Nota editorial. La
conversación sobre el libro de Trentin, La ciudad del trabajo, izquierda y
crisis del fordismo, entre Paco Rodríguez de Lecea y un servidor, versa sobre el
CAPÍTULO 7 (3) Del “salario político” a “la autonomía de lo político” (Tercera
parte)
Querido Paco,
hasta donde hemos comentado el libro de nuestro amigo Bruno Trentin podemos
sacar una primera conclusión: no es gratuita la insistente machaconería del
autor en torno a las cuestiones de la organización del trabajo y su polémica con
los detractores de que el sindicato interviniera en ese terreno. No se dirigía
a los intelectuales que esquemáticamente podríamos denominar izquierdistas,
también dirigía sus dardos contra el grupo dirigente del PCI –dirigido por
Berlinguer-- que, con la excepción de Ingrao, sólo estaba interesado en el
conflicto tradicional (horarios y reducción de la jornada) y veía como herejía
que la acción sindical rebasara esos límites; tres cuartos de lo mismo
podríamos decir del Partido socialista italiano. Por no hablar de la cultura
dominante en la CGIL
y el resto de las organizaciones sindicales italianas. Por cierto, es necesario
recordar que Togliatti nunca vió con buenos ojos el planteamiento de Giuseppe
di Vittorio con aquel proyecto del Piano del Lavoro, cuyo objetivo iba más allá
de las iniciativas y prácticas sindicales tradicionales. Lo que me trae a la
memoria el ninguneo que el Partido Comunista de España hizo del camachiano Plan
de solidaridad contra el paro y la crisis. Más allá de las limitaciones y lagunas
de este proyecto que intentó poner en marcha nuestro Marcelino Camacho, lo
cierto es que el partido --¿te acuerdas, Paco?— nunca estuvo por la labor.
Comisiones, de esa manera, podía entrar en un itinerario que se saliera de los
modelos canónicos en que papá-partido había decidido confinarle.
Comoquiera que
nuestros amigos italianos del sindicalismo dieron de lado las reivindicaciones
sobre la organización del trabajo y otras anejas; y, dado que nosotros en
España, nunca lo abordamos, hemos consolidado un sindicalismo de tutela,
¡lo que no es poca cosa! No sólo no es poca cosa sino que, incluso, es
necesario que lo sea todavía más “de tutela”. Pero no es de transformación
del trabajo. Y, entiendo yo, esta es una de las limitaciones que tenemos. Más
todavía, una de las gangas que los sindicalistas de nuestra generación hemos
dejado a los que nos siguieron. Pero que éstos mantienen no como ganga sino
como un tesoro. Así pues, del sindicalismo de tutela (que no es poca cosa) se
desprende el conflicto de tutela, pero no el conflicto por la transformación
del trabajo.
Entiendo que
no tiene nada de sorprendente la convergencia de “los izquierdas” con los
grupos dirigentes de la izquierda en torno a la inmutabilidad sagrada del
taylorismo. Todos los que se salieron de esa órbita eran vistos como
sospechosos: desde la
Luxemburgo hasta Trentin pasando por Karl Korsch, por no
hablar de la “loca” (según un intemperado Trostky) de Simone Weil. También en
la bondad del taylorismo coincidieron los dirigentes soviéticos con aquel
perillán de Louis-Ferdinand Céline (como lo oyes, Céline) que partía de la
lúcida y cínica afirmación de que el taylo-fordismo configuraba una selección
natural entre las personas y, por tanto, era el instrumento ideal de gobierno
de la fuerza de trabajo en una sociedad totalitaria.
Tal vez pueda
parecerte una “fuga hacia delante”, pero entiendo que una de las formas de
salir de esta vorágine contra reformista en la que estamos es a través de un
proyecto sindical (preferentemente unitario) que sitúe los temas de la
organización del trabajo como eje central de las reivindicaciones con la mirada
estratégica de la salida gradual del taylorismo. Lo que no quiere decir, ¡dios
me libre!, de abandonar la acción de tutela y el conflicto distributivo. Pero,
sólo en este terreno (el del conflicto distributivo) la carga sobre Sísifo
siempre tendrá más toneladas y la cuesta siempre está más empinada.
Por cierto,
una prueba de que estamos en condiciones de apuntar a reivindicaciones que
vayan más allá del tradicional conflicto distributivo nos la proporciona
la huelga recientísima de las enseñanzas en toda España. Una movilización
oceánica. Esta mañana, cuando compraba el pan (yo estoy a lo que me manden) las
señoras comentaban la huelga en Pineda de Marx. Lo cierto es que ha sido la
huelga con mayor seguimiento de las que ha realizado la enseñanza. Y donde en
mi opinión han estado más presentes los vínculos entre el carácter defensivo
(contra los recortes) y la enseñanza pública y de calidad. Por cierto,
navegando por Internet me he podido dar cuenta del alcance, digamos geográfico,
de la movilización. Lo que me lleva a esta consideración: parece que la disputa
por la objetividad de la huelga se ventila entre los convocantes y los poderes
públicos en las ciudades importantes, especialmente Madrid y Barcelona. Y nadie
de los nuestros hace la necesaria ostentación de que en León y Tudela, en
Cuenca y Ciudad Real, y no sigo para no aburrirte había, como diría nuestro
inolvidable Tito Márquez “una nube de criaturas” haciendo huelga y en las
manifestaciones.
Dispensa que
insista sobre el uso social de las conquistas. Dices atinadamente que “la utilización
que cada trabajador concreto hace de esas nuevas posibilidades [las que abren
las conquistas] queda fuera del radio de acción del sindicato”. Por supuesto,
el sindicato no es un Savonarola que pretenda moralizar y encorsetar la vida
del prójimo. Pero yo iba por otra vereda más cercana, por ejemplo, a lo
siguiente: es un dato inobjetable que una parte muy substancial de la reducción
de los tiempos de trabajo se ha rellenado con las horas extras. Entonces, algo
tendría que haber dicho el sindicato en torno a ello, porque nuestra
orientación –equivocada o no— iba en otro sentido. Que el interés sea sociológico
me parece evidente. Pero me imagino que para una vida buena. Comoquiera que no me tengo por un monje urbano no hace
falta que diga que estoy por el esparcimiento e, incluso, por la diversión,
incluido el hecho de, si se tercia, ver cómo se tiran Josep Fuentes (de
Lemmerz) y Manolo Ramos (de Telefónica) desde un aeroplano en paracaídas. Hasta
el mismo Trentin, afamado alpinista, usaba su tiempo libre para tan inquietante
actividad. Bueno, ya hablaremos sobre el asunto. En resumidas cuentas, ¿qué
impide que el sindicalismo sepa de cuál es el uso social de sus conquistas?
Mientras
tanto, vuelvo a alzar mi copa por el éxito de la huelga de la enseñanza. JL
Habla Paco
Rodríguez de Lecea.
Querido José
Luis, antes de entrar de nuevo en el hilo de nuestros comentarios, me adhiero
con gusto a tu saludo a la movilización de la Enseñanza. Los
motivos de júbilo son claros: lo que arranca con esa huelga multitudinaria no
es una lucha meramente defensiva, ni salarial, ni distributiva: sino que los
enseñantes mismos, en cuanto que protagonistas y responsables principales de la
tarea que tienen encomendada, reclaman un modelo propio y alternativo de
enseñanza pública y de calidad, contrapuesto a la visión grotesca que se
empeñan en defender el ministro Wert y los responsables autonómicos del asunto.
Me disculpo,
de otro lado, por no haber entendido de primeras tu apunte sobre el uso social
de las conquistas sindicales. Veo que el quid está en la llaga abierta en la
que insistía (supongo que sigue insistiendo) en poner el dedo Javier Sánchez
del Campo: el sindicato logra muchas conquistas que luego se pierden por falta
de control. Como no hay un seguimiento adecuado de su cumplimiento, muchas
veces los beneficiados se desentienden de esas mejoras o, aún peor, como en el
caso de la reducción de horario, las revierten a prácticas contrarias a los
principios que guiaron la lucha por esa mejora. No descarto volver sobre el
tema después de alguna reflexión, y siempre habida cuenta de la tesitura con la
que estamos dialogando sobre estos asuntos: o sea, desparpajadamente, para
decirlo contigo. Bien arrellanados en nuestros sillones de mimbres ya algo
desvencijados, un paypay en la mano y el botijo rezumante al alcance,
resguardados de este curioso solito de finales de mayo detrás del quicio de una
puerta abierta de par en par a la calle mayor de la gran ciudad de Parapanda,
por donde discurre bulliciosa la realidad delante de nuestras narices.
Vengo a dar
ahora en Ingrao. Trentin lo cita en esta parte del capítulo séptimo, y explica
cómo su teorización, mediados los años setenta, de una ‘socialización de la
política’ fue calificada por algunos como propia de ‘anime belle’. Con una
ironía negra de intención bajuna, preciso.
En el libro
que me prestaste el viernes pasado (Pietro Ingrao, Las
masas y el poder. Crítica,
Barcelona 1978, traducción de Ricardo Pochtar), he reencontrado el escrito ‘La
nueva frontera del sindicato’, aparecido en Rinascita en enero de 1975. En el capítulo
correspondiente del libro, hay abundantes subrayados tuyos. Creo recordar que
yo manejé en tiempos una fotocopia del mismo texto en italiano, y también la
cubrí de rayas, notas y signos de interrogación y de admiración. Revisitado el
texto, me aparece una primera perplejidad: ¿qué estilo es ese? Copio al azar el
inicio de algunos párrafos: “No debemos ignorar los problemas y las
tensiones...”, “Sería necio disimularse las graves dificultades...” “No hay que
sorprenderse demasiado...”, “No se trata de extender unos ‘reglamentos’
exteriores; pero no menos claro...”, “Esta pregunta no es tan formal como
parece...” Da la sensación de que el autor se apresura a cada momento a colocar
una negación o una precisión cautelar delante de cada afirmación concreta, más
pendiente de los reproches que se le podrían hacer que del desarrollo de su
argumento. El artículo es una apoteosis de lo perifrástico. Ingrao podría haber
escrito, por ejemplo: “Nadie lo bastante agudo debería dejar de advertir, con
introspección no exenta de prudencia, la súbita rigidez que se impone a mi
apéndice digital...”, donde nuestro Paco Puerto expresaría con desgarro: Mira cómo se me ha puesto el deo.
Para mí que
el estilo es en este caso un indicio claro de incomodidad. E imagino por qué.
Conlleva un mandato de la dirección del Pci que incluye también, dicho con una
palabra que sueles utilizar, un cogotazo. Un cogotazo envuelto en un mensaje
expresado en positivo (la socialización de la política), pero un cogotazo
doloroso. Veámoslo:
«... En ese
retorno al pansindicalismo convergían (y a veces se entrelazaban) un obrerismo
palingenésico de ‘izquierda’, que redescubría la fábrica y consideraba que era
posible resolver en su interior el problema de la revolución y del poder, y un
interclasismo corporativo, que mezclaba doctrinas anglosajonas y sociología
católica, y apuntaba a una liquidación de la democracia representativa en favor
de una relación ‘a tres bandas’: sindicatos, empresarios y Estado [...] ¿Cómo
puede el nuevo sindicato asumir todas las implicaciones que entraña la lucha en
favor de un nuevo tipo de desarrollo, y entrar en el terreno de una proposición
general y ‘estatal’, sin convertirse en un partido tout court?»(Pág. 123)
Donde pone
‘palingenésico’ (he tenido que mirarlo en el diccionario), pon ‘redentor’, y te
queda claro todo el cuadro. No se concreta, ni se da ningún nombre, pero la
acusación es demoledora. Es la acusación del partido-guía que quiere en sus
manos todo el control, todo el poder de decisión en un momento en que está
proponiendo, al estado clientelar de la vieja maquinaria politiquera
democristiana, un envite crucial: modernización de los aparatos de estado y
extensión de las libertades y de la democracia representativa, a cambio de una ‘adecuación’ de los
trabajadores a la maquinaria productiva del capital. O sea, a la epifanía del
taylorismo.
Vuelvo al
texto de Ingrao. Después del palo, la zanahoria sabiamente presentada:
«En síntesis:
la autonomía del sindicato se defiende hoy, no con la autosuficiencia
autárquica, con la separación respecto de las fuerzas políticas, sino
organizando en cambio la confrontación con las mismas en todo el arco del país,
en toda la gama de las asambleas electivas, encontrando en esta nueva
dialéctica el espacio para darle al sindicato un horizonte que no sea sólo
‘redistributivo’ y que sin embargo mantenga la inmediatez reivindicativa que le
es propia. Pero esta es una salida que no puede pesar sólo sobre las espaldas
del movimiento sindical, sino que depende también de la capacidad de los
partidos con base popular para liquidar realmente cualquier clase de
integrismo, cualquier tentación de ‘colateralismo’ y de ‘correas de
transmisión’...» (Pág. 130)
En síntesis:
una nueva relación entre sindicato y partido, una colaboración basada en la
confluencia de propuestas y de discursos, una socialización de la política. Más
de veinte años después, Trentin respondió con precisión demoledora a las
acusaciones injustas resumidas en el primer párrafo citado, y agradeció a
Ingrao su estímulo a definir para el sindicato una nueva frontera con un
horizonte ‘no sólo redistributivo’.
Hubo
posiciones bastante más cerradas que la de Ingrao en aquel debate. Las citas y
las argumentaciones desarrolladas a lo largo del capítulo nos permiten calibrar
la dureza de la batalla. Aquí en España tuvimos, por lo que recuerdo, algunos
retazos de bronca más o menos asimilables a esa polémica, pero en tono mucho
más amortiguado. Los sindicatos y los partidos ‘con base popular’ bastante
teníamos, a partir de 1975, con los esfuerzos por salir a la luz y conquistar
una visibilidad suficiente en el panorama rocambolesco de la transición
democrática. Y la llegada de una izquierda, la socialista, al gobierno en 1982,
ocurrió después del sofoco, o la laminación, de la oposición interna, incluida
la sindical, y sin otro horizonte que el de la economía de mercado y el
gobierno de lo existente. Saludos, Paco
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