Bien
ganado tiene el sindicalismo su actual prestigio. Hasta donde yo recuerdo –estoy
rondando los ochenta años— no encuentro en mi memoria una fase sindical tan
eficaz como esta que estamos viviendo. El sindicalismo confederal ha tejido una
red contractual que mitigó los terribles efectos de la pandemia, ha negociado
importantes acuerdos en pensiones, salario mínimo y la arquitectura de la
reforma laboral. Durante este último periodo ha sido un sujeto que ha
demostrado la bondad del acuerdo y la eficacia de ese estilo.
Es
cierto que el sindicalismo ha escrito
páginas en los últimos cincuenta años que podrían figurar en los cantares de
gesta de la lucha por la humanización del trabajo y la conquista de la
democracia en España. A esos momentos, en todo caso, habrá que equiparar el
estado en que se encuentra ahora el sindicalismo. Sin embargo, estoy convencido
(salvo que se me corrija juiciosamente) de que en estos dos últimos años el
verbo se ha hecho carne con mayor eficacia que nunca. Más incluso que la de aquellos
cantares de gesta.
Es
más, después de constatar que no tenía los aliados suficientes para la
derogación de la reforma laboral, tuvo la valentía de entrar en el proceso de
negociación que ha dado un buen resultado. Y todo indica que se dispone ahora a
–sacando de las novedades de la reforma— avanzar en la construcción de nuevos
derechos de ciudadanía social, dentro y fuera del ecocentro de trabajo, acordes
con el proceso de reestructuración e innovación de los aparatos productivos y
de servicios en esta fase de globalización de la economía y de sus vertiginosos
cambios tecnológicos.
Francamente,
mi quito el sombrero. Y me uno a la alegría de esos veteranos que están en la
foto: la Muchacha del 78, Javier Sánchez del Campo y el ochentón que les
acompaña.
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