
interpretaciones para entender qué puede significar concretamente en nuestra
vida colectiva.
Segundo
En primer lugar, ¿dentro de qué perímetro puede ser
ejercida? Si el perímetro es demasiado estrecho, la solidaridad acaba siendo
ahogada dentro de un angosto mecanismo de autodefensa y se convierte, así, no
en un gesto de apertura sino en su contrario: en una maniobra de enroque. Ya se trate de un clan familiar, de una
corporación, de una logia masónica o ya de una organización criminal, en todos
estos casos hay un rígido límite que separa lo que hay dentro y lo que está
fuera, y la solidaridad interna tiene como su inevitable consecuencia la
hostilidad hacia todo lo que está fuera de dicho límite. El trato dominante se
convierte entonces en una lógica de exclusión. Y esta lógica la encontramos en
las más variadas manifestaciones de nuestra vida social, ya que constituye una
dialéctica amigo / enemigo, dentro / fuera, porque toda comunidad se fundamenta
en el rechazo del otro.
Así ocurre, por ejemplo, en las las formas de
identidad étnica que basan su destino en una presunta pureza originaria, y que
por ello están siempre en guerra con todo lo que, desde el exterior, puede
perturbar esa identidad profunda y obscurecer sus raíces culturales o
religiosas, imaginarias con frecuencia y provinentes del mito. El leguismo [el
autor se refiere al partido de la Lega Nord ,
N. del T.] ha ofrecido al Norte este modelo de solidaridad, donde la
intolerancia de matriz racista no es una desviación sino una componente
esencial que da coherencia y vitalidad a todo un modo de pensar, ya que es la
misma comunidad la que se define a partir de la identificación del enemigo.
Sin embargo, este mismo discurso vale para todos los nacionalismos, y si
la retórica separatista la sustituimos por la retórica patriótica no habremos
cambiado sustancialmente nuestro esquema mental.
Ahora bien, ¿hasta dónde se puede alargar el
perímetro de la solidaridad? ¿La respuesta a la cerrazón y a la intelorencia es
el universalismo, la idea de una solidaridad sin límites? Todos estamos llamados a responder
positivamente a este interrogante y sentir profundamente el valor de las
instancias universalistas, pero debemos advertir que incluso en esta noble
tensión ética hay una trampa, un vacío de la solidaridad como práctica real. Si
el límite se amplía desmesuradamente acaba siendo abstracta, teórica, porque ya
no tiene un objeto concreto y visible al cual dirigirse. Ya no existe “el
próximo” sino solamente una lejana nebulosa que no interfiere directamente en
nuestra vida.
Puede ser útil releer algunos momentos del Zibaldone, de Giacomo Leopardi, allí
donde el autor ironiza sobre la fábula del amor universal, que aparece como la
excusa ideológica, como sostén de la conducta egoista ya que el amor a todos
equivale al amor a nadie. El universalismo, así, corre el riesgo de ser una táctica
oportunista para tranquilizar la
conciencia sin poner verdaderamente en discusión las estrcuturas sociales
existentes y el propio estilo de vida.
Para Leopardi, que soñaba una posible emancipación
de Italia tras una larga decadencia, la nación era el lugar de la solidaridad.
Hoy podemos y debemos mirar más allá, porque hemos entrado en la época de la
globalización, y todas las identidades tradicionales han sido sometidas a
discusión. Pero sigue siendo válida, a mi juicio, su advertencia: el universalismo
puede ser finalmente la sublimación de la indiferencia.
Nos sentimos «ciudadanos del mundo» sin sentir
ningún víncolo específico de pertenencia, pero la entrada en esta dimensión
commopolíta alargada tiene el efecto de reconocernos en nuestra personal vida
individual y de disolver todos los vínculos sociales. Y si miramos bien la
realidad, ésta es hoy la trayectoria prevalente, con la solidaridad que se
degrada en tanto que retórica, como exhibición moralizante sin que haya un
análisis profundo de las contradicciones de nuestro tiempo. Es el fenómeno que
el Papa Francisco llama la «globalización de la indiferencia».
Hoy, frente a un mundo cada vez más integrado, el
punto de vista de Leopardi ha sido superado y se puede intentar actuar en un
horizonte más amplio. La idea de
solidaridad debe ser repensada y
redefinida a la luz de los nuevos procesos globales. Sin embargo, es esencial,
en mi opinión, mantener toda la concreción de su impacto en la realidad; es
decir, mantener el sentido de “proximidad” a quienes se dirige. Desde este
punto de vista, tiene un valor emblemático el fenómeno de la inmigración ya que
en él están juntos el universalismo y la proximidad, y ello nos habla al mismo
tiempo del mundo y de nuestra vida concreta asociativa. Es precisamente ahí, sobre ese terreno
determinado, donde vemos la insuficiencia, si no el fracaso, de las teorías
universalistas abstractas. Porque en la realidad se ha abierto un sin fín de contradicciones,
sociales y culturales, que no puede ser afrontado sólo con los recursos de la
ética y con la reclamación de derechos, sino que exige estrategias políticas y
capacidad de gobierno y regulación de los procesos. Hasta ahora no ha habido soldadura
alguna entre el discurso ético y el discurso político. Y sobre la inmigración
asistimos a una continua oscilación desde el enfoque moralizante al más cínico
realismo. Esto es, hoy, el más desafiante banco de prueba sobre el que se mide
en lo concreto la idea de la solidaridad.
Europa puede ser el nuevo horizonte donde construir una nueva
solidaridad entre los pueblos, poniendo fin a la larga y trágica situación de
las guerras y de los conflictos nacionales. Pero el dominio tecnocrático, que
caracteriza todas las instituciones europeas se ha movido, hasta ahora, en la
dirección opuesta. La Europa
de hoy no es el lugar de una pertenencia común ya que está dominada por una
restrigida oligarquía de poderes que impone su lógica exclusiva –contraria a
las razones de la solidaridad-- como se
ha visto visiblemente en el dramático caso de Grecia; y como puede verse en
otros países, si no cambia el paradigma de gobierno de las instituciones
europeas.
Pero,
volviendo a la cuestión del perímetro, no me parece posible una respuesta
unívoca. Debe haber un impulso incluyente y universalizante. Sin embargo, es
necesario tener los pies en la tierra y pensar la solidaridad no como una
teoría sino como práctica real. Lo que es esencial es el espíritu de apertura,
de no exclusión, e impedir de esa manera cristalizaciones, cerrazones y lógicas
de secta. La solidaridad parte de lo vivido concretamente y al mismo tiempo
debe esforzarse para alargar su campo de acción. Es este equilibrio cotidiano,
de particular y universal, lo que debemos saber hacer.
Tercero
La segunda gran cuestión es la
relación entre las causas y los efectos. Si la solidaridad es un modo de
hacerse cargo de las situaciones del sufrimiento ¿en qué nivel
intervenimos sobre las razones
estructurales de este sufrimiento o sobre su inmediatez existencial? Aquí tenemos
una histórica línea divisoria entre la tradición socialista y la
cristiana. El socialismo se ha ocupado
de las causas; la religión cristiana lo ha hecho sobre los efectos. Pero esta
dicotomía tiene un sentido, ¿es una brecha, o se trata más bien de integrar
estos dos puntos de vista? El acento unliteral sobre las causas deja totalmente
abierto un territorio de necesidades, de sufrimientos, de derechos que reclaman
una determinada forma inmediata de reconocimiento. Por otra parte, el acento
unilateral sobre los efectos acaba por descuidar totalmente los mecanismos
sociales que producen las situaciones de sufrimiento y, entonces, la más noble
acción de solidaridad queda confinada en un espacio estrecho y no tiene la
fuerza de proyectar una línea de cambio.
Cada una de estas dos opciones es de,
por sí, incompleta y parcial, y sólo en la integración de ambas –pero no
opuestos puntos de observación-- se
puede conseguir un suficiente nivel de eficacia. Causas y efectos son dos
aspectos conectados, entrelazados y su separación es siempre un acto
arbitrario. Si sólo nos ocupamos de un aspecto no nos ocupamos del todo: de la
totalidad de la condición humana.
Es
esencial que estas diversas instancias se puedan encontrar y producir una
síntesis positiva. No es cuestión de doctrina o ideología, sino de convergencia
práctica, de eficacia de la acción, con una intervención multilateral que sea
capaz de unir los diversas aspectos de la realidad: el presente y el futuro, lo
inmediato y la perspectiva en un cuadro unitario de pensamiento y acción.
La
solidaridad conoce una pluralidad de formas, de recorridos y de sujetos a
quienes dirigirse, porque se ocupa del archipiélago del sufrimiento humano que
tiene infinitos matices que afecta en su integridad y complejidad a la vida
concreta de las personas en sus aspectos físicos, económicos, relacionales,
materiales y espirituales. Así pues,
¿hacia dónde debe orientarse prioritariamente la solidaridad? No existe, no
puede existir, ningúna escala jerárquica y cada uno es libre de elegir su
particular campo de intervención, sabiendo que es sólo un segmento, un
fragmento de realidad, pero sabiendo también que en ese fragmento está en juego
la totalidad de la persona. Nos podemos ocupar de enfermos terminales, de tóxicosdependientes,
de presos, de inmigrantes, de los sin techo, de enfermos mentales y, así, hasta
el infinito. Todo ello confluye en el
gran río colectivo de la solidaridad.
Lo que
unifica todas estas diversas trayectorias es la idea de persona, el valor de su
autonomía y dignidad. Si se mira bien, en todas las situaciones de sufrimiento
se trata de reconstruir las condiciones de autonomía para una vida libremente
elegida y no dominada por potencias externas. En esto consiste la dignidad en
la que insiste en numerosos pasajes nuestra Constitución.
“Autonomía”
es la palabra clave, porque significa poder proyectar la propia vida y
aligerar, dentro de lo posible, todo el peso de los condicionamientos de los
vínculos y de las imposiciones autoritarias. La persona, y no la clase, es el
sujeto de la solidaridad, no porque el concepto de clase haya perdido
significado, como algunos sostienen, sino porque aquí se trata de la condición
humana en sus aspectos más generales y la pertenencia de clase es sólo una de
las componentes de esta condición importante, pero no exhaustiva.
Sin
embargo, queda como esencial la cuestión del trabajo, porque –a pesar de todas
las transformaciones-- el trabajo es el
elemento estructurante de lo que constituye la identidad de la persona. Y del trabajo no sólo debemos ocuparnos de sus
aspectos cuantitativos sino, sobre todo, de la calidad de vida que en ello está
en juego. No basta con crear trabajo,
hay que ver cómo el continente del trabajo puede ser liberado de tantas formas
de opresión, de dominio autoritario que oponen trabajo y autonomía de la
persona. Es el clásico tema de la
alienación, de la que se han ocupado filósofos, que hoy no parecen interesar a
nadie –ni siquiera a la izquierda--
porque el mercado se ha situado en el centro y no la persona. Si
corregimos el punto de mira, considerando que el mercado debe ser una
institución que debe ser regulada en función de las necesidades, se abre un
vasto territorio de reproyectación social, y en este trabajo la solidaridad adquiere
todo su significado, recuperando la socialidad de nuestra convivencia y la
dignidad de la persona.
Cuarto
A mi juicio, en la práctica de la
solidaridad no hay ningún valor de principio en la contraposición entre público
y prvado que es sólo la prolongación de una antigua disputa ideológica que hoy
está privada de significado. Lo público no es, de por sí, una garantía de
respeto de los derechos fundamentales; lo privado no puede identificarse con
los negocios (affarismo)
especulativo. En entrambos campos pueden haber diversas soluciones, diversos
terrenos, y es necesaria una valoración cualitativa con una posición de
severidad crítica, sin condenas o obsoluciones apriorísticas.
Como dice el principio constitucional
de la subsidiaridad, público y privado, pueden integrar y, conjuntamente,
concurrir a la realización del bien común. Es necesaria una garantía pública en
lo atinente a los derechos fundamentales y, al mismo tiempo, es un espacio muy
amplio que puede cubrirse por la libre iniciativa social, valorizando todas las
redes del asociacionismo y del voluntariado.
La
solidaridad es la capacidad de entrar en relación con las áreas del
sufrimiento, y esta es una demanda que se refiere a todas las formas de la
iniciativa social, pública y privada, valorando las diversas iniciativas con el
metro exclusivo de las necesidades humanas que reclaman su reconocimiento. En
este campo es perjudicial que todo se oriente al Estado como al mercado, porque
la sociedad es donde puede tomar formas concretas proyectos de sociabilidad y
solidaridad; el sindicato es uno de los posibles protagonistas de este trabajo
social, uniendo trabajo y ciudadanía, empresa y territorio, derechos sociales y
derechos civiles.
Quinto
¿Qué relación existe entre
solidaridad y justicia? Pienso que deberían diferenciarse netamente, porque la
justicia es una dimensión de la política, mientras que la solidaridad es una
dimensión de lo humano, y ella –como dice la doctrina de la Iglesia Católica-- excede a la justicia, va más allá de las
normas jurídicas que regulan un determinado sistema social. La justicia se
traduce en la igualdad de la norma que tiene un alcance indefinido de
situaciones individuales y posee siempre un carácter coercitivo, unificante que
no puede ocuparse de un sujeto particular sino sólamente a lo general. La justicia es abstracta, la solidaridad es
concreta. El caso más visible de esta
dicotomía es el de la situación carcelaria que, por un lado, es la justicia en
acto, es la situación de la ley, pero es también un lugar de sufrimiento que
tiene necesidad de ser frecuentado por gestos de solidaridad. Así que es un territorio humano que
todavía está sin cubrir por la
acción política, incluso la más justa y progresista; es un territorio inexplorado e intersticial donde está
en juego la experiencia existencial de la persona, que representa siempre una
desviación, un residuo, un movimiento que se desmarca de todo lo que está bajo
el dominio de lo político y de lo jurídico. La solidaridad se ocupa de estos
intersticios, sabiendo que ellos no son un residuo secundario, sino solamente
el lugar donde se decida la calidad concreta de la vida.
Sexto
En este aspecto no podemos evitar la
pregunta que es verdaderamente crucial y desafiante para cada uno de
nosotros: ¿en qué medida la solidaridad
estructura nuestra vida, constituye la trama y la forma, en qué medida estamos
dispuestos a hacernos guiar coherentemente por una norma de solidaridad? El Papa Francisco ha hablado de los
«cristianos de salón», cuya religiosidad es sólo formal, conformista, y cuya
vida real no está presidida por la fe, sino sólamente por la conveniencia. Es un examen de conciencia que debería valer
para todos (cristianos o no) porque este residuo entre valores predicados y
comportamientos reales tiende siempre a reproducirse y, con frecuencia, ocurre
que no se tiene conciencia de esta contradicción. Así que es esencial el discurso sobre los
estilos de vida. Y este discurso tiene mucho que ver con la crisis actual de la
representación. Porque la relación entre representantes y representados puede
funcionar solamente si hay una ligazón auténtica, una comunión de valores y de
vida, y la relación de confianza entra en crisis si hay una distancia, una
ajenidad, si la política se presenta con la faz de la casta, del privilegio y
del oportunismo.
En una sociedad que tiende a estar
regulada sólo por la lógica competitiva, donde cada cual se afirma a costa del
otro, donde sólo el éxito es la vara de medir la valoración de la persona, la
solidaridad –si se toma en serio—representa el hundimiento de esta lógica. Es
el movimiento con el que, individual y colectivamente, nos liberamos de la
lógica competitiva y entramos en un horizonte diferente, donde el centro ya no
es el yo narcisista sino el sentido de la sociabilidad, con la condición,
naturalmente, de que no se trate de un cambio de fachada, de apariencias, sino
la condición de nuestras opciones de vida. Este es el desafío que debemos responder.
¿Hasta dónde estamos dispuestos a meternos en esa apuesta? El punto central de todo este discurso es que
el yo se realiza en la relación con el otro, rompiendo así la tesis de la Thatcher que dice que
sólo existen los individuos, no la sociedad. La solidaridad vive en la
proximidad, en el trabajo cotidiano de relaciones con el otro y de constitución
de una nueva sociabilidad. No se agota en la excepcionalidad de una emergencia
o en el gesto exterior, sino que es real sólo cuando se convierte en una fuerza
vital. Y todo ello exige también un importante desafío interior para liberarnos
de todas las infinitas escorias morales y sociales que contaminan nuestra
vida.
* Riccardo Terzi es miembro de
la dirección del Sindacato de Pensionati Italiani (Spi – Cgil)
Traducción de Carlos Tebaldi (Escuela de Traductores de Parapanda)
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