La machacona insistencia en las reformas laborales y,
sobre todo, el carácter de las mismas es, a mi entender, otra consecuencia de
la derrota del capitalismo industrial por parte de los capitales especulativos,
de eso que se ha dado en llamar el turbocapitalismo. Una derrota a la que
indirectamente alude un trabajo que mañana publicaremos a cargo de Joaquim González,
secretario general de Fiteqa-CC.OO.
El capitalismo industrial, al que a lo largo y ancho
del pasado siglo se ha enfrentado el sindicalismo confederal, no había tenido más
remedio que asumir (con desagrado, por supuesto) la existencia de ciertas
normas, que con frecuencia violaba, de obligado cumplimiento que, de un lado,
garantizaba el poder contractual del sindicalismo y, de otro lado, tutelaba el
Derecho del Trabajo. En ese campo siempre asimétrico se desarrollaba el
conflicto social que fue, también, motor de desarrollo de la industria.
No es el momento, ahora, de relatar cómo y de qué
manera el turbocapitalismo fue arrollando a los tradicionales capitanes de
industria, simplemente dejaremos constancia de ello. Ahora bien, mutatis mutandi, fue
apareciendo un nuevo paradigma que propició la crisis de principios de la
primera década de este siglo y, especialmente, la actual. Frente a ello podemos
convenir que las izquierdas políticas –según afirmó educadamente Bruno Trentin
sin querer hacer sangre—“estuvieron excesivamente distraídas”.
Al turbocapitalismo le sobraban los bienes democráticos
que representaban los derechos sociales y los controles (asimétricos, hemos
dicho y, también, insuficientes) en la economía: así en el centro de trabajo
como en los institutos de protección social. En ese estadio, el ejercicio del
conflicto social era no sólo una interferencia sino un contrapoder inadmisible.
Por lo tanto, había que,
primero, desnaturalizar todo el universo de la contractualidad y, a continuación,
poner las bases del retorno a las viejas épocas de antaño. Así pues: rumbo al
Siglo XIX. Pero no con la hegemonía del capitalismo industrial sino con el bastón
de mando de la financiarización salvaje de la especulación más estridente. Un
capitán de industria, no un aguerrido sindicalista, como Claude Bébéar afirma que “sólo
la debilidad de los empresarios explica las licencias que se toman los bancos”
(1).
Las
consecuencias de todo ello saltan a la vista: un país de nuevos ricos está
generando masivamente nuevos pobres que se suman a los de siempre. Cosa que no
interesa lo más mínimo a quienes insisten en el carácter de las reformas
laborales que proponen. Pero, por lo que se ve, tampoco pestañea esa legión de
zanguangos del empresariado industrial que no ve que la vida del
turbocapitalismo es la muerte de ellos mismos. “Ya vendrá el Estado a echarnos
una mano”, parecen decirse estos hojalateros de hogaño.
En
esa tesitura el desarrollo industrial no está presente en discurso oficial
alguno (ni ahora, ni antes, todo hay que decirlo): subvenciones, subvenciones y
subvenciones.
(1) Claude Bébéar en Acabarán
con el capitalismo (Paidós Estado y Sociedad. 2003)
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