Homenaje a la familia Puig - Ortega.
Nota. Gemma Puig nos escribe desde Macao un enjundioso discurso sobre el sindicato. Con
este artículo abrimos una serie para que los jóvenes opinen sobre el
particular partiendo de su propia experiencia.
Escribe Gemma Puig i Ortega
Cada vez que explico que mis padres eran sindicalistas y que, en
concreto mi padre trabajaba en CC.OO (era uno de los dirigentes del sindicato
en el Maresme), la gente de mi entorno me mira raro o por lo menos con cierto
escepticismo.
La desafección actual a la política se extiende también al mundo
sindical aunque también personalmente creo que el sindicato tiene parte de
culpa de esa desafección.
He vivido muy de cerca el movimiento sindical desde niña y
recuerdo que mis padres me llevaban a manifestaciones verdaderamente
multitudinarias. Existía el sentimiento de unidad y orgullo de pertenecer o
simpatizar con el sindicato y se percibía como un servicio de ayuda al
trabajador.
Ahora, durante mi experiencia laboral he visto el cambio radical
de la percepción que se tiene de los sindicatos, también hay que tener en
cuenta que me he dedicado al mundo de la hotelería, principalmente en hoteles
de lujo donde existe cierto esnobismo. Durante estos años he visto como entre
los mismos compañeros se decía: mira, este se ha presentado al sindicato para
no dar palo al agua. O por ejemplo: Claro, este con el rollo de las horas
sindicales no da ni golpe y nosotros aquí haciendo mil horas.
Desde la liberación del mercado laboral y posteriormente con la
crisis económica los sindicatos lo han tenido bastante más difícil para
defender los derechos laborales de los trabajadores, además algunas actitudes
de los integrantes de los sindicatos acompañado de los de sobra conocidos
escándalos de corrupción no han ayudado a acercar a más trabajadores a sus
organizaciones, pero se está estableciendo en la sociedad un sentimiento de
resignación que me parece peligroso: tener un trabajo que te obligue a trabajar
12 horas al día, para el que estás sobre-cualificado, cobrando el sueldo mínimo
y por supuesto ni sonar en cobrar una sola hora extra nos parece un regalo y
nos callamos y tenemos que estar contentos.
Recuerdo cuando mi abuelo, ferroviario de profesión, de izquierdas
y muy luchador, veía que yo trabajaba en un hotel de Barcelona y hacia jornadas
interminables en el departamento de convenciones cobrando un sueldo algo más de
mileurista y me decía: «Niña. y a ti todas esas horas extras te las pagan, no?».
Y yo le decía: «No, yayo, eso es parte de mi trabajo, estoy llevando un evento
muy grande y tengo que estar allí». Y él me replicaba: «Pero, a ver, niña, tú
contrato de cuantas horas es?» Y yo nunca me queje, nunca fui al sindicato a
preguntar si tenía derecho a una compensación por el trabajo extra; ni yo, ni
la mayoría de mis compañeros. Ese peligroso sentimiento de resignación también
me llegó a mí y no me siento especialmente orgullosa de ello.
Mi madre trabajaba de administrativa en una empresa textil y en
los 80, durante la crisis del textil luchó junto a sus compañeras para no
quedarse en la calle sin nada, llegaron a encerrarse en la fábrica y a vender
lo que había dentro para poder cobrar lo que la empresa les debía, recuerdo
pasar las tardes dentro de la fábrica jugando con los ovillos y las telas
mientras mi madre luchaba por sus derechos.
Mi padre trabajaba en CC.OO y en aquellos años llegaban los
primeros subsaharianos a Mataró, trabajaban en la agricultura y muchos de ellos
en condiciones verdaderamente pésimas. Un día mi padre llegó a casa con Aji, un
chico gambiano que el agricultor tenía casi desnutrido y durmiendo en el
cobertizo donde guardaba las herramientas. Mi padre lo trajo a casa mientras
encontraba una solución para él negociando con el agricultor.
Aji llegó a casa y mi padre lo sentó en la mesa a comer con
nosotros y mientras le enseñaba que aquí todos somos iguales, todos tenemos los
mismos derechos y que todos debemos reclamarlos, también se lo estaba enseñando
a su propia hija, yo, una niña sentada en la mesa a la que aún no le tocaban
los pies al suelo.
Estas circunstancias se siguen dando quizás de otro modo pero los
derechos de los trabajadores se siguen pisando. Si seguimos con ese peligroso
sentimiento de resignación acompañado por la desafección a la política y por
extensión a los sindicatos (insisto, sin falta de culpa por parte de esas
organizaciones) llegaremos a un punto de difícil retorno en el que no nos
queremos ver como sociedad cada vez más desigualitaria e insolidaria.
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