jueves, 24 de mayo de 2012

EL VALOR O LOS VALORES DEL TRABAJO



Javier Tébar, profesor de Historia del Trabajo, tercia en la conversación que nos traemos Paco Rodíguez de Lecea y un servidor sobre el libro LA CIUDAD DEL TRABAJO (BRUNO TRENTIN)

José Luis y Paco,

os envío una “interferencia” para vuestro continuado y sugerente carteo electrónico (vaya por delante que os felicito por el género epistolar que habéis puesto en marcha) en forma de diálogos conectados con la traducción al castellano del libro de Bruno Trentin “La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo”.

El trabajo asalariado nace con la “razón productivista” del siglo XVIII, cuando las nociones de producción y trabajo se reforzaron mutuamente, concebidas ambas desde un punto de vista utilitarista, para ofrecer una representación del “progreso” lineal y ascendente de las sociedades en sucesivas etapas evolutivas, que a finales del siglo XIX tuvo un nuevo desplazamiento conceptual dado por la hegemonía de un nuevo factor de producción, el capital, hasta entonces útil colaborador de los otros dos: la tierra y el trabajo. Sabemos, pero no antes de hoy, que aquella fue -cuando no lo es todavía hoy en determinados discursos- una promesa incumplida, imposible de hacer efectiva.

Las diferentes variantes de las ideologías del “progreso”, así concebidas, quebraron de manera definitiva en la segunda mitad del siglo XX. Durante los pasados años setenta    –cuando se dio el arranque de lo que Josep Fontana ha calificado como la “gran divergencia”, entendida en términos de desigualdad social en el mundo- se produjo la “desestandarización” del trabajo y la implantación de las estrategias individuales frente a las colectivas por parte de los asalariados. El fenómeno del paro masivo y la desocupación hizo presencia en las sociedades del pleno empleo occidentales, un fenómeno nacido del pacto social de posguerra. En las sociedades occidentales aquello estuvo acompañado de la progresiva alteración, cuando no “invisibilidad”, de lo que se denominó durante las anteriores décadas el “mundo obrero” en sus diferentes expresiones.

Al mismo tiempo, tuvo lugar una continuada pérdida del valor socialmente reconocido al trabajo -entendido siempre, claro, como “trabajo asalariado”-, un debilitamiento de los vínculos sociales que estableció y de su centralidad social y política. Durante esta etapa se produjeron cambios culturales de largo alcance y, por supuesto, también de orden político como resultado de la globalización de la economía a partir de los presupuestos ideológicos del credo neoliberal rampante a lo largo de los últimos treinta años. Es decir, durante la etapa de tránsito hacia un modelo “postfordista” de las economías que ha provocado no sólo la fragmentación social sino que cambiando el lugar de la clase trabajadora en la política y de su relación con ella. Se hizo presente la cuestión de la progresiva, y aparentemente “extraña”, evanescencia de una identidad colectiva vinculada a la izquierda europea que había venido protagonizando la dinámica sociopolítica desde 1920 hasta como mínimo los pasados años ochenta. Posteriormente, las razones tradicionales para la solidaridad con la causa obrera se vieron alteradas, manifestándose la ruptura con lealtades manifestadas con anterioridad, y provocando efectos nuevos tanto en los partidos de la izquierda como en el terreno del sindicalismo.

En definitiva, la “ciudad del trabajo” cambió radicalmente en muchos aspectos como insistió Trentin, entre otros. Pero quiero destacar aquí uno de esos cambios: “la falta de trabajo en la ciudad”. Esta es la “interferencia” que os proponía para preguntarse qué hacer ante una ciudad donde el trabajo asalariado es un bien escaso, donde los parados constituyen cada vez más una cifra escalofriante –a menudo sólo una cifra que aparece como una mala noticia diaria- difundida con efectos diversos: desde el miedo a la pérdida del empleo, la formación del “ejército de reserva” de mano de obra, hasta el utilitarismo que argumenta reformas de lo que queda de “mercado laboral” con tutelas para reequilibrar la posición de quien demanda y oferta trabajo.

A los parados -aquellos que carecen de empleo y, por tanto, de salario- no les falta trabajo, lo que les falta es dinero y les sobra tiempo, eso sí, si consiguen no quedar desbordados por los “cursos de reinserción” en la vida social y las cada vez más exigentes normas burocráticas que gestionan las prestaciones que reciben (vale la pena ver Ulrich Beck, Un nuevo mundo feliz: La precariedad del trabajo en la era de la globalización. Paidos, 2000). Estas mismas palabras eran recogidas en el manifiesto del movimiento de los “Parados Felices” berlineses, allá por el año 1996, cuando se aseguraba que trescientos años antes los campesinos observaban con envidia el castillo del príncipe, sintiéndose -justamente- excluidos de su riqueza y de su corte de artistas, al mismo tiempo se preguntaba “¿Quién envidia el estrés del manager? ¿Quién desea llenarse la cabeza de cifras insensatas, de besar a las rubias teñidas que tienen por secretarias, de beber sus vinos Burdeos adulterados y de morir de un infarto? (…)”. La respuesta era retórica, claro. Sin embargo, tampoco debería ser una respuesta optimista en extremo. El reality show es un contagio y como en la sociedad, en la empresa no sólo la desplaza, sino que crea “realidad”. Las ficciones contables y la simulación del trabajo –hacer el papel que durante unas horas se le va a pagar, se está dispuesto a pagarle- comienzan a ser un grifo abierto que todo lo encharca (una buena metáfora es la novela, valiente, de Isaac Rosa, La mano invisible). Si la integración en la sociedad es con unos valores del trabajo que enajenan a los individuos, deberíamos romper con ellos y aspirar a otra forma de integración, como apuntaba el manifiesto de los parados alemanes. Porque la crisis del fordismo lo es también de la crisis no asumida de la razón productivista del trabajo.

Lo que os propongo es una breve reflexión con la que introducir algún aspecto sobre el valor o los valores del trabajo, que es probable que os planteé un cierto desenfoque para vuestro animado debate o, quién sabe, tal vez no sea así.



Querido Javier, te agradezco tu atención y el elogio. Más todavía, te animo –seguro que Paco estará de acuerdo--  a seguir “interfiriendo” en estas conversaciones que también, si quieres, pueden ser tuyas. Por mi parte estoy encantado de que nos propongas hablar sobre el valor o los valores del trabajo. De modo que, desparpajadamente, te digo: “tú, que eres joven, abre el melón, digo el debate”. Lo que sí afirmo es que, tratando de tan importante tema, no se introduce ningún desenfoque en nuestro carteo. Es más, en toda la polémica de Trentin con los sabihondos (saccenti) y con los sumos sacerdotes de su partido hay un telón de fondo: el valor o los valores del trabajo. Y, para acumular bibliografía, por ahí debes tener –yo lo tengo en la estantería de gente inquietante— el libro de Robert Castel, Las metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Paidós, 1997. Como decía la vieja canción obrera: Ánimo, pues. Y abre el fuego.

No te escondo las dificultades que vamos a tener en esa conversación. Porque vamos a hablar de los valores del trabajo realmente existente en estos nuestros días. O, por mejor decir, de los valores de los trabajos donde coexisten la mayor diversificación que se haya dado en la historia del trabajo asalariado. Desde luego, procuraremos evitar la traducción a lo actual de los valores de antaño, sería un mal camino. Me pregunto por dónde empezar. ¿A través de una acupuntura de todas las diversidades del trabajo y, posteriormente, de cómo se expresan en la condición asalariada que cambia? Menudo jardín en el que nos metes, querido Javier. Sobre todo porque Paco y un servidor somos ahora del cuerpo de intendencia. Así es que, si te parece, recurramos también a nuestro Ramon Alós que es del cuerpo de artillería y no le asustan estas casamatas. Saludos casi veraniegos, JL 


Habla Paco Rodríguez de Lecea

Querido Javier, más que una interferencia me parece que planteas un debate de fondo morrocotudo. “Si la integración en la sociedad es con unos valores del trabajo que enajenan a los individuos, deberíamos romper con ellos y aspirar a otra forma de integración”, dicen los Parados Felices. El argumento no se refiere a una coyuntura concreta, de escasez de trabajo: es casi ontológico. Marx ya señaló que el trabajo heterodirigido, subalterno, parcelado, mecanizado, enajena. Pero también él señaló que el trabajo es la única vía de emancipación y de autorrealización de una humanidad enajenada.

Pienso que el valor ‘político’ del trabajo es ese. Está en el centro de la sociedad. Desde el principio mismo de la historia, la sociedad se ha estructurado a través de la división del trabajo. Esclavismo, feudalismo, capitalismo, socialismo, anarquía (utilizo este concepto con un respeto profundo, no con el sentido despectivo que ha adquirido en el palabreo habitual de los políticos) son formas de estructuración social a partir de una determinada organización del trabajo.

Sé que con ese argumento no respondo al debate que propones. Pero como dice José Luis, tú estás mucho mejor pertrechado que nosotros para abrir el fuego sobre la valoración del trabajo asalariado en estos momentos del siglo XXI y con la que está cayendo, como suele decirse. Un abrazo, Paco

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