Una de las
novedades que, de un tiempo a esta parte, han aparecido en el panorama político
y social es el estímulo y el deseo de que la ciudadanía participe. Iniciaremos
este ejercicio de redacción aclarando
que el hecho participativo no es una técnica contingente sino algo
consubstancial a una democracia de nueva estampa. No estamos hablando de
participar como un acto de plebiscito sino como elemento enriquecedor que es
capaz de protagonizar iniciativas y proyectos. La participación, en fin, es la
materialización de saberes y conocimientos en torno a un proyecto y un trayecto
concretos. Debe verse, pues, como una profunda interferencia contra el
monopolio del ejercicio del poder en todas sus manifestaciones.
Sé de lo que
hablo, y ustedes dispensen tan rotunda expresión: no hubiera sido posible el
nacimiento y los primeros andares de Comisiones Obreras si no hubiera habido un
potente movimiento participativo en los centros de trabajo y estudio en
condiciones mucho más difíciles que las actuales. Quienes en la actualidad
preconizan la virtud de la participación no pueden ignorar aquel antecedente.
Ahora bien, entiendo que es preciso llamar la atención sobre determinados
aspectos para, precisamente, darle mayor eficacia a los hechos participativos
que se reclaman.
1) La
participación no anula el necesario papel de los grupos dirigentes. Corresponde
a estos la propuesta y, tras el debate, la síntesis de las diversas posiciones que
se han manifestado. Una síntesis que debe recoger, como mínimo, lo mayoritario
y las zonas de razón, no contradictorias con la mayoría, que han expresado los
sectores minoritarios. Una síntesis, en definitiva, que fuera capaz de de hacer
compatible cada propuesta, porque un proyecto no es un zurcido.
Una de las
sorpresas que me he llevado en los últimos tiempos ha sido percibir que algunos
entienden la participación como dar la palabra a los demás obviando la
responsabilidad de quien dirige o coordina el hecho participativo. Eso es pura desrresponsabilización y, hablando en
plata, quitarse de en medio ya sea por cobardía u otras excusas.
2) La
participación debe tener unas reglas escritas, obligatorias y obligantes. Muy
en especial el derecho de los participantes a tener información veraz, y sin
truculencias, de aquello que se somete a discusión. Porque la participación no
es una oclocracia gelatinosa, deben establecerse quórums y ciertas reglas para
el debate, muy especialmente la veracidad de la información que se lleva al
hecho participativo. No vale que cuatro y el cabo, reunidos en una
fantasmagórica asamblea, decidan en nombre de una multitud. Y tampoco vale que
unos cuantos monopolicen el micrófono y a ese acto se le llame asamblea y
participación.
3.-- Séame
permitida una última consideración. Si convenimos que la participación no es
algo contingente –o, peor aún, de quita y pon— estimo de gran interés que se
ponga en marcha una amplia discusión para vincular los horarios de trabajo y
los tiempos de vida con los hechos
participativos. En concreto se trata de una reordenación de los horarios en el
territorio en función de las características de éste. Esta es una tarea que
debería incumbir no sólo a los sindicatos y organizaciones patronales sino
también a la sociedad civil organizada. Enlazando todo ello con la
participación.
Que podría
abordarse por algunos nuevos consistorios municipales recientemente elegidos.
No basta con reclamar la participación, hay que organizar, preparar y
desarrollar las condiciones concretas que la hagan posible.
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