martes, 14 de julio de 2015

Qué lectura de Gramsci, hoy (4 y 5)



Los materiales anteriores de este ensayo de Bruno Trentin, que damos por capítulos, se encuentran en:  RELEER A TRENTIN, RELEER A GRAMSCI (1) y Qué lectura de Gramsci, hoy (2) y Qué lectura de Gramsci, hoy (3). Con la entrega de hoy finaliza el ensayo.  


4.

Puede resultar revelador analizar en profundidad la singular construcción política, pero también jurídica, trufada ciertamente de ideología, que Gramsci propone para legitimar la función de los organismos de dirección de las empresas industriales que sustituyen a la propiedad y a las viejas direcciones empresariales, en el momento de la ocupación de las fábricas, en el verano de 1920: los consejos de fábrica.

Como es sabido Gramsci los definió «embriones de un nuevo Estado» y sobre todo «organismos públicos», contraponiéndolos drásticamente a la «categoría» de las asociaciones privadas (y caducas) a la que pertenecían tanto los partidos políticos como los sindicatos.

Tenía, ciertamente, razón Bordiga al denunciar que la ideología consejista elaborada por Gramsci comportaba la ruptura con el leninismo; y no solo en lo que respecta al rechazo de la función dirigente y hegemónica del partido respecto de otras formas de organización y asociación de la clase obrera. Para Bordiga (y para Lenin), de hecho, los consejos, como organismos de democracia directa (sobre todo en el territorio, no tanto en las fábricas), eran instrumentos de lucha destinados a la conquista del poder en el Estado central, y no, en sí mismos, organismos públicos; y mucho menos organismos autónomos de gobierno de la empresa. Para los socialistas maximalistas, la legitimación de los consejos destinados a ejercer una función —delegada— de gobierno de la empresa no podía derivar sino del Estado central y solo sería verificable, por tanto, después de su conquista y su transformación. Cualquier otra configuración del poder consejista llevaba el conflicto social al aventurerismo y a la derrota.
Y tenía probablemente razón, desde otra perspectiva, Angelo Tasca cuando se preocupaba de reconstruir una estrecha relación entre la acción reivindicativa concreta de los trabajadores y de sus sindicatos y la acción dirigida a condicionar, a través del «control obrero», el gobierno de la empresa, prefigurando en los consejos de fábrica no tanto una estructura pública separada, como la estructura de base de un nuevo tipo de sindicato.

Como se sabe, Gramsci corregirá después sus posiciones, bien por la fuerza, o bien por convicción. A veces irá incluso más allá por ese camino, como en el caso de su elaboración acerca del partido como príncipe moderno.

Pero sería equivocado, cuando se reflexiona también sobre los problemas actuales, despreciar o eliminar la gran intuición presente en la investigación de Gramsci al identificar, a diferencia de Lenin y del socialismo maximalista, el lugar del trabajo colectivo, el lugar de la producción de riqueza, el lugar de la cooperación y del conflicto —que constituye ciertamente el embrión de cualquier sociedad, si no de cualquier Estado— como el ineludible punto de partida (y no como el punto de llegada) del cambio de la relación entre gobernantes y gobernados en la sociedad civil.

En el consejo de fábrica Gramsci buscaba de hecho configurar una sede de decisión, cierto que delegada por los trabajadores, cierto que todavía separada de la promoción de nuevas formas de autogobierno en el trabajo —ya hemos visto las razones de ese «vacío»—, pero de ningún modo delegada por un Estado centralizador. En el proyecto consejista de Gramsci se delinea, de hecho, una concepción del Estado basada en un sistema de autonomías, no solo territoriales, y en la libre expresión de una pluralidad de sujetos institucionales: el parlamento, el poder ejecutivo, los consejos, los partidos, los sindicatos, las asociaciones.

Al valorar críticamente la formulación, sin duda improvisada y «forzada», de un consejo de fábrica entendido como «organismo público» contrapuesto a las asociaciones privadas (partidos, sindicatos), no puede ser infravalorada la preocupación de Gramsci por comenzar, sin esperar el momento mágico de la ocupación del Estado, una «revolución institucional», en primer lugar en el seno de la sociedad civil, al modificar, sobre todo en la empresa, las relaciones entre gobernantes y gobernados. También aparece esa tensión en su intento de legitimar una «sustitución en las funciones» entre propiedad y management de la empresa y consejos de fábrica.

Además, en la definición del consejo como un «organismo público» es plausible atribuir a Gramsci un intento, en verdad extraordinariamente innovador, de hacer entrar, aunque a través de una instrumentación improvisada y equivocada, al trabajo y a los trabajadores como tales en la «polis», desde la consideración de que ésta, la comunidad política, no se agota necesariamente en el Estado; y abrir así una brecha en el gueto del derecho privado y familiar en el que una tradición secular había encerrado al mundo del trabajo.

En abierta ruptura con la doctrina liberal, que mostraba en la ausencia de propiedad y de independencia económica el obstáculo insuperable que inhibía el pleno acceso del trabajador subordinado a los derechos de ciudadanía —y sobre todo a una ciudadanía activa—  también en los centros de producción; que defendía, sobre la base de este dogma, la impermeabilidad del universo privado de la familia, de la relación patriarcal, de la relación entre los sexos y del trabajo subordinado a la cultura de los derechos y deberes, a la cultura del contrato social, Gramsci verá en definitiva, precisamente en las características del trabajo subordinado,  tras el cual hay siempre una persona sometida a la decisión discrecional de otra, el fundamento de un derecho a la decisión compartida y a la ciudadanía activa. Y esto, no hay que olvidarlo, sin ninguna necesidad de invocar, como un a priori determinante, la atribución preliminar al Estado (o a cualquier otra estructura de poder) de la propiedad de los medios de producción y la conversión al ámbito de lo «público» de ese derecho concreto de propiedad.

Es cierto que debido a la «tenaza» antes mencionada entre historicismo finalista y voluntarismo, bajo la cual permaneció siempre encerrada la labor de búsqueda de Gramsci (y quizás fuera esa precisamente la causa de que calificara la construcción artificial e ilusoria de los consejos de «embriones de Estado»), su reflexión no aborda la elaboración de una cultura de los derechos individuales y de las oportunidades de realización de la persona en el trabajo. Por la misma razón, la sociedad y el Estado de las autonomías, que Gramsci (y con él Gobetti) prefiguró y en el que se incluía a las empresas, no llegó a configurarse como una concepción completa fundamentada en el pluralismo de centros de decisión y en la dialéctica, también institucional, entre el Estado y la sociedad civil, implicando no solo a sujetos políticos como los partidos y sindicatos, sino a todo el universo de las asociaciones no estatales, que habría visto legitimada por esa vía su participación en la formación de procesos decisionales de interés colectivo sin sustituir a las asambleas representativas.

Después de Gramsci, durante un largo periodo la cultura del movimiento socialista no conseguirá ir más allá de su gran intuición e intención de regular la relación de trabajo, incluso el subordinado, sobre la base de principios no muy diferentes de los que en derecho público tutelan las prerrogativas de la persona y del ciudadano.

Estamos, todavía hoy, ante una cuestión no resuelta: las reglas que presiden la disponibilidad de la persona que trabaja bajo el mando de otra (no de la mercancía trabajo, que es intercambiada en el mercado gracias a una ficción jurídica) permanecen excluidas de la normatividad de los derechos de ciudadanía. Igualmente, permanece excluida de la normatividad de los derechos de ciudadanía la determinación de ese objeto del proceso decisional que es la prestación del trabajo concreto, reconducible a una persona concreta (con sus derechos y sus responsabilidades), la cual no puede ser anulada por la vía de su asimilación a un «trabajo abstracto», descomponible y transformable en mercancía.

5.

Se pueden deducir consideraciones parecidas acerca de las verdaderas razones de la actualidad de Gramsci si se examina a contraluz y desde una perspectiva laica su larga y no siempre lineal búsqueda en torno a la cuestión de la hegemonía.

Si nos liberamos de una lectura acrítica y simplista de la concepción gramsciana de la hegemonía, es difícil, de hecho, sustraerse a la apreciación de que, sobre todo en los Cuadernos, el concepto de hegemonía se acoraza de coerción y en cierto modo atenúa pero no suprime la violencia que las elites revolucionarias son llamadas «por la historia» a ejercitar sobre los hombres de carne y hueso, autorizadas para ello por la legitimación propia de quien interpreta los destinos de estos, y quizás incluso sus voluntades recónditas e inexpresadas.

El obrero de la civilización «fordista-socialista» se convierte así en un Alfieri inconsciente de serlo, atado a la silla no por su ayuda de cámara sino por el severo preceptor impersonal del partido de vanguardia. Y aparece el «hombre nuevo», forzado a expresar sus potencialidades, en contra de su voluntad y de su propia «animalidad». Se trata de una concepción en la que, más allá de sus muchos matices, el voluntarismo visionario que legitima la autoridad de las elites lleva la indagación de Gramsci por caminos que hoy nos parecen aberrantes. Si no a la teorización de una suerte de «fordismo de Estado», a algo muy parecido a aquel modelo de Estado-planificador que fascinaba en los años treinta a muchos dirigentes del  movimiento socialista y a los jefes de la Unión Soviética.

Pero en los años del Ordine Nuovo, en los años de la experiencia turinesa, si bien está ya presente en las reflexiones de Gramsci aquel voluntarismo «iluminado», capaz solo de acelerar las etapas del «progreso» pero no de cambiar sus formas, sus espacios y su recorrido, se advierte a la vez una gran preocupación por ofrecer a los trabajadores, oprimidos por la jerarquía de la fábrica y expropiados de sus saberes, nuevos instrumentos cognitivos capaces de garantizar el aumento de su autonomía cultural. Gramsci no se resigna a pedir a las generaciones obreras, aplastadas por la carga de un trabajo fragmentado y «embrutecedor», sin mayor sentido ni significado, que sacrifiquen también su propia autonomía de conocimiento y de decisión, en nombre de un poder delegado por otros (y puramente visionario), en nombre de la libertad de las generaciones futuras. Y desde luego no se limita a sugerir, como oportunos complementos (y compensaciones) de la aplicación del sistema taylorista, el aumento de salarios y la reducción de la jornada de trabajo (como decía Lenin y como escribirá el mismo Gramsci en los años de losCuadernos).

Para el Gramsci de los años veinte, de hecho, a la espera de que los trabajadores  conquistasen un efectivo poder de decisión y una mayor libertad en su trabajo, había que promover la apropiación inmediata de una cultura de base polivalente, capaz de proporcionar una visión global de los procesos productivos y de los mecanismos de decisión. Esta estaba destinada a cumplir una función decisiva en la formación de una nueva clase dirigente (y no tanto de unaelite predestinada), consciente de sus propios límites y de sus propios vínculos, así como de sus propias y crecientes potencialidades de autogobierno; capaz, por eso mismo, de convertirse en culturalmente hegemónica en la sociedad civil.

La educación y la formación que los consejos de fábrica debían garantizar a todos los trabajadores,independientemente de sus funciones circunstanciales, no estaba de hecho basada en el aprendizaje de las reglas básicas del oficio y ni siquiera era reducible a la difusión de algunos rudimentos técnicos desprovistos de sus fundamentos teóricos (como viene a suceder, en el lenguaje actual, con el uso del ordenador y el basic english). Aquella consistía, por el contrario, en la adquisición de una cultura de base, abierta a las más diversas y cambiantes experiencias profesionales; y en el conocimiento del entramado de relaciones complejas que existe entre los distintos segmentos del proceso productivo y da un significado global a una serie de actividades parceladas, singulares, aisladas y aparentemente privadas de sentido. Esa educación debía conferir un conocimiento que, al estar basado en el dominio de los sistemas relacionales que gobiernan la empresa, podía permitir la formación de una cultura crítica entre los trabajadores subordinados, haciéndolos capaces no solo de aplicar soluciones prefijadas, sino de «resolver problemas».

No por casualidad Gramsci habla ya, a este respecto, de una especie de revolución cultural que deberá realizarse a través de un proceso de formación y de información sistemático y permanente. Por más que parece escapársele la insostenible contradicción que surgiría entre la conquista de esa cultura de base y la expropiación incesante del saber y del saber hacer que la aplicación del sistema taylorista conlleva como necesidad ineludible.

En cualquier caso, pensar en una cultura de la hegemonía sobre estas bases, y no ya a partir del énfasis en el papel prometeico de las elites o de los políticos profesionales, querría decir, hoy, afrontar de verdad con instrumentos inéditos la gran amenaza que pende sobre los hombres y mujeres del siglo XXI: la fractura, que puede llegar a ser irremediable, entre quien detenta y amenaza con mantener el monopolio del saber, y quien es o puede ser excluido (también a causa de la cada vez más veloz obsolescencia de las herramientas especializadas) del dominio de los más modernos lenguajes del saber, y se convierte cada vez en más incapaz de dar un sentido y un significado a las exigencias o a las órdenes de las que es receptor.

También en este caso, pues, Gramsci nos proporciona estímulos importantes para una investigación dirigida a recomponer una «comunicación» entre las transformaciones de la sociedad civil y la construcción, también desde el punto de vista institucional, de un proyecto reformador capaz de basarse en un análisis crítico de los conflictos que recorren esta sociedad y de las mediaciones capaces de mejorar las exigencias de libertad y las oportunidades de autorrealización de las personas que trabajan autónomamente o bajo la dirección de otros.

Gramsci nos aporta estos estímulos, desde luego, no a través de una obra compacta y lineal, sino a través de una búsqueda que es preciso descifrar críticamente, a través de una reflexión marcada por profundas contradicciones y por obstáculos de naturaleza ideológica. Es necesario «liberar» de esos escollos el método de indagación sobre la sociedad civil como «teatro de todas las historias» utilizado por aquel a quien debemos el descubrimiento de una nueva dimensión, cultural pero también ética, de la acción política.

La búsqueda esforzada y contradictoria de Gramsci nos interpela todavía, tanto en sus intuiciones felices como en sus fracasos. Unas y otros, de hecho, nos sirven de ayuda para no volver a recorrer, en un mundo sacudido por gigantescas transformaciones, los caminos de una nueva revolución pasiva; para no limitarnos  a «planear» sobre las «novedades» en el intento de gobernar los efectos de una modernidad que se nos hace indescifrable en su génesis y en su futuro. Si la interrogamos críticamente, esa reflexión nos ayuda a no permanecer como espectadores, o incluso esclavos, de la nueva revolución que está en marcha en la sociedad civil; una revolución que, por ahora, está dirigida por fuerzas que escapan al control democrático de la ciudadanía, y se orienta hacia desenlaces que nadie puede prefigurar precisamente porque, una vez más, nos encontramos frente a un proceso contradictorio y abierto a las más diversas soluciones. Y sobre todo, nos ayuda a conjurar el verdadero y mortal peligro que acecha en nuestra época a cualquier proyecto reformador (cuya necesidad tantos sienten, pero cuyos rasgos y valores tanto nos cuesta definir): el de no ser capaces de alzarnos a la condición de protagonistas conscientes de una historia que está todavía por escribir.

Traducción: Javier Aristu y Paco Rodríguez de Lecea

Que han sido comentados por Paco Rodríguez de Lecea  en http://vamosapollas.blogspot.com.es/2015/07/releer-trentin-releer-gramsci-2.html,  http://lopezbulla.blogspot.com.es/2015/07/vias-heterodoxas-de-la-izquierda.htmlhttp://vamosapollas.blogspot.com.es/2015/07/vias-secundarias.html y  http://vamosapollas.blogspot.com.es/2015/07/el-teatro-de-todas-las-historias.html. José Luis López Bulla lo ha hecho en

 http://lopezbulla.blogspot.com.es/2015/07/vias-heterodoxas-de-la-izquierda.html

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