sábado, 28 de enero de 2012

POPULISMOS EN EUROPA



Nota. Nuestro amigo Riccardo Terzi nos envía este texto en esclusiva para el blog. Se trata de su intervención en el debate sobre los populismos en Europa en el Forum della rivista de politiche sociali.



Riccardo Terzi


Tengo una cierta desconfianza con la palabra “populismo” porque me parece que está cargada de ambigüedad e indeterminación, y creo que es de escasa utilidad en el análisis de los procesos políticos.  Y, sin embargo, no se puede dejar de hablar de ella, dada la extraordinaria difusión que ha tenido en el debate político corriente y en la producción periodística; de modo que se trata en todo caso de valorar su contenido, su significado y sus implicaciones.  En el gran contenidor del populismo se se hacen entrar de nuevo fenómenos políticos muy diferentes, y también opuestos entre sí, por lo que se tiene la impresión de que se trata no de una explicación o interpretación de la realidad, sino de un fácil expediente al que se recurre cuando no hay ninguna explicación.  Populismo se convierte en todo aquello que se escapa de nuestras categorías interpretativas, todo lo que desafía nuestra racionalidad e irrumpe en nuestra realidad contemporánea con aquellos rasgos inquietantes de lo irracional o subversivo. 

Hay siempre  una connotación despreciativa que se acompaña a la definición de un fenómeno como el populista. En el análisis científico se substituye así el juicio ético-moral. El populismo es lo negativo que debe ser combatido, es el subfondo de violencia e intolerancia che vuelve a emerger en nuestras sociedades civilizadas, es la fuerza destructiva de los impulsos primarios que debe estar bajo el control de la razón. Por otra parte, cualquier definición del populismo implica como introducción un reconocimiento del concepto “pueblo”, aunque aquí nos encontramos en el universo de una pluralidad de significados e interpretaciones.

En primer lugar está el modelo de la democracia pleibiscitaria: en ella el pueblo se reconoce en su líder, sin mediaciones, sin instituciones intermedias, con una relación directa, con una investidura de confianza total que no soporta límites, reglas y garantías. En este modelo el protagonista no es el pueblo sino exclusivamente el jefe carismático en el que el pueblo se abandona. Más que populismo se trata de liderismo, de personalización de la política, de autoritarismo, porque todo el sistema político debe estar en función del ejercicio concentrado del poder sin los obstáculos y los retrasos de los procedimientos democráticos. En esta lógica, el obstáculo a abatir es todo el aparato de las instituciones de mediación y garantía para que resplandezca la figura del líder con toda su potencia, el único que está unido al pueblo en una simbiosis de tipo místico. Los ejemplos que ilustran esta situación son múltiples y recurrentes.  

Berlusconi, en Italia, intentó adoptar este modelo, pero eso se ha dado más en las intenciones y declaraciones verbales que en los hechos reales porque los contrapesos institucionales han continuando, bien o mal, funcionando. Sin embargo, no se trata de una innovación porque la historia ha estado repetidamente atravesada por experimentos de tipo autoritario y porque, también en nuestro mundo civilizado está la tendencia a la concentración y a la degeneración del poder, por lo que la obligación de las constituciones es construir un eficaz sistema de defensa. El berlusconismo no es más que un episorio de esta perenne dialéctica de la historia. Así pues, bajo este perfil no ha ocurrido nada nuevo, y el concepto de populismo no tiene otro valor más que el de registrar nuevamente hasta qué punto el mecanismo autoritario aparece siempre tras la retórica del pueblo.  Si hay un líder, un jefe, es porque el pueblo lo corona. Y el proceso siempre es ambivalente con una mezcla de poder arbitrario y consenso, de constricción y adhesión. Lo nuevo es la aparición de esta ideología autoritaria del poder en el corazón de Europa que parecía estar inmunizada de estas tentaciones. Pero Europa es ya un campo de batalla donde todo puede suceder.

En la democracia autoritaria el pueblo sólo existe como fuerza pasiva, como multitud indiferenciada, incapaz de una propia iniciativa, ý la política se reduce al mecanismo de identificación con la figura del líder. Naturalmente existen en la realidad diversos posibles grados de este fenómeno, así como puede ser extremadamente diferenciado el concreto contenido social de dicho modelo, que no es de por sí ni de derechas ni de izquierdas, sino solamente la dilatación extrema de la discrecionalidad del poder independientemente de su proyecto político.  Pero el resultado es, en todo caso, la pasividad de las masas, la negación de cualquier autonomía de la sociedad civil, ya que todo el poder de decisión está concentrado en un sólo punto, y toda la veleidad de autonomía asume un carácter subversivo.

El uso moderno de los medios de comunicación y de su potencia manipuladora introduce una variante que tiene sólo el valor de potenciar los instrumentos de control de la opinión pública sin determinar un cambio de la estructura de fondo del poder. Lo que cambia es sólo la disponibilidad de los instrumentos más penetrantes que siempre están puestos al servicio del poder, pero ahora esta situación se está modificando en parte con el paso de la televisión a las redes de Internet que es, por su naturaleza, abierta a una pluralidad de sujetos y ofrece un cuadro de informacines extremadamente vasto y diferenciado con escasas posibilidades de ser controlado preventivamente. Por ello no comparto el énfasis en la llamada democracia mediática o en la telecracia, porque en estas teorías se cambia la causa por el efecto.  No son los medios el lugar del poder, ellos son sólo  un instrumento, cuyo uso y efectos son dependientes de la estructura del poder: autoritarios si el poder es autoritario, abiertos y plurales si el poder está organizado sobre bases democráticas. 

Una segunda tipología del populismo se encuentra en todas aquellas representaciones políticas e ideológicas que conciben el pueblo como el único depositario de los valores positivos, como el custodio de la tradición, la sabiduría original, la identidad profunda de la nación en oposición a las élites, oligarquías, la casta de los políticos e intelectuales. En este caso, el uso del término populismo aparece como más apropiado porque sobre el pueblo recae el acento, siendo su ser el depositario de todo que merece ser salvaguardado.  Pero, ¿en esta segunda acepción qué es el pueblo? Sólo es un concepto abstracto, ideológico que prescinde de sus articulaciones internas, del pluralismo de sus intereses y de sus culturas, es la idealización de una comunidad originaria a la que se debe defender de todas las contaminaciones, de todo aquello que desde el exterior se la puede envenenar. 

En el caso de la Lega Nord, en Ialia como en otros muchos análogos movimientos xenófobos europeos, el cemento que contiene es el fundamentalismo étnico, la idea de una comunidad cerrada, centrada en sí misma que no admite ninguna interferencia del exterior, ninguna autoridad ni ninguna regulación de orden superior.  Se trata de un intento desesperado de resistencia y autodefensa frente al proceso de globalización que hace saltar todos los confines tradicionales y pone en movimiento una gigantesca mezcla de poderes, culturas y formas de vida. 

El problema del nuevo orden mundial, que se debe construir, de la relación entre lo global y lo local, entre lo que es común y debe permanecer distinto y autónomo es un problema real de grandisimo alcance. Pero es poco realista y regresiva la respuesta de estos movimientos comunitarios que tienden sólo a construir barreras, clausuras e intolerancias allí donde se trata, por el contrario, de dar una forma democrática y abierta a nuestra convivencia.

El resultado de esta operación tiene inevitablemente un carácter autoritario ya que la comunidad es un todo indiferenciado que no reconoce ninguna dialéctica interna, reproduciéndose así la delegación en un jefe carismátivco para que sea el exclusivo garante de la comunidad.  Por ello se hace posible una convergencia entre las dos formas políticas que, hasta aquí, hemos analizado entre el modelo plebiscitario y el comunitario, ya que ambos se injertan en una raíz común: en la crisis de la democracia política y en su estructura social individualizada. El mecanismo es el mismo: una masa atomizada y dispersa que encuentra su unidad aparente en una forma externa, en una autoridad, en un mito.  Y cuando estas dos tendencia consiguen dar vida a un bloque conservadofr se producen profundos efectos devastantes ya sea ora en el ordinamiento democrático ora en la  consciencia colectiva del país. Es lo que ha ocurrido en Italia en los últimos años. El fundamento de todas estas formas es la fragilidad individual en la época del individualismo difuso. Es una dialéctica que merece ser estudiada atentamente y que se refiere toda la relación entre lo individual y lo colectivo. 

El yo sólo se realiza en la relación con el otro, y tiene necesidad de un nosotros en el que pueda reconocerse. Sucede, así en los casos que hemos considerado hasta ahora, que el individualismo zozobra en su negación ya que confía en la figura carismática del jefe o en el mito de la comunidad étnica.  El nosotros, en este caso, no viene dado de una efectiva relación interpersonal sino de una proyección imaginaria, por un mito que subre en apariiencia la soledad impotente de la vida individual. En la fijación al mito se encuentra un sentido, una identidad aparente dentro de una representación de la realidad de tipo conflictual donde se encuentra la amenaza de un enemigo que estructura la existencia, un enemigo que puede tomar las formas más diversas (los poderes fuertes, los inmigrados, la burocracia, la magistratura, el fantasma del comunismo) y, en todo caso, es el deseo de un objetivo en el que descargar toda la agresividad de las pulsiones insatisfechas. Es el antiguo mecanismo del chivo expiatorio, me diante el cual se reconstruye el orden de la comunidad, según el estudio profundo de René Girard, que ha observado la última conexión entra la violencia y lo sagrado.  

Cuando se abaten sobre nuestras sociedades el viento de la crisis, la incertidumbre y la precaridad vuelven a tomar fuerza los antiguos rituales del sacrificio y se fabrica, así, la imagen de un enemigo, tanto si es real como imaginario. Y, como siempre ha sucedido, la violencia se desencadena sobre el objetivo más fácil y más débil.  Es lo que está tomando forma en Europa: la caza del extranjero, del musulmán, el enemigo que acecha nuestras tradiciones, nuestras raíces cristianas. Lo sagrado y la violencia vuelven a unirse.  Es finalmente un caso muy diferente de los que hemos analizado hasta ahora y está representado por aquellos movimientos de autonomía de la sociedad civil que se contraponen a la política institucionalizados y al sistema de partidos. Es todo un archipiélago de movimientos y asociaciones que encuentran en la red su principal instrumento de comunicación y organización, dando lugar también a algunas movilizaciones de masas así en Italia como en otros países. El perfil puede ser más o menos radical, pero en el fondo siempre está la idea de que sólo un movimiento de abajo, de auto organización social puede dar una respuesta a los problemas actuales del mundo globalizado, mientras la política tradicional, de derechos o de izquierdas, está empantanada y comprometida, es una pelota en nuestro tejado de la que debemos liberarnos. Tiene algo en común con los populismos que hemos descrito ya que también en este caso el objetivo polémico es todo el sistema institucional de la democracia representativa. Sin embargo, es de signo opueta el proceso cultural y psicológico de estos movimientos porque aquí estamos en presencia de un individualismo seguro de sí mismo, frecuentemente agresivo que no admite delegación. Que no reconoce autoridad y que no se refugia en el mito sino en su ilimitada autonomía.  Es un fenómeno que tiene, hoy por hoy, un alcance limitado y, sobre todo, una tendencia  fluctuante sin continuidad y carente de sólidas bases organizativas. El referente social es el de los estratos más desarraigados y aculturalizados, es lo que se ha definido como “la capa media reflexiva”, que tiene una vocación cosmopolita y una mirada abierta al mundo sin tener raíz alguna en ninguna identidad territorial concreta. Las afinidades son más aparentes que reales: son diversos los sujetos y diverso es sobre todo el universo cultural de referencia.   Pero es también un signo importante del estado de sufrimiento en el que se encuentran nuestras democracias, y quizá se encuentra aquí el lado más problemático de la situación que no puede ser encarado con una sumaria liquidación moralista. En este caso no se trata del retraso de un pueblo inmaduro, prisionero de sus impulsos primitivos y de sus mitos: es, más bien, la reclamación totalmente insatisfecha de una cualidad política diversa, y este fenómeno se manifiesta ante todo en las jóvenes generaciones cada vez más intolerantes  hacia los rituales de una política paralizante, hecha a golpe de retórica y sin soluciones concretas.  Puede ser alarmante el recelo antipolítico que se manifiesta en algunos caos; puede ser inquietante el crédito totalmente inmerecido de algunos personajes demasiado discutibles que se proponen como los moralizadores del sisetma. Pero aquí estamos ante un mundo real que nom puede ser disuelto con la letanía de las buenas intenciones.   

Como puede verse, el abanico del llamado populismo es extremadamente variado, y es legítimo preguntarse se tiene sentido usar la palabra para fenómenos tan diferentes.  Sería útil una definición más selectiva. De manera que debemos volver al significado de la palabra “pueblo”. Populismo no es cualquier idea que se refiere al pueblo sino la concepción que ve al pueblo como una unidad, como un todo indiferenciado, que es el depositario de los valores de la tradición, como raíz de nuestra identidad. En este sentido, esta representación se contrapone a todo lo que divide la unidad mística del pueblo: las clases sociales, los partidos, las diversas ideologías. Esta sería una definición más selectiva.  Así que debemos volver al significado de populismo y a la negación del pluralismo, de la dialéctica, del conflicto en nombre de una identidad originaria, de una pertenencia a la comunidad en la que cada cual tiene su papel prefijado, precisamente porque se trata sólo de conservar el  orden constituido. Se trata de la estabilidad y el orden contra la fuerza disgregante de las facciones de partido y el principio de autoridad, contra la disolución de las libertades individuales y el dominio de la moral oficial, contrfa toda forma de herejía y desviación.  El concepto de pueblo queda así distorsionado, y pierde toda la concreción de sus articulaciones internas. Deja de ser una estructura sociológica abierta, suceptible de las combinaciones más diferentes para convertirse en el objeto de una devoción, de una unión mística.   Queda sólo la pertenencia, esto es, el estar anclado a un dado objetivo, natural en el que se disuelve  toda capacidad de elección autónoma. 

Si usamos este criterio interpretativo el campo del populismo queda rigurosamente circunscrito, y en Italia sólo la Lega –aunque parcialmente— se corresponde a esta definición con la variante decisiva del cambio del culto comunitario de la dimensión nacional a la local, con la invención del mito de la Padania.  Pero, en realidad, también la Lega es un universo más movido y variado, con fuertes contradicciones internas como lo demuestran los recientes acontecimientos políticos, pudiendo mantener su fuerza expansiva sólo si consigue desprenderse de  sus orígenes, desarrollando una política más dinámica   y representar una mayor demanda social, no encerrándose en el localismo angosto y primitivo de los valles alpinos.  Pero lo que importa, más allá del academicismo, es es comprender el sentido general del proceso histórico en curso, y así podremos ver cómo la nebulosa del populismo, en sus más variadas significaciones, es sin embargo representativa de un cambio real que está atravesando nuestras sociedades más desarrolladas. No se trata sólo de ideología, de formas de consciencia, sino de algo que encuentra su fundamento y razón de ser en la realidad. 

Hay que partir del hecho que representa la creciente fragmentación social, tendente a disolver las tradicionales identidades colectivas, los bloques sociales, las pertenencias de clase para dar lugar a una estructura cada vez más fluida e indefinida en sus contornos. En ese proceso se arruina la relación enrte lo individual y lo colectivo, entre el yo y el nosotros,  y la sociedad entera se configura como una retícula estrechamente complicada de relaciones individuales sin un centro coordinador, sin una estructura consolidada. Sobre ese proceso se inserta la ideología neoliberal que reasume en la famosa afirmación de la señora Thatcher: no existe la sociedad sólo existen los individuos. Hoy, todos los fenómenos aludidos son el reflejo de este proceso social y diversos son los recorridos posibles sobre los que puede encaminarse una sociedad individualizada. 

En conclusión, el análisis del populismo se conecta a la estructura social y a sus transformaciones, confirmándose la tesis que considera la ideología como expresión de una concreta configuración histórico-social, y es sólo en este nivel que podemos determinar los cambios que invierten también las formas de la consciencia colectiva. Por eso me deja totalmente insatisfecho el modo la forma como se trata este problema ya que no se ve nunca el nexo entre la realidad y la representación. 

Las diversas ideologías que hemos considerado (el mito del líder, el mito de la comunidad,  la idealización de la sociedad civil) no son más que el velo, la apariencia; y dentro de ese velo se trata  de comprender la realidad efectiva de una estructura social que ha perdido su equilibrio, su cohesión, y que incluso por ello tiende a refugiarse en lo imaginario.  Si es así, lo que tiende a llamarse populismo no es una desviación sino el modo de ser y de auto representarse la sociedad actual; es el efecto de un cambio histórico que está en curso, no valiendo para nada las prédicas moralisrtas, las retóricas que se deslizan sobre la realidad sin conseguir modificarla.

Tomemos el caqso de la Lega Nord: un movimiento regresivo, tosco, antinacional. Sin embargo es totalmente ilusorio pensar que se puede contrarresta con el énfasis patriótico de la unidad nacional; así como es un intento poco realista y ridículo limar las asperezas, absorver el potencial subversivo en una visión más equilibrada, proponiendo una especie de leghismo temperado, que tiene sólo el efecto de una cesión en el terreno de los valores y los principios.  Es preciso combatirlo, pero no en abstracto; no con el mundo metafísico de las ideas sino con la materialidad concreta de los procesos sociales.

Por su parte, este proceso no es más que el producto de las opciones políticas, las orientaciones culturales, del salto de la hegemonía que se ha completado con la primacía del pensamiento liberal.  La “sociedad líquida”, de la que habla Bauman, no es un destino, no es la forma inevitable del mundo contemporáneo en esta época de la globalización. Es sólo el resultado de las relaciones de fuerza y de poder que se han determinado. Las variadas interpretaciones sociológicas captan sólo los efectos del proceso en curso y no abordan  las causas con lo que el problema acaba siendo sólo cómo hay que convivir con las actuales condiciones de incertidumbre y precariedad. En todo caso, es necesario ver –sin ilusiones consolatorias--  el curso real de las cosas, el proceso que está en movimiento y la existencia de potentes fuerzas objetivas que trabajan por una progresiva disolución del tejido social.

Este es el campo en el que nos encontramos para intervenir. Lo urgente que tenemos que afrontar es la reconstrucción de todo el tejido de la representación social que, en estos años, se ha deteriorado y deshilachado gravemente; que ha dejado teritorios enteros sin representación, sin identidad y, por ello, permeables a las ideologías individualistas y a las sugestiones autoritarias.

Sin un trabajo en profundidad en el campo social –en sus contradicciones y conflictos--, sin un programa sistemático que dé voz y organización a la multitud dispersa que se encuentra hoy como enfermera de los acontecimientos, sin poder reconocerse en ningún proyecto de cambio; sin una política que vuelva a poner en el centro la condición social de las personas, nos encontraremos frente a un destino ya escrito ya que una sociedad sin representación es totalmente incompatible con la democracia organizada.  Y, por otra parte, incluso por efecto de estos procesos sociales, la crisis de la democracia es un dato real que debe ser encarado abiertamente. 

¿Qué relación hay, ahora, entre el pueblo y la soberanía? ¿Ante quién responden los efectivos centros de decisión? No es sorprendente el resurgir de las pulsiones autoritarias; no deja de tener fundamento la difusión de la antipolítica, del recelo contra el sistema de partidos porque, efectivamente, aquí se ha abierto una gravísima fractura, y la democracia real peligra apareciendo como un asunto de las oligarquías, como un juego trucado sobre el que nuestra posibilidad de incidencia es casi nulo. Los dos procesos se alimentan el uno al otro: por un lado,  la ruptura de los lazos sociales, de las identidades colectivas y, por el otro, la involución de las instituciones democráticas. 

Es una crisis de sistema que debe ser afrontado en su globalidad. El populismo es sólo uno de los efectos secundarios de esta situación, el signo de la desbandado en que nos encontramos, el termómetro que registra nuestro estado febril. Pero es sobre las causas sobre las que debemos intervenir.  Este es el trabajo largo y fatigoso que la izquierda debe comenzar a poner en marcha. Pero si quiere correr tras las mariposas de lo post-moderno, de lo post-ideológico; si no sabe o no quiere hacer su cometido, entonces se convierte totalmente en superflua, y será justamente sometida a la lógica sin piedad de las relaciones de fuerza reales.   

La actual situación política, con la formación del gobierno Monti, puede tener paradójicamente un efecto providencial, porque finalmente han salido de la escena, al menos por ahora, las retóricas y las demagogias, las contorsiones de un bipolarismo destartalado, abriendo con toda su crudeza el vacío de la política y la necesidad de volverlo a llenar con contenidos y proyectos. En este sentido, puede tener voz sólo quien disponga de ideas y propuestas concretas. Vale por todos: para los partidos y para las organizaciones sociales.

Ya no hay para nadie posiciones ventajosas, representaciones preconstituidas porque todo está en discusión. Y al vez pueda ocurrir con una discusión más compacta y argumentada, más atenta a los contenidos incluso las sugestiones del populismo pierdan su fuerza, su peso en la consciencia colectiva.  En todo caso, el pasaje de Berlusconi a Monti es el tránsito del embrollo mediático a la sobriedad de los contenidos. Puede ser la ocasión paa poner la política con los pies en el suelo. Pero el tiempo para esta operación  de verdad y bonificación del discurso público es bastante estrecho y nada nos garantiza de un posible retorno, incluso más amenazante, de la oleada autoritaria en el que pueda romperse nuestro equilibrio democrático. Si fallara otra vez, el contragolpe podría ser devastador. Sería mucho compartir el análisis y concordar con las preguntas; si éstas son justas se puede esperar que lleguen también las respuestas.    


Forum della rivista delle politiche sociali, Roma 24 de Noviembre de 2011.
Versión castellana: Escuela de Traductores de Parapanda.

1 comentario:

Cristian dijo...

Me interesaria conseguir Pasajes a Europa para ver por mi propia cuenta el tema de la política y como se maneja dicha continente