Raül Romeva, ex
europarlamentario, ha afirmado que «el país ya está dividido entre los que están
por la democracia y los que no» (1). Primera
consideración: habló este Romeva, punto redondo, que sería la versión castiza
de un viejo apotegma: Roma locuta causa finita.
Un servidor ya estaba acostumbrado a que en ciertos bazares
se expendieran carnets de buenos y malos catalanes; que en determinados
camaranchones se revendieran diplomas de patriotas y anti patriotas. Ahora, tal
vez por cosas de la competencia, ha aparecido un nuevo concesionario de títulos:
los que son demócratas y los que no lo son. Son demócratas quienes están por la independencia de Cataluña; no lo son quienes no lo están. Esta nueva expendeduría está
dirigida por este ex europarlamentario. Que se ha atribuido una legitimación
particular para decidir quiénes son una cosa y quiénes su contraria.
Esto puede contemplarse en claves diversas: o bien es cosa de
un botarate o bien es la expresión de un sectarismo acumulado desde tiempos
antiguos. O tal vez se trata de un desesperado intento de desmarcarse de su
antigua formación política. Sean unas u otras las razones, todo indica un
chocante y enfermizo modo de pensar. Ahí quedaría la cosa sin más problema si
no fuera porque esos diversos concesionarios de titularidades están generando
conscientemente un clima inédito en Cataluña, unas nuevas «guerras de
barretinas».
Me importa una higa que se me considere buen o mal catalán, y
todavía me importa menos que ciertos hijos de papá crean que soy un antipatriota.
Más aún, viniendo de quien viene me es irrelevante que me considere que no soy
demócrata. Pero, a buen seguro, estoy convencido que no pocos amigos y
conocidos de mi cofradía democrática se han sentido vilipendiados por ese
caballerete. A ellos les digo: no se lo tomen en serio, este Romeva tiene que
hacer méritos. Y, como todos los viejos marranos, necesita eructar para dar la
impresión de que come cerdo.
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